Peluquero con Parkinson
•Especie de maldición
•Un hombre derrotado
ESCALERAS: Muchos años después, el peluquero del barrio lloraba. Y lloraba de pronto cuando experto en el manejo de la tijera y la navaja para rasurar el pelo, el bigote y la barba, el mal de Parkinson le sobrevino.
Su único ingreso, y a comisión (el 60 por ciento para la dueña de la peluquería, herencia familiar, y el resto para los empleados), estaba sujeto al salario precario y las propinas.
Luis Velázquez
Y con tres hijos y una esposa, el Parkinson se convirtió en una especie de maldición.
PASAMANOS: Siguió en la chamba, pero escaso, poco, limitado tiempo. Fue retirado del servicio luego de que hirió a un cliente en la barbilla. Y como el pulso le fallaba, también picoteó en la cabeza a otros.
El Parkinson, como la peor enfermedad de su vida, de igual manera, digamos, como para un playboy el mal de la próstata y para un beisbolista la presión arterial alta.
Jubilado en el Seguro Social, su pensión llegaba a tres mil pesos mensuales. Nada, con un trío de hijos creciendo soñando con la universidad.
CORREDORES: Un hijo, el mayor, se metió de peluquero, pero terminó de migrante sin papeles en Estados Unidos. La hija solo cursó la secundaria y a emplearse como trabajadora doméstica con la familia de un cliente.
Los dos hijos mayores fueron solidarios y están pagando la universidad del hijo menor. Y lo que cae de la pensión, apenas para comer una quincena.
El Parkinson le llegó a los sesenta años de edad. Los días más ríspidos los vivió sentado en un rincón de la peluquería esperando que algún cliente fiel lo buscara. Pero como la fama del mal trascendió pronto y rápido, los ahuyentaba.
La dueña y gerente general le pidió su retiro. Tu jubilación está lista, le dijo, quizá, solidaria.
BALCONES: Como peluquero era un hombre que nunca, jamás, hablaba ni formaba plática, a menos que el cliente la iniciara. Callado, se esmeraba en cada corte de pelo como obra máxima de creación artística.
Las tijeras y la navaja las tenía bien afiladitas, el pulso firme, y cuando la enfermedad fue ganando espacio y vigencia en sus días y noches, la tristeza lo avasalló y se volvió más callado, por más que la hija intentaba alegrar sus horas.
PASILLOS: Se llamaba Aurelio. Y a sus colegas entristecía que todas las mañanas, como en los últimos treinta años llegara a la peluquería puntual, bien bañadito y mejor rasurado, para esperar a los clientes, y ahora, ni modo, la jubilación forzada.
Era un hombre de baja estatura, chaparrito, con una guayabera de manga corta que usaba y parecía bata para dormir. Flaco, más o menos como Agustín Lara, las arrugas se amontonaban en la frente, la cara, el cuello y las manos que parecían aletear con el Parkinson como un caballo desbocado, sin freno, en el carril, y que siempre lo avergonzaba como si la enfermedad fuera el peor mal del mundo.
VENTANAS: Todo en Aurelio estaba apachurrado. Con las pilas bajas, el estado de ánimo era deplorable. Más que la tristeza, la depresión germinando en tierra fértil. Y la verdad daba mucha tristeza mirarlo, porque hasta su mirada estaba llena de dolor, sin brillo ni resplandor, sin fuego ni alegría.
Era la suya la imagen de un hombre derrotado y aniquilado porque sus manos eran el instrumento de trabajo y eficacia y sus manos estaban de hecho muertas, sin vida. Fue cuando comenzó a pensar en el suicidio…
Su esquela la vimos en el periódico a nombre de la Unión de Peluqueros dando el pésame a la familia.