Profesores memorables
**Nunca se han olvidado
**“Letra con sangre entra”
UNO. Maestros recordables
Hay profesores que nunca, jamás, se olvidan. Ni se olvidarán. Así se tengan, por ejemplo, más de sesenta, setenta años, de haberse conocido en el salón de clases.
Unas ocasiones por su insólita generosidad para enseñar.
La tolerancia total y absoluta. La paciencia. La prudencia.
Otras, por la inteligencia incandescente y sensibilidad para enseñar los hechos y los temas complicados.
Vaya, por su ternura y dulzura en el trato.
Incluso, por la dureza. ¡Ay, los maestros seguros y convencidos de la práctica pedagógica de que “la letra con sangre entra!
DOS. La profe Angelita
En el tiempo de la escuela primaria en el pueblo, Angelita era una maestra independiente. Nunca impartió clases en la escuela.
Alta y delgada, muy delgada, piel blanca y ojos azules, cabellera cortita y de sonrisa fácil, tolerante, soltera a los 55 (cincuenta y cinco) años impartía clases, digamos, de regularización.
En las tardes. Y en su casa.
Ella capacitaba a los niños con problemas para el aprendizaje.
Y desde el primero hasta el séptimo año de primaria. Y con frecuencia, en la secundaria.
Y los capacitaba tan bien que todos los niños aprobaban el año escolar y hasta con diploma de honor.
TRES. Amable y distante
La auxiliaba una amiga. También de unos cincuenta años. Y soltera.
Se llama Carlota. Y era de piel oscura. Muy oscura. Bajita de estatura. Y seria. Amable y distante. Cordial pero rigurosa.
Todos los padres de familia vivían pendientes de ellas.
Es más, hasta se rolaban para llevarles la despensa. Y cuidarlas y vigilar su casa.
Angelita murió primero. Entonces, el presbítero de la iglesia católica y apostólica se llevó a Carlota a vivir en el curato.
CUATRO. Hermanas canijas
Las profesoras del primero y segundo año de primaria eran dos hermanas.
Las dos, de unos cincuenta años. Las dos, solteras. Las dos, sin experiencias amorosas… hasta donde se sabía. Las dos, vivían juntas. Las dos se tenían entre sí.
Ellas estaban convencidas de que “la letra con sangre entra”.
Cada uno había comprado en una carpintería del pueblo par de reglas de madera de teca. La más dura, aquella utilizada para construir barcos.
Y cuando un niño incumplía con la tarea…
Y/o cuando entregaba la tarea escrita con errores ortográficos…
Y/o ignoraba la respuesta a una pregunta…
Y/o se distraía a la hora de clase platicando con un compañero…
Las dos maestras, cada una en su salón, tomaba la regla y se acercaba al pupitre del menor y le ordenaba con voz de mando: “¡Ponte de pie!”.
Luego: “Extiende las manos con la palma hacia arriba”.
Y en el salón se escuchaba, primero, el reglazo iracundo y furioso.
Luego, los gritos y alaridos del niño.
El par de profes únicamente dejaban los reglazos por la paz cuando las lágrimas escurrían en la cara del niño.
CINCO. “Patas arriba”
Peor, mucho peor un profesor del quinto año de la primaria.
Alto y fornido parecía luchador. Cara dura. Mirada hosca. Más hosca atrás de unos lentes grandes. Más que mirada de búho, el animal sabio, de buitre, el animal carroñero.
Y cuando de acuerdo con su pedagogía un alumno merecía castigo, el maestro se agachaba hasta el suelo y tomaba al menor de los pies y lo levantaba en vilo “patas arriba”.
Y lo zangoloteaba. Y le gritoneaba con ofensas y humillaciones.
Todos le teníamos miedo y terror. Pánico. Por vez primera conocimos “el miedo al miedo” con su sola presencia.
El Ser Superior tenga al par de maestras y al profe… en el infierno.
El único lugar merecido.
Angelita y Carlotita de seguro caminarán en el paraíso celestial acompañadas de ángeles y querubines. (lv)