Siempre a su lado, siempre incondicional, siempre como soporte para que no se doblara ante la calamidad.

PASAMANOS: Cruzó Veracruz, el peligroso norte atiborrado de Zetas y Golfos, pero luego se adentró en Tamaulipas y ahí fue el rechinar de dientes. Se movían solo durante una parte del día, por lo regular entre las 8 y 12 horas pues es el lapso menos terrorífico, cuando lo malandros duermen.
El resto del día, la pasaban escondidos. A veces en algún mesón, pero las más en cuartuchos y hasta en edificio abandonados. Durmiendo sobre cartones y turnándose para vigilar, hacer guardias nocturnas a fin de evitar que los sorprendieran los maleantes.

COREDORES: Pasaron por San Fernando, Tamaulipas, el infierno en la tierra, allí donde Los Zetas torturaron y asesinaron a 76 (setenta y seis) migrantes centroamericanos. Allí donde también han matado a decenas de lugareños y viajantes mexicanos que son capturados en la carreteras y caminos convertidos en trampas mortales.
A veces lograban pegarse detrás de los convoyes de militares en el camino para por lo menos estar acompañado en los tramos más peligrosos, los que tienen la fama de tragarse a la gente.
En Nuevo Ladero malbarataron el automóvil y cruzaron el río de forma ilegal. Ya en suelo norteamericano, vivieron lo que todos los connacionales: trabajar en lo que se pudiera, vivir de ‘arrimados’ con gente desconocida y con muchos días en los que era necesario esconderse de la “migra”.

BALCONES: Así hasta que encontraron un abogado que de forma altruista tomó su caso y lo llevó a la Corte estadounidense para solicitar el asilo político. Lo obtuvieron. Primero fueron refugiados y luego Barack Obama le concedió la nacionalidad. Ahora él y su esposa son ciudadanos americanos.
En Veracruz, siempre le negaron la ayuda. Incluso, los colegas de oficio y amigos. Hubo días, largos días en los que no comían porque no tenían ni para comprar una bolsa de papas fritas.

PASILLOS: Son las paradojas tan indignantes como dolorosas. Las víctimas de la violencia y sobrevivientes pasan calvarios y hambruna.
Hoy, Ángel X. trabaja para una de las transnacionales más poderosas en el rubro de las computadoras. Allí comenzó desde abajo, a jalar cables, limpiar dispositivos y ‘chalanear’ a los ingenieros. Cinco años después escaló y ahora es jefe de un área y tiene a su cargo una treintena de trabajadores que son los encargados de instalar los servidores de internet en grandes empresas, desde hoteles hasta centros comerciales.

VENTANAS: Habla perfectamente inglés y conoce las jergas de los latinos y de los afroamericanos. Y nunca le han temblado las corvas para llamar la atención a un subalterno de casi dos metros de estatura y mandarlo castigado si incumple con su trabajo, aunque lo mire hacia arriba. El puesto se lo ha ganado y lo ha conservado a golpes de resistencia y aprendizaje.
Es padre de dos niños. El pequeño nació en plena pandemia. Ambos hijos son norteamericanos por nacimiento. El migrante que huyó de la violencia y de la tragedia hoy tiene un patrimonio y un futuro. Estados Unidos le regaló un hogar.
Ángel X. no es un actor famoso. Una celebridad de las redes. Una estrella de televisión. Pero es un jarocho que logró la utopía llamada “sueño americano”.