El peor oficio del mundo
**Contar historias
**Desde el periodismo
EMBARCADERO: Desde un principio, cuando hacía pininos en el periodismo, el señor R. creyó, sintió, percibió, que era el peor oficio del mundo.
Más, porque conforme fueron trotando los meses y los años confirmó (y en el terreno de los hechos) de que por lo general, los magnates de la industria periodística miran al trabajador de la información como un muerto de hambre.
Y se convencen de que a los diaristas siempre ha de pagarse un sueldo miserable, pues y como afirma el hijo de un magnate, “allá afuera hay muchos reporteros esperando ser contratados y por menor salario”.
Y sin las prestaciones económicas, sociales y médicas establecidas en la Ley Federal del Trabajo.
ROMPEOLAS: El señor R. lo intuyó desde el principio cuando, un ejemplo, una tarde noche, su jefa, la señora A. le ordenó (en ningún momento le solicitó) la acompañara con el chofer a un viaje a Xalapa que para hablar (ella, claro, y solita) con el director de Seguridad Pública.
Entonces, llegaron a Xalapa hacia las seis de la tarde porque la cita era las siete de la noche.
A las 7 P.M. la señora A. fue recibida por el funcionario policiaco.
Y hacia las tres, cuatro de la mañana, la señora A. seguía en el privado con el director de Seguridad Pública, aun cuando, claro, bien pudieron salir por otra puerta y andar por ahí.
ARRECIFES: El caso es que la señora A. regresó con el señor R. y el chofer hacia las cinco de la mañana para volver a la ciudad jarocha.
Y ellos, el señor R. y el chofer, sin cenar y con un hambre atrasada y un frío canijo y sin un suéter, una chamarra, con que protegerse.
Y aun cuando el café de “Los chinos” estaba abierto en el centro de la ciudad ni un cafecito ni una canillita invitó la señora A.
ESCOLLERAS: La señora A. imprimía una revista quincenal. Y era impresa en la ciudad de México.
Y con frecuencia, ella misma viajaba, digamos, para supervisar la edición y a gusto.
Entonces, se llevaba al señor R. para fajarse en el taller desde el inicio hasta cuando la rotativa la editaba.
Digamos, desde las diez de la mañana hasta medianoche.
Y la señora A. se desaparecía. Y le dejaba la carga editorial. Y pesada.
Y lo peor entre lo peor, sin un centavo para comprarse una torta en la comida y otra torta en la noche y un refresco.
A su lado y en el oficio periodístico, el señor R. siempre vivió y padeció hambres atrasadas.
PLAZOLETA: Además, por lo regular le pagaba la quincena a destiempo. Y en abonitos.
Y siempre argumentando bajos ingresos cuando el señor R. miraba los gastos onerosos de ella y sus hijos.
Y ella con chofer. Y los hijos con chofer.
A la primera oportunidad, el señor R. presentó su renuncia y se fue por más ruegos de la señora A. para quedarse.
El señor R. tomó conciencia, entonces, del destino de un reportero. Condenado siempre a tocar puertas de medio en medio. (lv)