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Crónicas
Viernes 19 septiembre, 2014

Horror en Veracruz

Tiempo aquel cuando los carrancistas llegaban al pueblo y se llevaban a las mujeres así­ nomás
A la orilla del camino de los árboles colgaban los cadáveres para sembrar el miedo
La abuela cuenta su historia…

La abuela contaba el mundo que habí­a vivido y padecido. Era 1915. El general Victoriano Huerta habí­a asesinado al presidente Francisco Madero. Y luego, Venustiano Carranza se levantó.

Luis Velázquez

En Veracruz, lo siguió su yerno, Cándido Aguilar. Y también Miguel Alemán González, el abuelo de Miguel Alemán Velasco.

En aquel año, Veracruz fue sede del poder constitucionalista. Carranza se refugió en el edificio que ahora lleva su nombre en el puerto jarocho.

Cada tarde salí­a a trotar en su caballo en Playa Norte, siempre acompañado de su secretario particular, a quien mientras observaba el mar, la bahí­a, el Golfo de México, le dictó, primero, la ley agraria, y luego, la primera ley de imprenta que todaví­a hoy sigue vigente, intocable.

Pero en los alrededores de Veracruz, los carrancistas hací­an de las suyas.

Cuenta la abuela: Llegaban en tropel al rancho, Cantarranas, en el municipio de Paso de Ovejas. Eran un montón. Cien. Doscientos. Sabrá Dios. Iba al frente un tal general Mange.

Y cuando a lo lejos oí­amos el trotar de los caballos, todas las señoras, madres de familia, corrí­amos a esconder a las hijas, chamacas apenas saliendo del cascarón y señoritas, porque los carrancistas se las llevaban, así­ nomás, sin pedir permiso, como en un levantón.

Y ay si un padre de familia protestaba. Antes que recibir una respuesta, le daban un tiro. Y hasta el tiro de gracia. Y se carcajeaban. Y se iban. Y la chica nunca, jamás, volví­a al rancho. En el revoltijo revolucionario se perdí­a.

En el rancho cada familia tení­a un cuartito en su parcela, con una camita y una estufa, y hacia allá corrí­amos para esconder a las hijas.

Pero como siempre, en todos lados hay un traidor, un Judas, la misma gente del rancho se prestaba para llevar a los carrancistas al escondrijo.

Viví­amos a salto de mata en aquellos tiempos. Mi padre tení­a que dar el diezmo a los carrancistas. Dinero en efectivo. Armas. Alimentos. Ropa.

Y así­, cada vez que pasaban, todas las familias eran despojadas y quedaban sin un centavo.

A nadie perdonaban. Incluso, en el rancho nos declaramos carrancistas, pero ni así­. Todos creí­an que estábamos con “El chacal”, cuando, oh Dios, éramos maderistas.

Yo perdí­ a dos hijas. Los carrancistas se las llevaron. Nunca supe su destino final. Jamás volvieron al rancho. Y por más que nos hincamos al general Mange para que nos ayudara a localizarlas, y hasta le regalamos las escrituras del rancho, nunca hubo respuesta.

Es más, un sábado en la noche, en un baile popular en el rancho, por el alto consumo de aguardiente, hubo un pleito y mataron a uno de mis hijos. El más joven. A puro machetazo.

Todaví­a le dio tiempo de treparse a su caballo y caminar a la casa. Llegó doblado, muerto, sangrando, con los ojos desorbitados.

Y por más justicia que pedimos, tampoco supimos el nombre del asesino.

Todo (el secuestro de muchachas, el derecho de pernada, el asesinato de los hijos, el robo de los bienes) quedaba en la impunidad.

CADíVERES COLGANDO DE UN íRBOL EN EL CAMINO

Las mujeres í­bamos al rí­o a lavar la ropa, porque el rancho estaba sin agua.

Y en el camino nos topábamos con cadáveres colgando de los árboles a la orilla del camino. A veces, los identificábamos. Un compa del pueblo. Pero las más, se trataba de paisanos de otros ranchos. Los levantaban en otro pueblito, los ejecutaban y los colgaban en otro.

Así­, los carrancistas sembraban el miedo y el terror para que el jefe máximo de la revolución siguiera gobernando.

Y, bueno, las cosas eran peores porque del otro lado estaban los soldados del general Victoriano Huerta, aquel que se tomaba una botella de whisky cada dí­a y de tal manera gobernaba, y por tanto, ya podrán imaginarse su feloní­a.

Pero en Cantarranas, los carrancistas dejaron una huella imborrable de horror.


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