Leyenda rural
•¡Para quesos!, los de tío Braulio/Gonzalo López Barradas
Así fue: en cierto pueblo, ubicado entre la sierra y las playas de Palma Sola y a tres horas de Jalapa, vivía una familia integrada por seis hermanos descendientes españoles cuyos abuelos fueron fundadores de ese lugar: Braulio, Melquiades, Secundino, Francisco, Gabriela y Domitila Barradas-Castillo.
A todos les decían Tío, por respeto. Tenían sus potreros con sembradío de pasto privilegio (angleton) como a ocho horas de distancia entre los ranchos costeños Mesa del Rodeo, Topiltepec, La Cueva (hoy se llama La Reforma) y la Cañada. Durante los meses de agosto, septiembre y octubre, acostumbraban ir a sus propiedades a fabricar queso, y regresar antes de las fiestas de Todosantos.
Era una fiesta ver salir a tío Braulio y su esposa Refugio (tía Refugia, le decían) sobre sus caballos al frente de una recua de mulas cargadas con utensilios domésticos, ollas, jarros, cubetas, morrales y costalillos llenos de pan o frijol; cebollas, chiles, el molcajete, machetes, reatas, velas y veladoras, alcohol, pastillas roberina, dos sacos de sal entera, cuajos de vaca y un radio de pilas. En total eran seis mulas cargadas y en otras tantas, los peones: Maurilio, el yero, Blas, el sobrino, Roberto, Damián y Jesús. Allá en el rancho La Cañada, lo esperaban los vaqueros que se hacían cargo de cuidar la propiedad y el ganado durante el año, y se pagaban con el producto de la leche: tío Próspero, su hijo Perfecto y su mujer Estela con sus hijos, un niño de 12 y la niña de 14 años.
La travesía era larga. Salían entre las siete y ocho de la mañana; bajaban un empinado camino de herradura que atravesaba barbechos, cañales y fincas de mango para llegar al río Capitán y luego subían una cuesta empedrada por el Cerro de la Campana hasta las llanuras del pueblo Alto del Tizar. Descansaban a los animales para que tomaran agua en una pequeña laguna; seguían hasta otra barranca que los conduciría a Topiltepec, ahí, los esperaba doña Julia en su fonda para darles de comer caldo de gallina con tortillas hechas a mano, recién salidas del comal (después le pagaban con quesos).
Pasado el mediodía agarraban camino y volvían a subir por otro empedrado menos escabroso, dos horas después, cayendo la tarde, se veían el humo y las cuatro o seis casas del rancho la Cañada. Su llegada era un alboroto de alegría, saludos y abrazos. ”“No ha llegado mi hermano Chico-, preguntó tío Braulio. ”“Llega pasado mañana-, le dijeron. -Tío Chico, ahí tenía su potrero-. Y luego a seguir unos tres kilómetros más arriba hasta la casa de madera que previamente habían arreglado “Prefeito”, le decían, y su papá. Descargaron, acomodaron las cosas, desensillaron los animales y los metieron al soltadero del arroyo. Encendieron lumbre en el fogón y tía Refugia colocó la olla para el café. Eran las seis de la tarde. Los catres ahí estaban. La casa era de dos aguas en donde dormían los tíos Braulio y Refugia. En el corredor se acomodaron los demás después de que jugaron baraja y cenaron café negro con pan. Temprano, al día siguiente, llegarían Estela y sus hijos para ayudar en la cocina.
Mucho antes de que despuntara el alba, tío Braulio daba órdenes y comenzaron arreglar los corrales, uno para los becerros y otro para las vacas, labor que terminaron después del desayuno. Blas y Roberto fueron con “Prefeito” a su casa para traer las latas vacías de 20 litros para llenarlas de leche cuando empezara la ordeña. Más tarde, comenzó el arreo de las vacas con sus becerros para encerrarlos separados.
Así, lloviera o hiciera mucho sol, comenzaba la ordeña. Llenaban diez o doce latas con leche. El largo fogón estaba preparado para hervirla. Soltaban a los animales para que fueran a pastear y al tercer día, otra vez la ordeña. Mientras, tía Refugia y Estela con sus hijos, después de que quitaron la nata a las latas llenas de leche, les metían pedazos de cuajo para que el lácteo fermentara. Algunas veces tiraban el suero, otras lo guardaban para que bebieran las bestias. Cuajada la leche, con propias manos comenzaban a desmoronar la masa hasta volverla requesón, previamente le habían puesto sal. Después, la metían en moldes de madera, rectangulares, de un kilo, dos, tres, cuatro cinco, ocho, diez y doce. Les colocaban pedazos de madera y sobre esta unas piedras para que aplastaran la masa y se hiciera el queso. Esa labor se hacía durante la mañana, antes de volver a llenar las latas.
Al nuevo día, ordeñar otra vez. Los primeros quesos ya estaban listos. Era una alegría enorme ver a los tíos quitar con cuchillo el borde de los quesos que sobresalían del molde. Ese era el desayuno para todos, café con leche, pan y tacos de queso. Esa rutina se repetía durante los tres meses. Y cada quince días, Maurilio, Blas y Roberto, llevaban al pueblo las cargas de quesos que ya esperaban las hijas de tío Braulio: Teresa y Aurora. La gente ya preguntaba si había queso. Despachaban sin báscula, tenían la medida de lo que era un cuarto, medio o uno y hasta cuatro kilos. Las tiendas de abarrotes de Miguel Vázquez, de tío Eduardo, de Chano Moctezuma, de Rutilo Castillo, ya vendían queso.
Tía Domitila, Gabriela, tío Secundo (Secundino), Melquiades y tío Chico, también hacían quesos en la misma fecha. Un día bajó un campesino serrano, como siempre lo hacía antes del día de muertos, a comprar a la tienda de Joel Moctezuma y le preguntó que en dónde podría comprar buen queso. Tío Ricardo Salas, el de los billares que están frente a la iglesia, escuchó las explicaciones que le daba Joel al campesino y de inmediato se metió a la plática usando su lenguaje florido y les dijo: no sean pendejos, ¡para quesos!, los de tío Braulio.