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8 Columnas
Lunes 30 noviembre, 2020

Leyenda rural


¡Para quesos!, los de tí­o Braulio/Gonzalo López Barradas

Así­ fue: en cierto pueblo, ubicado entre la sierra y las playas de Palma Sola y a tres horas de Jalapa, viví­a una familia integrada por seis hermanos descendientes españoles cuyos abuelos fueron fundadores de ese lugar: Braulio, Melquiades, Secundino, Francisco, Gabriela y Domitila Barradas-Castillo.

A todos les decí­an Tí­o, por respeto. Tení­an sus potreros con sembradí­o de pasto privilegio (angleton) como a ocho horas de distancia entre los ranchos costeños Mesa del Rodeo, Topiltepec, La Cueva (hoy se llama La Reforma) y la Cañada. Durante los meses de agosto, septiembre y octubre, acostumbraban ir a sus propiedades a fabricar queso, y regresar antes de las fiestas de Todosantos.

Era una fiesta ver salir a tí­o Braulio y su esposa Refugio (tí­a Refugia, le decí­an) sobre sus caballos al frente de una recua de mulas cargadas con utensilios domésticos, ollas, jarros, cubetas, morrales y costalillos llenos de pan o frijol; cebollas, chiles, el molcajete, machetes, reatas, velas y veladoras, alcohol, pastillas roberina, dos sacos de sal entera, cuajos de vaca y un radio de pilas. En total eran seis mulas cargadas y en otras tantas, los peones: Maurilio, el yero, Blas, el sobrino, Roberto, Damián y Jesús. Allá en el rancho La Cañada, lo esperaban los vaqueros que se hací­an cargo de cuidar la propiedad y el ganado durante el año, y se pagaban con el producto de la leche: tí­o Próspero, su hijo Perfecto y su mujer Estela con sus hijos, un niño de 12 y la niña de 14 años.

La travesí­a era larga. Salí­an entre las siete y ocho de la mañana; bajaban un empinado camino de herradura que atravesaba barbechos, cañales y fincas de mango para llegar al rí­o Capitán y luego subí­an una cuesta empedrada por el Cerro de la Campana hasta las llanuras del pueblo Alto del Tizar. Descansaban a los animales para que tomaran agua en una pequeña laguna; seguí­an hasta otra barranca que los conducirí­a a Topiltepec, ahí­, los esperaba doña Julia en su fonda para darles de comer caldo de gallina con tortillas hechas a mano, recién salidas del comal (después le pagaban con quesos).

Pasado el mediodí­a agarraban camino y volví­an a subir por otro empedrado menos escabroso, dos horas después, cayendo la tarde, se veí­an el humo y las cuatro o seis casas del rancho la Cañada. Su llegada era un alboroto de alegrí­a, saludos y abrazos. ”“No ha llegado mi hermano Chico-, preguntó tí­o Braulio. ”“Llega pasado mañana-, le dijeron. -Tí­o Chico, ahí­ tení­a su potrero-. Y luego a seguir unos tres kilómetros más arriba hasta la casa de madera que previamente habí­an arreglado “Prefeito”, le decí­an, y su papá. Descargaron, acomodaron las cosas, desensillaron los animales y los metieron al soltadero del arroyo. Encendieron lumbre en el fogón y tí­a Refugia colocó la olla para el café. Eran las seis de la tarde. Los catres ahí­ estaban. La casa era de dos aguas en donde dormí­an los tí­os Braulio y Refugia. En el corredor se acomodaron los demás después de que jugaron baraja y cenaron café negro con pan. Temprano, al dí­a siguiente, llegarí­an Estela y sus hijos para ayudar en la cocina.

Mucho antes de que despuntara el alba, tí­o Braulio daba órdenes y comenzaron arreglar los corrales, uno para los becerros y otro para las vacas, labor que terminaron después del desayuno. Blas y Roberto fueron con “Prefeito” a su casa para traer las latas vací­as de 20 litros para llenarlas de leche cuando empezara la ordeña. Más tarde, comenzó el arreo de las vacas con sus becerros para encerrarlos separados.

Así­, lloviera o hiciera mucho sol, comenzaba la ordeña. Llenaban diez o doce latas con leche. El largo fogón estaba preparado para hervirla. Soltaban a los animales para que fueran a pastear y al tercer dí­a, otra vez la ordeña. Mientras, tí­a Refugia y Estela con sus hijos, después de que quitaron la nata a las latas llenas de leche, les metí­an pedazos de cuajo para que el lácteo fermentara. Algunas veces tiraban el suero, otras lo guardaban para que bebieran las bestias. Cuajada la leche, con propias manos comenzaban a desmoronar la masa hasta volverla requesón, previamente le habí­an puesto sal. Después, la metí­an en moldes de madera, rectangulares, de un kilo, dos, tres, cuatro cinco, ocho, diez y doce. Les colocaban pedazos de madera y sobre esta unas piedras para que aplastaran la masa y se hiciera el queso. Esa labor se hací­a durante la mañana, antes de volver a llenar las latas.

Al nuevo dí­a, ordeñar otra vez. Los primeros quesos ya estaban listos. Era una alegrí­a enorme ver a los tí­os quitar con cuchillo el borde de los quesos que sobresalí­an del molde. Ese era el desayuno para todos, café con leche, pan y tacos de queso. Esa rutina se repetí­a durante los tres meses. Y cada quince dí­as, Maurilio, Blas y Roberto, llevaban al pueblo las cargas de quesos que ya esperaban las hijas de tí­o Braulio: Teresa y Aurora. La gente ya preguntaba si habí­a queso. Despachaban sin báscula, tení­an la medida de lo que era un cuarto, medio o uno y hasta cuatro kilos. Las tiendas de abarrotes de Miguel Vázquez, de tí­o Eduardo, de Chano Moctezuma, de Rutilo Castillo, ya vendí­an queso.

Tí­a Domitila, Gabriela, tí­o Secundo (Secundino), Melquiades y tí­o Chico, también hací­an quesos en la misma fecha. Un dí­a bajó un campesino serrano, como siempre lo hací­a antes del dí­a de muertos, a comprar a la tienda de Joel Moctezuma y le preguntó que en dónde podrí­a comprar buen queso. Tí­o Ricardo Salas, el de los billares que están frente a la iglesia, escuchó las explicaciones que le daba Joel al campesino y de inmediato se metió a la plática usando su lenguaje florido y les dijo: no sean pendejos, ¡para quesos!, los de tí­o Braulio.


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