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8 Columnas
Lunes 25 mayo, 2020

Historias Memorables


Gitanos en el pueblo
•Amores contrariados
•Momentos mágicos


Héctor Fuentes

Dos veces al año llegaban al pueblo los gitanos. En la tarde y en la noche exhibí­an viejas pelí­culas mexicanas "al aire libre", a veces, debajo de un árbol, y cobraban la entrada, claro. Las mujeres caminaban en la calle...

leyendo la suerte en la palma de la mano y eran unas mujeres perturbadoras.
Todas, bonitas y guapas. Y con solo mirarla quedábamos trastornados por la pasión descarrilada y contrariada y el deseo frustrado, y la única felicidad era mirarlas y admirarlas, en silencio, hipnotizados, porque todas eran indiferentes, lejanas, inaccesibles, maravillosamente inaccesibles.
Habí­a, claro, gitanas grandecitas, mayores de edad y con quienes podí­a soñarse una pasión otoñal sin futuro ni porvenir, imaginando, además, que serí­an unas maestras prodigiosas en las cosas del mundo.
Pero también habí­a gitanas jóvenes, chamacas de unos 17, 18 años, que dominaban el arte y el misterio de leer la mano por unos centavos y aun cuando echaran sus rollos aprendidos de memoria de cualquier manera, aquellos momentos fueron mágicos.
La peor desgracia, como le pasó a un compañero estudiante del tercer año de secundaria, quizá de 15, 16 años, fue enamorarse de una gitana de unos 17 años.
Fue una pasión desenfrenada con unos deseos revolcados en cada nuevo amanecer cuando la espiaba a la hora de lavarse la cara en el patio del solar que habí­an alquilado para instalarse.
Aquella locura adolescente de amor irrefrenable sirvió para que el compita descubriera que estaba dotado para la poesí­a, porque de pronto, una tarde de cine mirándola cobrar el boleto de entrada, y como una alucinación le escribió un poema que aprendió de memoria y luego se lo escribió en un papelito y se lo entregó al dí­a siguiente a la hora del cine.
La gitana de ojos grandes y trenzas gigantescas que le llegaban a la espalda, delgadita y finita, solamente le sonrió sin cruzar palabra y bastó para que el compañero enloqueciera alentando la posibilidad de un mundo condenado al fracaso irremediable.
En la locura frenética el amigo decidió irse de gitano y que ninguna ayuda le hací­a su cara consumida por el deseo volcánico, irrefrenable, pasión desatada.
Incluso, habló con su mamá para que negociara con su padre y la madre lo paró de un manotazo:
"¡Estás loco!", le dijo.
Entonces, lleno de pasión desenfrenada por la chiquilla aquella, habló con el jefe de los gitanos y le fajó.
Le habló con sinceridad. Le confesó su pasión adolescente. Le dijo que estaba dispuesto a renunciar a su familiar y a su pueblo y volverse gitano devoto.
"Te vas con nosotros, pero que te traigan tus padres" le reviró el viejo gitano, tan conocedor de la naturaleza humana.

URGENCIA DE LAS CARICIAS APREMIANTES
En los dí­as que los gitanos permanecieron en el pueblo, el compita siguió yendo al cine todas las tardes y noches en doble función solo para mirar a la chiquilla de sus locuras.
Cada vez que la miraba temblaba de amor como si un sismo estremeciera sus entrañas, sin que nada lo pudiera apaciguar y viviendo al máximo la pasión más limpia de su vida, pues nunca habí­a conocido la locura y el amor por una chica del pueblo ni del salón de clases.
Por vez primera y ante la gitanita aquella sintió la urgencia de "las caricias apremiantes".
Una mañana se levantó temprano para espiar a la gitana de sus encantos y el golpe demoledor que sufrió fue de antologí­a.
El campamento de los gitanos estaba vací­o. Limpiecito el solar.
Ni adiós le habí­a dicho la noche anterior en la función de cine.
Alborotado el corazón, terrible el ramalazo del primer amor, su cuerpo solo encontró sosiego cuando terminó la escuela secundaria y anunció a sus padres y a los amigos que habí­a decidido estudiar para sacerdote y que la semana siguiente lo esperaban en el Seminario Menor de Xalapa y que ya tení­a la bendición del presbí­tero del pueblo.
Aquella locura desbordada y frenética de amor sirvió para que cada vez que los gitanos llegaban al pueblo ninguno se acercara, temerosos de que una gitana de 16, 17 años también nos enloqueciera al grado de volvernos unos turulatos.


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