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Crónicas
Lunes 01 febrero, 2021

"La triste y cándida" aventura de un domingo con COVID

El profeta evangélico
•El hombre sin el brazo izquierdo
•La señora despampanante

Nadezdha Vergel


A las 10 de la mañana del domingo 31 y sobre la avenida Costa Verde, en Boca del Río, me trepé en el autobús urbano de pasajeros. Viajaban once pasajeros. Seis mujeres y 5 hombres. Entre ellos, un hombre grande, con barba tupida entre blanca y negra, más blanca. Una camisa blanca vieja y descolorida y un pantalón vaquero del tiempo de Matusalen. Unas chanclas, viejas, más que para andar en casa para andar en la playa. Y en los ojos tenía el brillo de quien cree en el paraíso eterno. Iluminado. Mesiánico.
Era un pastor evangélico.
Cupo lleno, dijo el chofer, y nos vamos a Boca.
Entonces, el pastor evangélico se puso de pie, miró a todos, dio los buenos días y empezó a predicar.
"Dios pronto vendrá", dijo. "Tiene a prueba a sus hijos en la tierra. Más muertos vendrá por el COVID", profetizó.
Un chico de enfrente se puso de pie y reviró al pastor.
"Pastor, todos aquí usamos tapabocas, menos usted".

El pasto agarró su Magnum y rafagueó al chico: "Tú eres hombre de poca fe. Dios me protege. Y por eso no uso cubrebocas".
El chico reaccionó con inteligencia incandescente y con chispa boqueña: "Entonces, estás igual que AMLO con su Estampita del mercado".
Luego, y escuchando el pitorreo de los pasajeros, el chico se acercó al chofer, le pidió el alto y bajó de la unidad pitorreándose.
El pastor quedó hecho una furia.

EL HOMBRE SIN EL BRAZO IZQUIERDO

También me bajé del autobús. La verdad, mucho miedo sentí con el pastor sin cubrebocas. Caray, muy valiente, Andrea Legarreta fue al cine y regresó a casa con el COVID. Y si Carlos Slim y AMLO cayeron enfermos de la pandemia, nada puede esperar ser humano sencillo y humilde.
En la esquina me topé con un señor sin el brazo izquierdo ofreciendo un dulcecito a cambio de unos centavitos, "lo que usted pueda, su merced".
El hombre aquel, bajito de estatura, gordito, tenía la cara arrugada, la frente arrugada, el cuello arrugado, las manos arrugadas, pero sus ojos estaban llenos de júbilo y entusiasmo que cotejaban con la falta del brazo izquierdo.
"¿Cómo te ha ido, hoy domingo, día de ir a misa?" pregunté.
"Mal, señito, mal".
Entonces, le puse en la bolsita dos monedas de diez pesos cada uno y seguí para adelante.
En la espalda escuché su vocecita dando las gracias.

"LOS CHAMACOS TIENEN HAMBRE"

Fui a plaza comercial para checar en el cajero del banco si ya había caído la pensión que el Seguro Social me deposita cada mes luego de treinta años de servicio ininterrumpido en una empresa donde entré joven y me hice vieja, encorvada, enferma, cegatona, adolorida de la espalda y con dificultades para caminar cada vez que cambia la temperatura y el tiempo.
A la puerta del cajero un hombre de unos cincuenta años vendía tacos y tortas en una canasta panera y los vendía a buen precio.
Generosa y solidaria quizá porque era domingo le compré una torta. Y sirvió, por curiosidad, para preguntarle el tiempo que tenía vendiendo tortas y tacos.
"Ocho meses", dijo, "desde que el COVID hizo estragos. El negocio donde trabajaba quebró, como también quebró el café de aquí, de plaza Soriana, y el hotel de la esquina, y un restaurante de la plaza comercial. Y los chamacos tienen hambre".
Según el hombre aquel se levantan temprano con su esposa y entre los dos preparan los tacos y las tortas. Luego sale a venderlos, entre semana, de casa en casa y ya tiene clientela, y el fin de semana, en la plaza comercial donde, dice, "le ha ido bien".

LA MAJESTUOSA JOVEN SEÑORA

A las 11 de la mañana pido un lechero en el café. Quedo asombrada: el café está al 90 por ciento, como en un día turístico. Casi casi, al tope, considerando el covid. Y toda la clientela, sin cubrebocas, pretexto de que desayunan.
Hay mesas, por ejemplo, con diez personas. La familia completa y la familia de unos vecinos, quizá. Tres parejas, con unos cinco niños.
La vida, me dijo, está volviendo a la normalidad.
Entonces, una señora joven, alta, muy alta, un metro noventa centímetros, aprox., con un niño de unos 4, 5 años tomado de la mano, entra al café. Lleva zapatillas negras con tacones altos y más alta se mira. Blusita azul, con un shorcito blanco cortito (como para ser domingo) y luce esplendorosa, majestuosa, sus largas piernas. Es guapa, bella, bonita, atractiva y de amplia sonrisa y camina como si fuera la Mujer Más Guapa de la Pasarela, llena de legítima soberbia femenina.
Y en día domingo, antes de ir a misa.
Los meseros la miran y admiran. Uno, de plano, con discreción, le toma la foto. Ellos la miran. Yo, tan lejana de las tentaciones humanas, me divierto mirándolos a ellos.
Ni hablar, era inevitable voltear a verla. Sería pecado mortal hacerse tonto y voltear para otro lado...


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