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8 Columnas
Viernes 19 septiembre, 2025

Dos sismos


Francisco Ortiz Pinchetti/Tomado de Sin Embargo

En dos ocasiones –para bien y para mal— la vida me ha negado la experiencia de padecer un movimiento telúrico de gran intensidad en mi ciudad. Condiciones un tanto fortuitas me hicieron estar ausente mientras millones de mexicanos enfrentaban la tragedia.

La primera vez fue justo este viernes hace 40 años, el 19 de septiembre de 1985. La segunda, el 19 de septiembre de 2017, hace apenas ocho años.

En el 85 había viajado a Monterrey como enviado del semanario Proceso para hacer una crónica sobre el otorgamiento del doctorado Honoris Causa por parte de la Universidad Autónoma de Nuevo León –aunque usted no lo crea-- a Alfonso Martínez Domínguez, “don Halconso”. Sí, el exregente capitalino responsable junto con el Presidente Luis Echeverría Álvarez de la masacre del 10 de junio de 1971, que acababa de dejar la gubernatura neolonesa.

De ese modo me salvé de sentir el horror de un terremoto de 8.1 grados Richter, a cambio de muchas horas de angustia ante la incomunicación total que me impedía tener noticias de mi familia. Recuerdo todavía con sobresalto las escenas matutinas, sin audio, que transmitía la televisión, en las que veíamos una ciudad devastada, como bombardeada, como incendiada, pero sin saber lo que realmente ocurría en el entonces Distrito Federal. Gracias a la hospitalidad solidaria --que siempre agradeceré--, de Ramón Alberto Garza, entonces flamante director editorial de El Norte, logramos finalmente desde su oficina en la capital regiomontana tener ambos alguna información inicial, y yo la posibilidad de comunicarme a la Ciudad de México.

De alguna manera logré treparme en un avión y regresar a mi ciudad esa misma tarde-noche para constatar la destrucción física y el horror anímico de sus habitantes. Y el viernes 20, en nuestras oficinas de Fresas 13, en la colonia Del Valle, compartí con mis compañeros el pánico de la réplica de 7.6 grados.

Tras incorporarme de inmediato a la redacción, tres episodios notables de aquella pesadilla que cumple cuatro décadas me tocaron vivir como reportero de Proceso. El primero, las labores nocturnas de rescate en un enorme edificio de departamentos de la calle Niños Héroes, en la colonia Doctores. Potentes reflectores iluminaban el montón de escombros en los que como hormigas, entre una nube de polvo, decenas de voluntarios se afanaban en localizar y salvar sobrevivientes.

No olvido el estruendo de las compresoras ni el rostro cenizo, cansado y angustiado de los rescatistas. Tampoco sus gritos desesperados. Recuerdo una escena en particular: la llegada de un convoy de vehículos en el que venía, rodeado por todo un aparato logístico del Estado Mayor Presidencial, el Presidente Miguel de la Madrid Hurtado. Vestido con una chamarra caqui, desencajado, el mandatario intentaba primero informarse y luego dar instrucciones para agilizar los trabajos. Era patético, porque nadie, ni los propios soldados, bomberos o policías que ahí estaban, le hacían caso. No lo pelaban, sin más, a pesar de sus ademanes. La gente se afanaba sin mirarlo en el retiro de mano a mano de piedras y trozos de concreto.

Mi segunda cobertura inolvidable de aquellos días trágicos fue la de un entierro colectivo en el panteón civil de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, al Oriente de la capital. Abiertos a pico y pala, una tras otra, más de cincuenta fosas formaban una tétrica hilera en espera de los cadáveres de otras tantas personas fallecidas y no identificadas. Tras una espera que pareció interminable, al anochecer, los cuerpos de los desconocidos fueron llevados hasta ahí en camiones de redilas y literalmente arrojados como fardos, uno tras otro, en cada una de las zanjas abiertas en el piso calizo, gris. Una escena absolutamente sobrecogedora, que me causó a la vez que compasión enorme, una rabia –inútil, por supuesto— ante la manera de tratar a esos cadáveres. Tal vez no había otra forma, pienso ahora.

