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Miércoles 07 agosto, 2019

Otro mundo pedagógico

•Paciencia con los niños
•La escuelita del pueblo

UNO. Otro mundo pedagógico

En la escuela primaria del pueblo, los maestros viví­an convencidos de su realidad. “La letra con sangre entra”, decí­an.
Por ejemplo, la deficiencia de un alumno era castigada así­: ordenaban al niño ponerse de pie y extender las manos y a reglazos en las yemas de

Luis Velázquez

los dedos solucionaban el problema.
Pero en las tardes, una maestra empí­rica, hija de la experiencia cotidiana, quien nunca impartió clases en el sistema educativo sino tení­a su escuelita con clases particulares, enseñaba lo contrario.
“La letra entra” con paciencia, prudencia y mucho, muchí­simo cariño y amor por los niños.
Las puertas de su escuelita privada (la sala de su casa, el comedor y una recámara habilitadas como salones de clases) se abrí­an a las 4 de la tarde y cerraban a las 8 de la noche.
4 horas de clase donde los niños con problemas en el conocimiento eran actualizados y en las tardes pulí­an y volví­an a pulir sus clases de la mañana en la escuela oficial.
La maestra se llamaba íngela. Angelita le decí­an los niños y los padres. Era una señorita soltera, quedada, alta, altí­sima como una garrocha, delgada, con ojos azules, piel blanca y una sonrisa tierna y cariñosa.
A partir de la sonrisa de la profe los niños descubrí­an otro mundo pedagógico.

DOS. La vida en bandeja de plata

Tení­a una auxiliar. Se llamaba Carlota. Carlotita le decí­an. Era la otra versión de Angelita. De baja estatura, MORENA, morenita, a quien le costaba mucho trabajo sonreí­r, pero siempre afable con los niños.
Entre las dos impartí­an clases desde el primero hasta el sexto año de primaria.
Las dos, solteras, y quienes en el camino de la vida se habí­an encontrado y decidido vivir juntas cuando pusieron su escuela.
En las noches, a las 20 horas con diez minutos, ya estaban en la iglesia para rezar el rosario, platicar con las señoras de la Vela Perpetua, tomar café en la casa de algunas de ellas, y a las diez de la noche, a casa, para descansar.
Mucho se prestigió la escuela de Angelita. Los padres de familia con niños sin problemas de aprendizaje también eran inscritos, pues pulí­an el terreno pulido y además, estudiaban un capí­tulo adelante del profesor y la vida caminaba en bandeja de plata.

TRES. El fin de un sueño

“Pueblo chico, infierno grande”, la envidia se emponzoñó en algunas maestras de la escuela oficial.
Y comenzó la intriga y la cizaña en la secretarí­a de Educación para cerrar la escuela.
Las quisquillosas fracasaron en el intento. Los padres avalaron la escuela de Angelita. Ellos demostraron a los inspectores de la SEV la decisión personal y familiar de cada uno para anotar a sus hijos en aquellos turnos vespertinos.
Las habladurí­as sirvieron, no obstante, para evidenciar las malas prácticas de los profesores con los alumnos de enseñar con la premisa universal de “la letra con sangre entra”.
Y muchos maestros estuvieron en la antesala del despido, incluso, hasta el subdirector de la escuela primaria quien solí­a agarrar del chongo a los alumnos del quinto año y los zangoloteaba y luego los lanzaba como quien tira piedras a un rí­o en contra del pizarrón para estrellarse.
Hubo padres proponiendo a la profe Angelita como directora de la escuela oficial, pero ella siempre se negó. Hija de la vida, sabí­a y estaba consciente de sus limitaciones pedagógicas.
La excepcional y fascinante escuela aquella terminó cuando Carlotita enfermó del Alzheimer y Angelita estaba en la antesala del daño cerebral.


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