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8 Columnas
Viernes 14 noviembre, 2025

¡Aguas con el agua!


Francisco Ortiz Pinchetti/Tomado de Sin Embargo

La Ciudad de México ha recibido una inyección de vida que ahuyenta, por ahora, la pesadilla del "Día Cero", cuando se colapsa totalmente el suministro de agua a una localidad. Esta buena noticia es resultado directo de una temporada de lluvias inusualmente intensa:

el Sistema Cutzamala ha tocado un nivel pletórico en sus presas, cercano al 97.40 por ciento de llenado en este cierre de 2025.

Este caudal disipa la histeria de la sequía y, según las proyecciones oficiales, debería asegurar el abasto metropolitano por hasta dos años. Un respiro profundo y necesario, cortesía de la naturaleza. Vale.

Sin embargo, aquí viene el golpe de realidad, la mala noticia es la que la clase política de la capital, tan experta en celebrar lo obvio, prefiere ignorar, omitir, desvirtuar. Este “milagro hídrico” es, en el fondo, una ilusión peligrosa, una cortina de humo que oculta la verdadera y vergonzosa crisis que define a nuestra urbe: la de la indolencia crónica y la negligencia gubernamental.

El drama inminente es que ese nivel histórico registrado en las presas del Cutzamala se ha empezado ya a gastar. O mejor dicho, a malgastar. Estamos ya de hecho en el umbral de la temporada de estiaje (de fines de noviembre a principios de mayo) y de aquí en adelante habrá constante consumo, pero prácticamente ninguna recuperación.

Seamos claros. El problema del agua en el Valle de México no se ha resuelto. Simplemente se ha aplazado. La escasez no se ha esfumado; es cíclica y volverá, implacable. No por el capricho del clima, sino por la impericia en la gestión de lo que ya tenemos y por la falta de inversión en la infraestructura local.

La verdad incómoda es que celebramos haber llenado la reserva mientras la red de distribución de la propia capital está rota. Así de simple y así de grave. La cifra que desnuda esta calamidad es una vergüenza técnica y moral. El Cutzamala, una gran obra de ingeniería muy costosa de operar, bombea agua hasta cientos de metros de altura para que, una vez dentro del Valle, ¡se pierda!

Según los expertos de la UNAM y datos del Sistema de Aguas del Valle de México ACMEX, (hoy Secretaría de Gestión Integral del Agua, SEGIAGUA) entre el 35 y el 50 por ciento del agua potable que se inyecta a la red de distribución de la capital se pierde en fugas y derrames. La media más aceptada ronda el espeluznante 40 por ciento. Para medirlo más claramente: cuatro de cada 10 litros de agua que llegan a la cuenca se tiran a la atarjea.

El problema, sin embargo, no es sólo la fuga de lo que traemos de fuera. La tragedia mayor, la que condena el futuro de esta urbe, reside bajo nuestros pies. El Cutzamala sólo aporta una fracción del abasto, acaso un 20 por ciento; mientras el 75 por ciento del agua de la metrópoli se extrae de un acuífero sobreexplotado, que estamos matando lentamente… o no tan lentamente.

Operamos con una lógica suicida. Sacamos el agua subterránea a través de cerca de mil pozos en la ciudad, a una velocidad que triplica o cuadruplica su recarga natural.

Esta sobreexplotación no sólo agota el recurso vital, sino que provoca el hundimiento acelerado del subsuelo —hasta 30 centímetros al año en algunas zonas—, lo que a su vez fractura y desnivela la ya vieja red de tuberías, convirtiendo cada pozo en una sentencia de muerte para el acuífero y cada hundimiento en una nueva fuente de fugas.

La falta de un programa masivo de captación pluvial para recargar los mantos, --del que las autoridades nos hablan a cada rato, sin implementarlo nunca-- y la nula inversión en saneamiento convierten esta negligencia en un crimen patrimonial.

Esa pérdida del 40 por ciento no es un accidente. Es la consecuencia directa de una deuda histórica de infraestructura de la Ciudad de México. La red de tuberías, con más de medio siglo en operación, se deshace por antigüedad, corrosión y el constante movimiento sísmico. Y no hay un plan integral de sustitución de tuberías.

Allá abajo hay una telaraña rota que ningún gobierno local ha tenido la voluntad política de renovar, condenando a la periferia a la inequidad, pues las fugas amplifican la injusticia social. El ciudadano más vulnerable termina dependiendo de las pipas, pagando sobreprecios mientras el líquido se desperdicia.

Además, este escenario de inacción es una omisión constitucional que nos afecta directamente. Desde 2012, el Derecho Humano al Agua está reconocido en la Constitución mexicana, obligando al Congreso Federal a expedir una Ley General de Aguas (LGA) que reemplace la obsoleta Ley de Aguas Nacionales (LAN) de 1992. Es la LAN, largamente criticada, la que ha facilitado por décadas un modelo de concesiones que prioriza los usos empresariales sobre el consumo doméstico, legalizando un acaparamiento que se siente con más fuerza en la capital.

Si bien recientemente (a fines de 2025) se han presentado iniciativas para expedir la nueva LGA —buscando fortalecer la rectoría estatal y ordenar las concesiones—, la dilación en saldar esta deuda legal de más de una década demuestra que, para la clase política, garantizar el derecho al agua sigue siendo un tema de presupuesto aplazable y no una prioridad de vida que libere a la ciudad de un marco legal perverso.

La lluvia de 2025 nos dio un respiro, un regalo inesperado; pero si la clase política insiste en ignorar e invertir con mezquindad para sellar ese colosal 40 por ciento de desperdicio y detener la extracción suicida, la próxima sequía nos encontrará exactamente donde nos dejó la anterior.

La escasez cíclica no es un destino inevitable, es la consecuencia predecible de la inacción y de la incompetencia para gestionar nuestra propia y costosa abundancia. ¡Aguas!: dejemos de celebrar el llenado de las presas y empecemos a tapar el agujero por donde se nos va el futuro. Válgame.

DE LA LIBRE-TA

PROPAGANDA INFAME. La frase “combatir las causas” con referencia a la estrategia del gobierno contra la inseguridad y la violencia que devora al país se volvió ya un eslogan publicitario, absolutamente demagógico. Suena bien, claro; pero suponer que la pobreza es la causa de la delincuencia es no sólo un error estúpido, sino un agravio contra los más desfavorecidos de este país. Los populistas han vuelto al pobre sinónimo de delincuente. No se vale.


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