¿Primero los pobres? ¿Y los campesinos?
                    	
Francisco Ortiz Pinchetti/Tomado de Sin Embargo
Al retroceso económico y educativo, la farsa de la erradicación de la corrupción, el deterioro democrático, la destrucción del Poder Judicial y el desastre en el sistema de salud, se suma la llamada crisis del maíz, que no es otra cosa que la evidencia...                        
                    
                    
                                    
                    	
                    	de un naufragio también, particularmente doloroso, en materia de desarrollo agropecuario… y justicia social.
El caos desatado por los bloqueos carreteros en Michoacán, Jalisco y Guanajuato no fue un simple estallido de inconformidad; fue la evidencia irrefutable de un fracaso estructural de la política agropecuaria implementada por los gobiernos de la autollamada Cuarta Transformación (4T). 
La crisis del maíz —la planta que fue el emblema de la soberanía alimentaria y la bandera ideológica del expresidente— ha exhibido la contradicción más lacerante del obradorismo: el populismo y la necedad ideológica han sustituido al desarrollo económico, convirtiendo la promesa de justicia social en una simple fachada. En un engaño.
El costo de esta gestión miope se mide en la parálisis de la vida nacional. Miles de ciudadanos, completamente ajenos al conflicto, quedaron varados en las carreteras por más de 12, 18, 24 horas, sin acceso a servicios básicos, alimentos ni agua, con la consiguiente pérdida de millones y millones de pesos cada hora. Este colapso social es la factura que el país está pagando por la insistencia en aplicar una visión que prioriza el control político electorero y el ahorro presupuestal, sobre la viabilidad económica del campo. Se castigó al productor para no dañar las cuentas de la federación. Esa es la verdad.
La dimensión de este descontento ha escalado considerablemente. Miles de agricultores y ganaderos de al menos 20 estados de la República salieron a las calles y carreteras del país el lunes pasado para protestar contra los bajos precios, una crisis que se ha agravado de forma exponencial por el aumento de los costes de producción. 
Los datos difundidos por el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GMCA) son la prueba de la insostenibilidad: el costo de producir ha crecido cerca del 50 por ciento en los últimos cinco años, mientras que los precios de granos como el maíz —esencial en la dieta mexicana— han caído entre el 30 y el 50 por ciento desde los máximos de 2022. La balanza económica del campo simplemente no cuadra.
El momento definitorio de esta crisis fue la reciente negociación en Segob. Los productores se vieron obligados a aceptar un aumento parcial en el apoyo complementario bajo protesta y ante el apremio inminente de la cosecha en puerta. La urgencia de la liquidez —necesaria para cubrir créditos y evitar la quiebra— fue utilizada por el Estado como una herramienta de coerción. El gobierno impuso un precio que garantiza la continuidad, pero niega la prosperidad.
El precio final que el productor recibirá, que oscila entre seis mil 150 y seis mil 500 pesos por tonelada —tras incluir la exigua aportación complementaria de la Federación y los estados—, se mantiene sensiblemente por debajo de los siete mil 200 pesos que el campo exige para una rentabilidad mínima. Esta diferencia no es un margen de ganancia reducido; es la condena a la descapitalización y la garantía de que el agricultor no podrá invertir ni asegurar su patrimonio.
El fracaso de la 4T reside en haber cimentado una política económica rural centrada en el asistencialismo masivo, sello distintivo del populismo de López Obrador, mientras se desmantelaron los pocos instrumentos de apoyo a la comercialización que existían.
Los programas sociales, como Producción para el Bienestar, que canalizan cuantiosos recursos, se han convertido en un mecanismo de control clientelar y estancamiento económico. No son esquemas de inversión estratégica que eleven el rendimiento por hectárea, sino una costosa dádiva que se limita a congelar la pobreza a niveles de subsistencia. 
Se evade la responsabilidad de generar desarrollo económico genuino y se sustituye por la distribución de recursos con fines electorales. Al productor se le da una beca, pero se le niega el precio justo de su trabajo; se le garantiza la permanencia en el campo, pero se le niega la oportunidad de prosperar. Esta incapacidad para el desarrollo económico es el mayor lastre de la administración.
Mientras se usa la dádiva para cooptar al pequeño productor, se estrangula al productor de volumen esencial para la soberanía. El gobierno se niega sistemáticamente a ser el comprador de última instancia a un precio rentable, transfiriendo el poder de fijación de precios a los grandes corporativos. 
Y lo peor: la consigna de "Primero los pobres", emblemática del obradorismo, se invierte para proteger la estabilidad de los márgenes de ganancia de la agroindustria. Las empresas harineras y los grandes acopiadores (la agroindustria) son los principales beneficiarios de que el precio se mantenga deprimido. Sabiendo que el productor está acorralado por la cosecha, obtienen su materia prima a precios de saldo. 
En esta forma, la política se transforma en un subsidio indirecto a la iniciativa privada, utilizando el dinero público para mantener la oferta productiva mientras se blinda el margen de ganancia corporativo. ¿Ese es el gobierno “de izquierda”?
A la ruina económica se añade la regresión ideológica. La necedad del gobierno contra el maíz genéticamente modificado (GM), que ha sido su bandera más firme, es una política económicamente autodestructiva. Al vetar el acceso a tecnologías que garantizan mayor rendimiento y resistencia, se obliga al productor mexicano a competir con una mano atada a la espalda contra el maíz importado, que es de bajo costo y utiliza la más alta tecnología.
El resultado es inapelable: México, cuna del maíz, mantiene su estatus vergonzoso como el mayor importador mundial. El volumen de importaciones de maíz ha crecido cerca del 31 por ciento en toneladas métricas desde 2019 y se consolida en récords anuales que superan ya las 22 millones de toneladas. La retórica de la soberanía alimentaria y la bandera del maíz se han pulverizado por la dependencia comercial, una dependencia que el populismo obradorista ha hecho más honda e inamovible.
Este problema evidentemente no terminó con el sexenio anterior. La crisis del campo mexicano es hoy una bomba de tiempo con temporizador político. La incapacidad de la 4T para crear instrumentos de mercado duraderos —más allá del asistencialismo— significa que el abandono del sector fue la herencia más pesada que recibió la actual administración. 
La Presidenta Sheinbaum Pardo heredó un campo en ebullición, con productores radicalizados y una agroindustria acostumbrada a comprar barato a costa del erario. Según especialistas, si su gobierno busca la paz social y la autosuficiencia, tendrá que desmantelar la arquitectura fallida de los últimos seis años y demostrar que la continuidad no es una réplica de los errores.
En conclusión, la crisis del maíz es el epitafio de una política que prometió transformar al campo, pero que sólo logró su subordinación. El acuerdo de esta semana fue una pausa forzada, y la aceptación bajo protesta fue la confirmación de que la justicia social que pregonaban es una distancia insalvable entre el discurso y la realidad del campesino mexicano. La Cuarta Transformación también vendió una narrativa de rescate, pero en el campo, lo que entregó fue estancamiento, coerción y mayor dependencia. Válgame.                       
                                            
 
                        
            
