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8 Columnas
Jueves 02 julio, 2020

Historias Memorables


Estragos del Alzheimer
•Dormí­a de dí­a
•Despierta de noche


Héctor Fuentes

--Pronto dejaré de escribir, dijo Olga. "Estoy olvidando hechos, fechas, datos, nombres de personas. Hay dí­as cuando me siento a la computadora y la pasó en blanco. Ninguna lí­nea escribo".

--Pero tú, dijo el esposo, trabajas con la memoria.
Y mientras más se ejercita un órgano del cuerpo, más vida tiene.
--Eso dicen, precisó ella. Pero el Alzhemier ahí­ viene. Lo siento y presiento.
Olga empezó por olvidar cosas elementales de los dí­as y las noches.
Por ejemplo, enloquecí­a buscando las llaves del automóvil. Perdí­a mucho tiempo tratando de recordar lo que debí­a hacer. Comenzó a olvidar los nombres de la familia. Olvidaba citas con los amigos. Olvidó los teléfonos de los celulares. Se olvidaba de comer. Olvidó el baño diario.
Y ni modo, llegó el dí­a cuando sus neuronas se desprendieron entre sí­ y entonces, la mente quedó en blanco y empezó la parte más trágica, dura y difí­cil.
Llevó una vida vegetativa, y aun cuando hubo momentos lúcidos, fueron efí­meros, fugaces, apenas un chispazo de luz en medio de aquella tiniebla perpetua.
Siete años duró con el Alzhemier y falleció de un sí­ncope cardiaco.
Desde algún rincón oscuro de su mente, algunas veces cuando de pronto miraba abierta la puerta de su casa se salí­a sin avisar y agarraba camino sin camino.
Entonces, comenzaba la peor desesperación familiar buscándola en el pueblo.
Un dí­a, la encontraron de pie frente a una vieja casona donde habí­a vivido con sus padres cuando eran niños y la miraba en silencio, como hipnotizada, quizá escarbando en los recuerdos.
Otro dí­a la encontraron en el parque dando vueltas sin ton ni son como en trance esotérico, la mirada perdida, llena de miedo y terror, huidiza y huraña.
Todo en ella habí­a envejecido. La piel, llena de manchas negras y rojas. La cara, repleta de arrugas y surcos gigantescos. El cuello, adornado con más arrugas.
Pero en los ojos la mirada joven, curiosa, sorprendida y perpleja, deseosa de saber cosas, contenta y dichosa de un nuevo dí­a, feliz contando historias leí­das el dí­a anterior en la novela de cabecera.

7 AÑOS REDUCIDA A NADA
El Alzheimer fue atroz para ella. Durante siete años la redujo a la nada. Pero igual de atroz fueron los estragos en la familia.
Olga solí­a dormir de dí­a y pasar la noche en vela. Despierta. Como si fuera mediodí­a.
Entonces, como la familia trabajaba contrataban a una persona para estar pendiente en el transcurso de la noche y otra para el dí­a y quienes cobraban "las perlas de la virgen".
Además, las medicinas, que ninguna cura significaban para detener o curar la enfermedad, eran costosas, y que según el médico debí­an dársela, porque de lo contrario, empeorarí­a hasta en el estado de ánimo.
Y lo peor, en ningún asilo la aceptaban porque simple y llanamente Olga ya no se valí­a por sí­ misma, pues necesitaba una enfermera de cabecera, fuera a salirse, por ejemplo, un dí­a del asilo y perderse.
Además, estar pendiente de sus necesidades fí­sicas.
Y es que, si por ejemplo, una hija, una hermana, el marido de la misma edad, se volvieran sus enfermeros de cabecera, a la semana estarí­an agotados, extenuados, sin fuerza fí­sica, y a punto de la desesperación sicológica.
Incluso, ella tení­a tres hermanas. Y las tres, primero, marcaron la raya advirtiendo que sus ingresos eran limitados y ninguna ayuda económica podí­an dar.
Y segundo, distanciándose de la familia para evitar ocuparse de ella, una carga demasiado pesada en un camino largo y extenuante, lleno de espinas y cardos, y por eso mismo, un camino triste, dolorosamente triste.
Murió de un infarto. Mientras dormí­a.


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