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8 Columnas
Martes 05 agosto, 2025

Cómo conocí a Esperanza Iris


Por Agustín Lara/Revista Siempre! 1956

A veces pienso, sin tener muchas razones para que así sea, que hay una fuerza tras de mí, que fue la que me impulsó a hacer canciones. Esa fuerza, de existir, la recogí de todo México y nació como una especie de rebeldía, ante aquella invasión...

de ritmo que todos sufrimos en la década del 20 al 30, cuando el mundo entero movía la cabeza al compás del “charleston”, como queriendo desalojar de ella todos los recuerdos infaustos, todas las consecuencias terribles y todas las escenas crueles que había dejado la I Guerra Mundial.

Muchas veces se ha dicho por allí, que México no es una nación de ritmos. A diferencia del Caribe, que hace hervir con sus cadencias las caderas del mundo, nosotros somos más dados, estamos más facultados para el canto melancólico, para la confesión sonora, para la queja musical o el reproche bravío, expresado en una canción ranchera. Después del “charleston” cuya fiebre desclavó los entarimados de todos nuestros salones e hizo jadear de frenesí a las damas de nuestras estiradas tertulias, se imponía un regreso a nuestras canciones, llenas de tierras pausas, de acogedores silencios y de lentas recriminaciones.

Fue en ese tiempo cuando surgí a la vida artística. Muchos dicen que mis pobres canciones tuvieron el mérito de contener los jaleos importados del “charleston”. Sea como fuere, para mi eran, aquellos, los tiempos de la sorpresa diaria y una de ellas, muy grata, fue la de conocer a la mujer de moda, a la gran dama del escenario, a la Reina de la Opereta, a Esperanza Iris.

En realidad la conocí personalmente hasta mucho tiempo después de haberla visto en un retrato, que mi tía Refugito conservaba y el cual estaba firmado por María Bonfil. Creo que Esperanza Iris; en alguno de sus matrimonios, estuvo “depositada” –según lo marcaba la Ley-, en el Hospicio de Niños, del cual era Directora mi tía Refu. Tal incidente explicaba la presencia de aquella fotografía.

El correr del tiempo me dio la oportunidad de tratarla, de admirarla y quererla, no sólo como a una gran artista, sino como a una fina mujer.

Eran los tiempos en que yo empezaba a hacer mis primeras armas en la farándula. Algunas de mis canciones habían “pegado” con fuerza, pero aún a pesar de ello, yo atravesaba una difícil situación, derivada de una operación de emergencia la que, por “falta de lana” me fue realizada en el Hospital Juárez, gracias a la bondad del Dr. Rojo de la Vega.

Dagoberto Campos, quien era entonces mi representante, organizó una función de “homenaje” para “arbitrarnos” fondos, y Esperanza, no solamente cedió el teatro que lleva su nombre, sino que se prestó a actuar y a colaborar con entusiasmo y caridad cristiana en aquel acto, mismo que hubo de repetirse tres veces, ya que el cupo de Iris fue insuficiente para dar cabida al público que lo abarrotó totalmente. ¡Dios se lo pague!

Después, y en su mismo Teatro, Esperanza Iris trabajó en una revista mía titulada “Nuestro México”, en la cual debutó Toña la Negra. Recuerdo que la señora Iris hacía un número con Chucho Ojeda –q.e.p.d.–, cantando “Ventanita Colonial” y “Amapolita”, ambas con un éxito de locura.

¡Qué tiempos aquellos! Entonces se hacia teatro, no pornografía. Yo no quiero exaltar las grandes virtudes de Esperanza, porque todos los que la conocen saben que su condición moral es la de un definido altruismo, que si bien la ha llevado al sacrificio, también ha podido situarla como un valor auténtico entre los artistas más grandes que México ha producido.

*Texto publicado el 29 de febrero de 1956 en la revista Siempre! Número 140.


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