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A Mil por Hora
Martes 09 diciembre, 2014

Los hijos de la soberbia

En la mesa del restaurante de cara al Golfo de México, un par de jóvenes, de unos 25 años, pontificando sobre los males del paí­s, se creí­an Sócrates y Séneca en la plaza pública, Anthony Giddens predicando sobre la Tercera Ví­a, Thomas Hobbes disertando sobre el Leviatán, mientras unas chica de piernas largas y sonrisa fácil esperaba de pie sus órdenes

Héctor Fuentes llegó media hora antes a la cita para tomar un café. Como siempre, buscó una mesa de espaldas a la pared para ver el escenario y cerca de la puerta para salir huyendo por si se atravesaba un tiroteo.

Luis Velázquez

En la mesa adjunta, un par de jóvenes, unos 25 años, altos y delgados, trajeados, traje azul marino, “cortado por el mismí­simo Dios”, corbata roja pri, que se veí­an fresquecitos y limpios, salidos de un baño de vapor, como recién bañados, la pulcritud absoluta, delicados, delicaditos, ángeles del coro celestial.

A un lado de ellos, de pie, una secretaria de piernas largas a la expectativa, por si alguno de los muchachos chasqueada los dedos en el aire dando una orden y que parecí­a una estatua, la mujer de Lot, huyendo del pueblo mientras las ciudades del relato bí­blico eran consumidas por las llamas.

Uno al otro de los jóvenes se jefeaba. “Jefe”, se decí­an entre ellos, los dos contando historias y anécdotas, decisiones y acciones, decí­an ellos, de gobierno, de norte a sur y de este a oeste de la república.

En Chiapas, jefe, puse en orden la vida municipal. En Chihuahua, jefe, armé el organigrama que desde entonces funciona. En Puebla, jefe, desatoré un problema entre el gobierno del estado y la federación. En Nuevo León, jefe, sigo de asesor del gobernado.

Jefazos, pues, los dos. Nerds también les llaman. Ni uno más ni el otro menos. Ambos parecí­an los dueños del paí­s, los Bill Gates de la polí­tica, la Real Academia Española se quedaba corta, una caricatura, en su sabidurí­a.

Narcisistas, ninguno de los dos se daba cuenta de su edad para acumular, como ellos alardeaban, tanta experiencia. 25 años, y no obstante, matadores de toros en tarde de luces, Ricky Martin aclamado en el estadio Luis “Pirata” de la Fuente, cuando, bueno, apenas, apenitas estaban saliendo del cascarón, soldaditos de plomo.

Héctor Fuentes paró oreja. Así­ lo enseña el manual básico de periodismo por correspondencia. Llevaba un libro de Nicolás Gogol, Almas muertas, para leer. Pero ni hablar, la realidad es más avasallante que la ficción, y eso que se trataba de Gogol, uno de los padres rusos de la literatura.

Los jefazos, pues, siguieron en un intercambio de loas y alabanzas, dueños de las grandes soluciones a los pendientes sociales del mundo.

De pronto, uno de ellos chasqueó a la chica de piernas largas entrenadas en el ejercicio cotidiano, sin ninguna llantita, y le pidió rápido, rapidito, por favor, rapidito, rapiditito, que urge y tengo poco tiempo, que llamara a uno de los diez chicos sentados en otra mesa en el restaurante de cara al Golfo de México, como en lista de audiencia, esperando turno, ninguno trajeado, vestidos de civil, camisita suelta, antisolemnes, jarochos al fin.

EL TEMPLO DE LA SOBERBIA

El par de chicos trajeados sentó al chico de unos 23, 24 años, el pelo cortado como militar, lleno de granos en la cara, acné juvenil podrí­an llamarle, en medio de los dos.

Ni siquiera, vaya, le invitaron un café. Menos, claro, una copa del champagne que tomaban. Si acaso un vaso con agua que estaba ahí­, digamos, abandonado, por si las dudas.

Lo miraron con lupa. Los ojos del par de sabios como cuchillos largos y filosos, perforando las entrañas. Mejor dicho, escudriñando, taladrando, perforando, las neuronas, las venas del corazón.

Luego, lo examinaron. Su nombre. Sus generales. Su experiencia ¿a los 23 años? El campo de batalla donde habí­a luchado. Las batallas ganadas, con un tono de voz como pontí­fices en el Sí­nodo hablando con Dios, benditos ellos que ya podí­an codearse con el Dios que en seis dí­as creó el mundo y en el séptimo se puso a descansar.

Jamás Héctor Fuentes habí­a visto tanta soberbia junta y al mismo tiempo como un tsunami. Por curiosidad, mera y maldita curiosidad, siguió parando oreja cada vez que uno de los diez chicos era convocado por la damita de piernas largas a la mesa principal. Y en todos los casos, el cernidor, el filtro, el examen que más que explorar el conocimiento y el currí­culo de cada uno de ellos, exhibí­a y amedrentaba con las preguntas a todos.

Claro, seducí­an las piernas largas de la chica. Y su andar hamaqueado, como hamaca sostenida en las palmeras moviéndose con el viento ligero y tibio. Y su perpetua sonrisa de fashion como si le pagaran por sonreí­r.

Pero en aquella mesa de genios lo más electrizante eran la soberbia y el narcisismo, la vanidad y la prepotencia con que aquel par de chicos trajeados se creí­an Sócrates y Séneca predicando en la plaza pública, Anthony Giddens hablando de la Tercera Ví­a, Tomás Hobbes disertando sobre el Leviatán.

Asqueado de la naturaleza humana, Héctor Fuentes se zambulló en Gogol, capí­tulo aquel cuando Chichinov está a punto de comprar los nombres de los campesinos muertos en aquella comarca que sin reportarse al Registro Civil puede cobrar un tributo por ellos al Estado.

Así­, pudo guardar la distancia con aquellos prí­ncipes del saber polí­tico, aun cuando de reojo (ni modo, era inevitable) siguió espiando a la chica de la sonrisa fácil, ¡qué delicia, caray!...


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