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Crónicas
28 febrero, 2021

Los días bellos en el pueblo

Éramos felices en fechas contadas •Por ejemplo, cuando llegaba el circo con leones viejos que sólo esperaban la muerte •Las gitanas adivinaban la suerte leyendo las líneas de las manos

Nadezdha Vergel

En aquel pueblo a orilla del río Jamapa solo éramos felices (felicidad colectiva, claro) en fechas contadas.
Por ejemplo, cada vez que llegaba un viejo circo destartalado con trapecistas, mujeres, demasiado viejas para andar volando en el cielo, y con leones más viejos que olían a viejos y siempre estaban dormidos quizá esperando la muerte, hartos de vivir.
También, cuando llegaban los gitanos, húngaros les llamaban de igual manera.Ellos ofertaban películas mexicanas cada tarde y siempre debajo de un árbol para colocar una lona gigantesca que favoreciera la oscuridad y ver el filme proyectado sobre una sábana blanca y que así nos hacía dichosos.
Éramos felices cuando llegaba la caravana de gitanas y que entre chicas de unos veinte años y señoras de más de cuarenta, llegando a los cincuenta, caminaban el pueblo todas las tardes cuando refrescaba el sol adivinando la suerte, el destino, el futuro,-->

de cada habitante del pueblo pasando sus dedos mágicos sobre la palma de las manos recitando de memoria la lección aprendida para descifrar el conjuro de las rayas.
Había fechas milagrosas donde la devoción religiosa se empalmaba con el fervor social.
Y era cuando a todos los niños nos vestían inditos para ir a la iglesia en el día de las Lupitas.
Y cuando nos vestían de niños Dios en el nacimiento anual de Jesús.
Y cuando en el tiempo de las peregrinaciones en el pueblo que salían de cada colonia popular cada quien con el estandarte de la Virgencita del Tepeyac y carros alegóricos en una sana competencia y rivalidad para determinar la colonia ganadora por su talento imaginativo aplicado a la fe católica, apostólica y romana.
Era sagrado el día del maestro. En cada escuela, festival para los profes.
Inolvidables aquella pasarela de Celia Lordméndez, la Lola Beltrán del pueblo, y Sergio Hernández, el Jorge Negrete, en un duelo, mano a mano, cantando sus mejores canciones rancheras y que también eran solicitados en cada 15 de septiembre para cantar en el parque antes del grito patrio.
Entonces, éramos felices e indocumentados, y la vida iniciaba y terminaba en el pueblo, sin que nadie pensara en migrar.
Incluso, en las noches, había caravanas al río Jamapa para esperar, todos pacientes, afiebrados, intensos, volcánicos, la aparición de la famosa "Llorona" buscando a los hijos desaparecidos y anunciándose con unos gritos plañideros insólitos que desgarraban el alma según contaban los viejitos del pueblo.
Nunca, claro, la Llorona se nos apareció.
Pero al mismo tiempo, seguíamos esperando a cambio, entre otras cositas, de agarrar tremenda borrachera en la tertulia con los chicos y en donde muchos eran arrastrados de "palomita" a sus casas.

LOS TRAPECISTAS ESTREMECÍAN EL CORAZÓN FEMENINO

La llegada del circo causaba muchos estremecimientos en los corazones de las chicas que estaban creciendo entre, digamos, los 19 a 22 años.
Siempre, los trapecistas jóvenes y los domadores de leones y tigres y los pobres elefantes viejos impactaban en las chicas y noviaban entre ellos.
Incluso, hubo muchachas que decidieron su destino y simple y llanamente, se fueron en la caravana volviéndose trapecistas de pueblo en pueblo y lo que, claro, significaba un deshonor, un agravio, una ofensa, para los jóvenes de entonces, digamos, por el desdén femenino.
Aquel impacto emocional de los trapecistas y domadores era el mismo que causaban los trabajadores petroleros cuando llegaban al pueblo buscando yacimientos petroleros en los alrededores de acuerdo con las órdenes de sus jefes expertos, ingenieros exploradores.
Entonces, las chicas enloquecían al más alto decibel y fueron muchas que noviaron, casaron, tuvieron hijos y luego, así no más, fueron abandonadas, porque aquellos petroleros, igual que la canción, "ni por el caballo volvieron".
Pero, bueno, las chicas pensaban que con ellos tenían el futuro asegurado y son cosas de la vida que suelen ocurrir en todos los pueblos de Dios.

EL SIMPLE GUSTO DE LA AMISTAD TRASCENDENTE

Cada noche, el parque, que tenía un kiosco donde tocaba la orquesta municipal y tenía cuarenta bancas en los cuatro costados para la tertulia, los chicos solían reunirse como si fuera, más que la biblioteca del pueblo, una larga y extensa y gigantesca barra de una cantina.
Hacia las nueve de la noche, luego de cenar, se formaban grupos y grupitos para la milonga.
Nunca platicaban de libros leídos ni de las noticias palpitando en el mundo, sino del chismerío local.
Unos, llevaban la guitarra y la tertulia se volvía un coro desafinado de voces, sin que nunca, jamás, circulara las botellas de licor, en ningún momento porque fueran abstemios, sino porque faltaba mucho para el momento, que otras prioridades anidaban aquellos corazones y neuronas pueblerinas y aldeanas.
Las tertulias duraban dos y tres horas, y hacia la medianoche cada grupo se retiraba a sus casas, felices de haber perdido el tiempo en cosas intrascendentes, y al mismo tiempo, dichosos de estar juntos, digamos, por el simple gusto de la amistad concreta, específica y maciza.


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