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8 Columnas
Martes 09 agosto, 2022

A propósito de los mitotes de las corcholatas, recordemos las elecciones de 1952


Gonzalo López Barradas

El 6 de julio de 1952 se llevaron a cabo las elecciones presidenciales para elegir al sucesor de Miguel Alemán. Además del candidato del PRI, Adolfo Ruiz Cortines, las boletas electorales incluyeron...

otras tres opciones: Miguel Henríquez Guzmán, postulado por la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (FPPM), Vicente Lombardo Toledano, candidato del Partido Popular (PP) y Efraín González Luna, del Partido Acción Nacional (PAN).

La candidatura de Ruiz Cortines era postulada también por el Partido Nacionalista Mexicano, en tanto que Henríquez Guzmán contaba con el apoyo de dos organizaciones sin registro oficial: el Partido Constitucionalista Mexicano, integrado por un grupo de viejos constituyentes del 17 y el Partido de la Revolución, cuyo dirigente y fundador, el general revolucionario Cándido Aguilar, renunció a su propia candidatura en mayo de 1952 para unirse en coalición a la de Henríquez. Por su parte, Lombardo Toledano era también candidato del Partido Comunista y del Partido Obrero Campesino Mexicano, ambos sin registro oficial.

La existencia de estas candidaturas confirmaba que México se encontraba ya en una etapa de desarrollo político en la que prevalecían las formas de la democracia sobre los conflictos armados o las disputas violentas por el poder. Tanto para quienes venían de escisiones en la "familia revolucionaria" como para quienes militaban en el PAN y en los partidos de izquierda, la participación político-electoral se conformaba como la vía privilegiada para expresar las inconformidades o las propuestas políticas alternativas, así como ruta de acceso para una eventual participación parlamentaria.

Para el régimen alemanista, la participación de cuatro candidatos presidenciales y las condiciones de aparente tranquilidad en las que se llevaron a cabo la campaña y la elección contribuían a fortalecer la imagen construida a lo largo de seis años de gobierno, en el sentido de que el país arribaba finalmente a la institucionalización democrática, interpretación que por lo demás fue estruendosamente festejada por la prensa nacional e internacional. No obstante, detrás de la fachada se escondían las realidades de la vida política mexicana y, como quedaría más claro en los meses siguientes, al concluir el proceso electoral paradójicamente se cancelaba la incipiente posibilidad de que los conflictos políticos se resolvieran, en efecto, por la vía democrática…


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