Finalmente, y con especial emoción, recuerdo mi recorrido de varios días y noches junto con el fotógrafo Juan Miranda, unas semanas después de los sismos, por las devastadas calles de la colonia Roma. Inolvidable el impacto que me causaron las numerosas construcciones que yo recordaba en aquel barrio entrañable y que estaban abatidas. Inolvidable la desolación que se percibía en una zona donde según cifras oficiales se colapsaron 472 construcciones y un millar más quedaron dañadas irremediablemente. Sin embargo, lo que me marcó de manera particular fue un sentimiento de soledad y abandono. En mi reportaje escribí:

“La Roma se quebró. Primero fue el caos; luego la angustia, el horror. Ahora es la soledad. Si a los tepiteños les bastaron dos semanas para recomponer su vida cotidiana; si en Tlatelolco los damnificados permanecen en lucha por sus derechos, en la colonia Roma el signo dominante es el abandono: la gente se fue. Lo sabe Margarita Hernández viuda de Tena, cuya tintorería casi cincuentenaria de la calle de Mérida está atiborrada de ropa que nadie reclama. Lo sabe el encuadernador Francisco G. Ordorica, que durante diez días estuvo ante el mostrador de su negocio, en Puebla y Frontera, sin que llegara un solo cliente. Lo sabe el jesuita Fernando Suárez, vicario de la parroquia de la Sagrada Familia, en Orizaba y Puebla, que ha visto reducida a la mitad la asistencia de fieles a las misas. Lo sabe el tapicero Julio Martínez, que en su local de Córdoba 118, lleno de palos viejos, comenta entre susurros: “Esto va a ser como volver a empezar. La clientela de 30 años se acabó, se fue”.

La única realidad tangible era la desolación. La ausencia. Recuerdo la voz de un anciano que bastón en mano repetía sin cesar: "nunca más la colonia volverá a vivir, nunca más". Estaba sentado en una banca de fierro frente a la estatua de David, en la plaza Río de Janeiro. Durante horas y horas, todos los días, el viejo contemplaba el desastre del barrio que lo cobijó a lo largo de toda su vida. “Nunca más", repetía.

La destrucción física de la colonia aturdía, impactaba, confundía. Prácticamente no había una manzana que estuviera sana, sin algún derrumbe. Desde muchas de sus esquinas –Guanajuato y San Luis Potosí, Orizaba y Zacatecas, Medellín y Puebla, Monterrey y Yucatán– podían verse derrumbes hacia los cuatro puntos cardinales. El ambiente de devastación –subrayado por el polvo blancuzco que lo envolvía todo, que cubría las copas de los árboles, que enturbiaba el aire– se sentía tétrico ante los "jardines" improvisados por el entonces Departamento del Distrito Federal en algunos lotes donde hacía apenas cuatro semanas se levantaban edificios.

Mi segunda no experiencia sísmica, como mencioné, ocurrió el martes 19 de septiembre de 2017, en la fatal coincidencia de esta fecha. Aterrizaba en el aeropuerto de Belgrado unos minutos después de la una de la tarde, justo en el momento en que un terremoto de 7.8 grados sacudía a la capital mexicana y otros estados cercanos como Puebla, México, Morelos y Tlaxcala.

Becky, mi inolvidable compañera y yo, habíamos viajado a la capital de Serbia para visitar a su hermano, el hoy Embajador emérito guanajuatense José Humberto Castro Villalobos, entonces adscrito a la Embajada de México en la antigua Yugoslavia. Por él nos enteramos de lo ocurrido, apenas nos abrazó en el aeropuerto. Y en la televisión de su casa, junto con Mayela su mujer, seguimos en los noticieros internacionales las informaciones sobre lo ocurrido durante los siguientes días. Con telefonía celular ya, me fue fácil y rápida la comunicación con mis familiares, todos sin novedad.

Esa vez, mi regreso a México ocurrió tres semanas después, tras un recorrido por países de la Europa Central. En nuestro periódico y portal Libre en el Sur habíamos podido rescatar --gracias al extraordinario trabajo de Francisco Ortiz Pardo, mi hijo, encargado de nuestro medio informativo--, las escenas de horror y los testimonios en torno al sismo que esta vez afectó de manera especial a varias colonias de la Alcaldía Benito Juárez, como Portales, Narvarte y Del Valle.

También documentó detalladamente, desde su óptica comunitaria y cercana y a través de crónicas y entrevistas, los colapsos y daños en edificios específicos --como el de Zapata 56, en Portales Sur, y el de Escocia y Gabriel Mancera, en Del Valle Sur--, recogió relatos sobrecogedores de vecinos y brigadistas que narraron la angustia, la solidaridad y la auto organización comunitaria, y siguió de cerca las fases posteriores al sismo, incluyendo las complejidades de la reconstrucción y las demandas de los damnificados ante las autoridades.

Con mucha antelación al devastador terremoto, nuestro medio había dado a conocer estudios inéditos, elaborados por científicos especializados de la UNAM, sobre los elevados riesgos sísmicos de la Alcaldía Benito Juárez. En la edición inmediata después del sismo, Libre en el Sur cabeceó en su portada, sobre una foto desgarradora de Cuartoscuro: “¡…y no hicieron caso!”.

Pasados los años de ambas tragedias, siento que algo me ha faltado en la vida; como un hueco, un vacío, una especie de culpa por no haber compartido físicamente con los demás habitantes de nuestra ciudad dos de los episodios más dolorosos de su historia. Válgame.


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