Gaby no murió; la asesinaron
•La mató su expareja, que creía tener derecho sobre ella
•La mató la indiferencia de los funcionarios que debieron llevar el caso
•La mató un hospital irresponsable que nunca la atendió como debía
Ana Alicia Osorio/Testigo Púrpura
Gaby no murió. A Gaby la asesinaron. La asesinó su expareja, que creía tener derecho sobre ella. La asesinó la indiferencia de los funcionarios que debieron llevar su caso. La asesinó un hospital irresponsable que no la atendió como debía. La asesinaron todos los que no hicieron lo posible para evitar su muerte.
Ella no sabía sus derechos, ni de leyes. En la cama que la dejó el golpe en la cervical que le dio el boxeador con el que vivía, poco preguntaba. Sin presión, la Fiscalía General del Estado demoró tres meses en presentar el caso ante un juez para pedir que se detuviera a quien la había dejado así y los protocolos nunca los cumplió. Aun casi ocho meses después y con Gaby muerta, no hay culpable detenido.
Pasó seis meses de dolor, sin poder mover más que una mano, con úlceras formándose en las piernas y la cadera que dejaban ver hasta el hueso. Un día no supo más. Murió sin ver a su agresor detenido, murió sin tener justicia a pesar de que fue la esperanza que la alentó a denunciar, aunque fuera tarde.
Cuando recibí el mensaje de su vecina, la única persona que la cuidaba, diciéndome que Gaby había muerto pensé como todo lo que podría haber sido distinto, todo cuanto hubiera cambiado si a ella hubieran dicho sus derechos, si hubiera denunciado la violencia familiar cuando empezó, si hubiera confiado en que no habría impunidad, si los vecinos hubieran llamado a la Fiscalía antes, si las autoridades hubieran actuado. Si hubiera escuchado de las leyes y se hubieran cumplido.
El día que conocí a Gaby en la cama del hospital, con un collarín rígido y sin poder moverse, me dejó muy en claro: nunca antes denunció la violencia que vivía porque no creía en la justicia.
Para ese día, ella ya había estado tres meses en la cama y se notaba cansada pero esperanzada que por fin podría rehacer su vida sin su agresor. Alguien le había donado la placa de más de 40 mil pesos que necesitaba y que le impedía avanzar su tratamiento.
Hasta ese momento sus vecinas no habían tenido el valor de decirle la verdad de su situación médica. Nadie le había informado que la violencia familiar que vivió la había destinado a la cama lo que restaba de su vida pues no podría volver a caminar.
De su ex pareja habló poco, vivía con él en una casa de un fraccionamiento que habían tomado prestada y la violencia se fue presentado poco a poco.
Las escalas de violencia psicológica, económica y física fueron avanzando. Nunca creyó llegar hasta el final: violencia feminicida.
Ella lavaba ajeno y hacía de jardinería, albañilería, o lo que pudiera. Cualquier trabajo que le dieran sus vecinos o las personas del fraccionamiento podía tomarlo sin reparar y ahorrar ese dinero. La idea era poder tener dinero para buscar una casa y alejarse de la persona que la dañaba.
Nada sabía de la Ley General de Acceso a Una Vida Libre de Violencia, ni la obligación del estado de darle albergue en esos casos. Nada sabía de las medidas de protección que podía pedir según la ley local.
Cansada de la violencia familiar, penada en el Código Penal de Veracruz y sin dinero aun para irse lejos, decidió enfrentarla de la única manera que sabía: esquivando golpes y regresándolos.
La estrategia falló.
La violencia lejos de cesar aumentó. Hasta aquel día de abril en que un golpe fracturó la cervix y provocó gritos de Gaby que hicieron que sus vecinos la ayudaran llamando a la Cruz Roja.
Los meses siguientes fueron largos para ella y su vecina, a quien le tocó ver como la mujer de 42 años se iba debilitando.
Meses de espera. Una operación. Llagas en las piernas. Lucha para exigir que siguiera hospitalizada. Una Fiscalía que tomó una breve declaración sin continuar con las investigaciones. Pedir donaciones. Un hospital que la dio de alta con todo e infecciones. Un albergue de la sociedad civil donde no tenían recursos para atenderla. Regreso al hospital. Una Fiscalía que no se volvió a aparecer. Tres institutos de la Mujer (estatal y municipal de Veracruz y
Boca del Río) que solo hicieron donaciones de medicamentos insuficientes para los gastos que tenía. Más llagas. Muerte.
¿Y quien fue Gaby?
“Luchadora” la describe Grace, su vecina que la acompañó durante la agonía en que se convirtieron los últimos meses que vivió.
Cuando yo la conocí, a pesar del dolor y la adversidad se mantenía fuerte. Quería recuperar su vida, una vida sin violencia.
Se reía un poco y hablaba de la comida del hospital. Deseaba comida casera, como muchos que pasan largos periodos internados.
No habló de su hijo. Dijo estar sola. Su hijo a quien tuvieron que traer de Toluca, para recoger el cuerpo, pero quien sin saber de violencia de género, como muchas personas ante estos casos , culpaba a Gaby de la violencia que vivió. A Gaby y no a su agresor.
Grace cuenta uno de los días que vieron más feliz a Gaby, antes de abril, cuando le compraron ropa nueva, la maquillaron y peinaron pues “nunca se había visto así”.
Ella no pensó ser del 14 por ciento de las mujeres que reporta el Instituto Nacional de Mujeres que sufre violencia física de su pareja. Menos aún del 80 por ciento que no la denunciaba.
Gaby descansa en el Panteón Jardín. Sus vecinos le hicieron servicios funerarios católicos y le pusieron una cruz.
Quien le provocó la muerte sigue libre. La Fiscalía General del Estado, tiene una orden de aprehensión que aun no ejecuta, todavía no hay nadie detenido aunque está identificado y hasta hace unos meses aun visitaba la casa donde vivió con Gaby.
La Fiscalía debe buscar al agresor de Gaby (y de todas las otras mujeres que han sido asesinadas por ser mujeres), pues en el estado se declaró una Alerta de Violencia de Género con la que se pide acabar con la impunidad y que los culpables sean llevados ante juez para que paguen su condena por los feminicidios.