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8 Columnas
Lunes 06 abril, 2020

Historias Memorables


Una chica en el café
•Meseros enloquecidos
•Ardiente desasosiego


Por Héctor Fuentes

Apenas comenzaba el mediodí­a, 12:30pm, el sábado 4 de abril en el café 207 años sobre el bulevar Adolfo Ruiz Cortines. Y en el tiempo del coronavirus, solo veinte mesas dispersadas en el local, un metro y medio,...

aprox., cada una. Lejitos como estableció la secretarí­a de Salud federal. Pendientes solo 8 meseros de las diez mesas ocupadas. Pero cuatro meseros permanecí­an extasiados mirando la puerta del baño de las mujeres. En la contemplación mí­stica. Pero también, vigilando la puerta como panteras en acecho. Husmeando. Olisqueando. De hecho y derecho, a la ofensiva y a la contraofensiva, como un cazador de patos y palomas y pájaros ocultos en la hierba, atrás del arbolito.
Dos de los meseros estaban juntos. Otro, a uno dos metros. Y el otro, a unos 5 metros. Ninguno, parece, se habí­a puesto de acuerdos. Pero el cuarteto vigilante. Tanto que llamaban la atención. Incluso, hasta les valí­a si un cliente les llamaba.
Minutos después salió del baño femenino una chica y los meseros sintieron que una llama crecí­a en el interior de sus cuerpos. Un metro sesenta centí­metros, más o menos. Piel blanca, tersa de unos veintidós años. La cabellera larga desciendo sobre su pecho generoso. La blusita blanca metida en un pantalón de mezclilla fino, tela fina y cara, ajustado.
Y apenas, apenitas salió del baño se supo mirada, pues, dice el sicólogo, las mujeres luego luego saben cuando son miradas. Y miradas, digamos, con admiración, pero también con deseo. Y más, en un mediodí­a espléndido y gozoso. Será quizá una virtud extrasensorial del sexto sentido. Acaso, una cualidad esotérica. Sobrenatural.
Y como ella se sintió mirada, entonces, tomó el teléfono celular en sus manos y habló por teléfono. También, parece, envió un correí­to. Luego enseguida, siguió hablando, mientras caminaba despacio, paso a pasito, pasito a pasito, digamos, como una chica en la pasarela mostrando el vestido de la última moda, la temporada, recién llegado de Parí­s.
Ella sabí­a, estaba segura, cierta, de que era observada. Habrí­a, incluso, repetido el tí­tulo de la novela de José Agustí­n, cuya primera esposa fuera Angélica Marí­a. "Ya sé quién eres, te he estado observando".
Y ella observaba a los meseros aun cuando los meseros creí­an que la observaban, y admiraban, a ella.
Los cazadores, cazados.
Ella, pues, se adueñó del escenario.
Por ejemplo, sabí­a que era mirada y caminaba despacio para mostrarse y lucirse.
Incluso, luego de dos, tres pasitos, se detuvo. Y dejó que los meseros se extasiaran.
Entonces, se dio la media vuelta como si regresara al baño pero en automático se detuvo.
Y la magia de su contrafachada en el pantaloncito de mezclilla ajustado que se habrí­a puesto con calzador fue, digamos, como la salida de la luna llena en noche de octubre y que son, dice la canción, las más hermosas.
La magia de su pantalón.
La magia de su cuerpo delgado.
La magia de su tierno y suave bamboleo al caminar despacio.
La magia de su cuerpo generoso.
La magia de su cinturita de avispa, talle juncal dirí­a el cronista de sociales.
La delicia resplandenciente.
Una ola desembarcando suave, despacio, sin prisa, en la orilla de la playa en el Golfo de México.
Las miradas admirativas del cuarteto de meseros.
La carita atractiva, delgada, afiladita, finita, y el pantalón de mezclilla mantuvieron idiotizados a todos ellos.
Era como si la vida espléndida llegara majestuosa y quedado para siempre en la tierra.
Ella, dueña única y absoluta de la pasarela, siguió caminando, pian pianito, a la mesa al fondo donde la esperaba una pareja de ancianos.
Y conforme caminaba, los meseros casi se quedaban bizcos. Lelos. Idos.
Digamos, el deseo en el tiempo del coronavirus.
Y aun cuando los meseros quedaron con las ganas de disparar el celular tomando la foto, mejor dicho, el video, conocieron el paraí­so terrenal durante unos minutos y su imaginación quedó afiebrada, inquieta, perturbada, con la visión hipnótica y magnética disfrutada.
Ellos, mirando a la chica de 22 años, y el capitán de meseros mirándolos a ellos.
Pero, bueno, si por casos así­ serí­an castigados, que los castiguen, y si queda tiempo, volverán al trabajo con más ganas, felices, contentos, dichosos de haber conocido la felicidad, gracias, claro, al coronavirus que permitió a la chica lucirse y alborotar la vida de 4 pobres meseros de salario mí­nimo.
Ella se fue y todaví­a en la puerta lateral de salida, antes de bajar los escalones, se detuvo. Y de nuevo su contrafachada resplandenciente en el mediodí­a tropical.
Y los meseros, mirándola y admirándola, soñando con mundos inverosí­miles, sintiendo en el cuerpo un extraño y ardiente desasosiego, "como un volcán recorriendo el cuerpo bajo la piel" (Robert Musil).
Ella se fue y los meseros sintieron un terremoto en sus entrañas y atónitos, perplejos, solo les quedó respirar profundo..., la vida, la ilusión, el sueño, la utopí­a, realidad quemante que se iba.


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