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Diario de un reportero
Sábado 30 octubre, 2021

Historias de migrantes

Contagiado de SIDA
•Desintegración familiar


DOMINGO
La soledad de un ilegal en E.U.



Pedro, de 30 años, metió sus tres muditas de ropa sencilla y común en un morralito de los que venden los indios de pueblo en pueblo, listo para agarrar camino con sus amigos a Estados Unidos.
Desempleado durante un par de año, llevando el itacate y la torta a casa con el ingresito obtenido en el changarro en la vía pública, casado y con dos hijos, se fue con un trío de amigos, firmes, inalterables, a entrar al país vecino ya por el río Bravo y/o el desierto de Sonora, “a como diera lugar”.
De por medio, el destino económico y social de la familia.
Sorteó las aguas del río Bravo con los amigos. Entraron a EU por Texas. Y consiguieron chamba en tres ranchos a través de paisanos que estaban afincados.
En las primeras quincenas, puntual, puntualito envió el dinerito a casa. Un semestre cumpliendo de manera religiosa con el pendiente.

Luis Velázquez

Incluso, hasta soñando con que los vientos favorables le permitirían construir una casita en el pueblo.
Fue entonces cuando una migrante de América Central se le atravesó y debido a la canija soledad de los fines de semana y los meses vivió la pasión intensa y volcánica con aquella mujer.

LUNES
Contagiado de SIDA

Pedro siguió enviando las remesas a la familia en el pueblo. Y viviendo con plenitud la doble vida con aquella mujer.
Algunos fines de semana, los sábados en la tarde/noche, se iba con el trío de amigos paisanos a un bailongo popular con la raza y, bueno, de vez en vez una que otra aventurilla de una noche con una mujer desconocida.
Y volando como mariposita de bailongo en bailongo y de mujer en mujer, lo contagiaron de SIDA.
Lo supo cuando uno de los tres amigos necesitó le donaran sangre a partir de un accidente automovilístico, tiempo cuando se lo detectaran.
Y aun cuando “lo bailado ya nadie se lo quitaba” estaba infectado. Y el virus caminando aprisa y de prisa en su cuerpo.
Poco a poco fue minando su resistencia física hasta que, de plano, días completos sin levantarse de cama y faltando a la chamba en el campo.
Y que lo despiden. Y lo repatrian. Y que regresa al pueblo con la familia y los hijos con la capa caída y arrastrando la cobija.

MARTES
El infierno de la vida

En el pueblo contó la historia a la esposa. Y a los hijos. Y lo perdonaron.
Incluso, con la familia integraron un frente común y lo llevaron al Hospital Regional de Veracruz para los análisis necesarios y para el tratamiento médico.
Y la batalla comenzó para, digamos, acariciar la esperanza de que pudiera sobrellevarla con medicinas.
Pero, claro, semanas después, la pareja estalló. Fue incapaz de aceptar la realidad avasallante, digamos, la traición, y lo que llamaba el descuido lujuriento.
Y marcó su raya.
Ella consiguió un empleo en el pueblo como secretaria y se aplicaba en la tarea laboral mañana y tarde y regresaba a casa apenas para hacer de cenar y dormir.
Y envió al marido a dormir en otra recámara. Aparte.
Desde entonces, Pedro está reducido a trabajar de panadero y a criar cochinos para vender y hasta proyecta separarse de la familia porque la vida se ha vuelto, y como es natural, un infierno.
Para acabar pronto, hasta los hijos lo rechazan, y únicamente sus padres, de unos sesenta años, lo toleran, digamos, en nombre del amor.

MIÉRCOLES
Desintegración familiar

Salomón es originario de Medellín, Veracruz. Hace 5 años migró a Estados Unidos, y como siempre suele ocurrir, con un grupo de amigos, para acompañarse en el viaje al infierno de aquí a la frontera norte y luego el ingreso al país vecino y después la búsqueda de una chamba que ganando en dólares.
En el pueblo dejó esposa con tres hijos. Dos niñas y un niño, de 8, 9 y 10 años.
En el primer año, el envío del dinerito de manera puntual, puntualita, cada quincena, cuando le pagaban.
De pronto, el silencio total y absoluto. Ningún mensaje por el celular a la esposa ni a los hijos. Ninguna señal a través de los padres.
Un año después, aprox., la esposa y los hijos supieron la noticia. Salomón tenía otra pareja, compañera migrante. Y habían procreado un bebé.
Y Salomón, dichoso, ilusionado con la nueva mujer olvidó a la esposa y a los tres hijos en Medellín.
Desde hace 4 años, la señora es trabajadora doméstica. Y la hija, de 15 años, y un hijo, de 14 años, que ya tienen, dejaron la escuela y trabajan, la chica, en una tiendita en el pueblo, y el chico, de ayudante en una panadería.
De hecho y derecho, la desintegración social como el peligroso riesgo de la vida familiar.

JUEVES
Viacrucis de esposa abandonada

La esposa de Salomón, Laura, cumplió treinta años. Y vive, como dice, para sus tres hijos.
Trabaja de lunes a sábado, de casa en casa, como asistente doméstica.
Sus días inician a las 5 de la mañana para dejar listo el desayuno y la comida para sus hijos.
A las 7 horas está en la chamba pues llega a preparar el desayuno para la familia donde trabaja.
Y labora hasta las 5 de la tarde, luego de cocinar la comida y dar de comer y lavar los platos y dejar, claro, aseadita la casa.
En la tarde/noche llega a casa para preparar la cena y revisar tarea escolar con los hijos.
Les pagan entre 350 y 400 pesos por día.
Y el domingo, en vez de descansar, vende picadas y gordas y tamales y atole en el puestecito en el patio de su casa.
Todo, porque el esposo se fue de migrante a Estados Unidos y allí decidió vivir con otra mujer.

VIERNES
Grito desgarrador en el desierto

Andrés, de 19 años, con apenas la escuela primaria terminada en el rancho, trabajaba de velador en la casa de enfrente.
Entonces, sin esperanza económica y social el destino, se fue de migrante con cuatro amigos del pueblo.
Entraron a Estados Unidos en caravana por el desierto. Y a la mitad del camino, la sed, quizá la anemia y la desnutrición, lo tumbaron. Desfalleció. Ahí quedó tirado desmayado.
Los amigos creyeron que estaba muerto. También se los dijo “el pollero” y decidieron seguir caminando.
De pronto, desde el fondo del corazón y la desesperación, Andrés lanzó un grito aterrador, angustiado y desesperado, en medio del llanto, y que retumbara en el corazón de aquella caravana:
“¡No me dejen! ¡No me dejen!”.
Y todos se detuvieron escuchando el grito desgarrador. Y los 4 amigos dieron marcha atrás y lo levantaron. Y de hecho y derecho, lo arrastraron en el desierto y sus tenis fueron dejando un surco en el camino arenoso.
Llegaron al otro lado. Y allá siguen. Chambeando. Y Andrés envía cada mes un dinerito a su novia, Ruth, una chica de 19 años que labora como trabajadora doméstica en la casa de enfrente.
Andrés le contó la historia de aquel viaje al infierno a través del WhatsApp.


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