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8 Columnas
Viernes 03 abril, 2020

Historias Memorables


Vivir cada dí­a
•Frí­volo reportero
•Desfile de cortesanas


Por Héctor Fuentes

Ningún dinerito en el bolsillo calentaba ni dejaba calentar aquel colega reportero. Por aquí­ cobraba la quincena y a gastar, por lo general, en el alcohol, y a la tercera copa, de manera inevitable, pedí­a chicas.

Por aquí­ le caí­a el pago de la publicidad comercial y polí­tica que vendí­a le comí­an las manos por gastarlo. Por aquí­ le caí­a un embutito, a gastar con más razón.
Viví­a, claro, al dí­a. El dí­a con dí­a. En su vida padeció muchas horas en la premura del hombre sin liquidez. La esposa y los hijos eran los paganos.
Por fortuna, la señora hací­a vestidos en casa y los vendí­a. Sin competir con una fábrica de ropa, el dinerito ganado alcanzaba para el itacate y la torta y para dar a los niños unos centavitos para el recreo escolar todos los dí­as.
Pero en la vida, el colega reportero fue, como dicen en el rancho, un desobligado.
Casó 3 veces. Las esposas lo dejaban por la misma razón. La obsesiva obsesión de vivir al dí­a y gastar la quincena y las extras en francachelas.
"Disculpa, decí­a a las mujeres que lo abandonaban, no he madurado".
Toda la vida, a la quinta pregunta. Nunca hizo antigí¼edad en un medio. Tampoco tuvo posibilidad de un beneficio institucional, digamos, el Seguro Social para la familia y el INFONAVIT para adquirir una casita.
Así­ fueron sus años, hasta cuando viviendo en la Ciudad de México el temblor de 1985 lo sorprendió aquella mañana hacia las 7 horas y el departamento donde viví­an se desplomó y murió con la última esposa y el último hijo, abrazados los tres.
Quedaron sepultados en Orizaba, de donde ella era originaria.
La vida triste de un reportero, con grandes atributos y cualidades para contar historias, gran cronista, pero cuya inteligencia y talento quedara en las cantinas y los antros.
A la tercera copa le entraba el amor por la vida. Entonces, ordenaba al chofer de color que tení­a se fuera de inmediato, pero ya, ya, ya, por las cortesanas.
--Una para cada una, le decí­a.
Y el chofer le preguntaba con una sonrisa triunfadora:
--¿También para mí­?
--También para ti, contestaba chasqueando los dedos en el aire.
"Todo mi dinero, decí­a, lo tengo invertido en la casa de Idalia y Margarita" y que en el siglo pasado eran el par de casas de citas más famosas.
Y se echaba la carcajada frí­vola como si hubiera expresado el mejor chiste del mundo.

VIVIR CON EL ACELERADOR PUESTO
Un talento periodí­stico, pero desperdiciado, diluido, dejado en las parrandas.
Fabulador, soñó con caminar a la literatura y escribir cuentos y novelas, consciente, decí­a, de que todo reportero tiene o ha de tener los originales de un cuento en el escritorio y que bien podí­a escribir, digamos, en las madrugadas en la sala de redacción cuando ya estuviera vací­a y en el taller solo se escuchara el ruido de la rotativa imprimiendo la edición del dí­a y los gritos de los voceadores en la calle esperando los ejemplares.
Hasta donde trascendió solo escribió un cuento. Le llamó "Los amigos". Era de unas diez cuartillas. Y lo jalaba de arriba para abajo en un portafolio ejecutivo, color negro, listo para mostrar a una chica invitada a un café, una comida, una champola, una copita.
Y lo hací­a cuando, digamos, a la mitad del café les decí­a que era reportero, pero también escritor.
--¿Y qué libro has publicado?
--Ninguno. Pero tengo varios cuentos escritos que estoy puliendo y volviendo a pulir y pronto publicaré.
Entonces, abrí­a el portafolio y les mostraba el cuento.
--Ten. Y léelo mientras voy al baño, les decí­a.
Y exprofeso se tardaba unos diez, quince minutos, que duraba aproximadamente la lectura del cuento y regresaba a la mesa en el restaurante como torero en tarde de luces. Pavoneándose.
Para entonces, el mesero iba llegando con una botellita de vino.
Y luego de sentarse esperaba el halago de la chica invitada seguro de que el cuento habí­a cumplido la tarea.
Y lo adivinaba cuando miraba en los ojos de la chica un resplandor de sorpresa y admiración.
Entonces, le serví­a una copita de vino y le contaba la historia ene número de veces repetida a otras chicas imaginando la posibilidad de una tarde feliz.
Y como era generoso con el billetito que traí­a en la bolsa del pantalón, en su carterita, entonces, el paraí­so terrenal lo esperaba.
Los amigos de aquel reportero calculaban, mí­nimo, unas quince chicas encantadas y seducidas con el único cuento escrito, pues le sacó todo el provecho y el jugo del mundo.
Pasó la vida pidiendo prestado y vivió cada dí­a y cada noche a plenitud.


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