Nomás las cruces quedaron
•Por Gonzalo López Barradas/Parte XIV
La mayoría de los dirigentes de grupos campesinos de la Sierra de Chiconquiaco se refugian en Alto Lucero, pueblo donde hay un gran movimiento de comercio: abarrotes, ropa, zapatos, materiales para construcción, semillas, muchos changarros donde...
se puede tomar caña o ron, fiestas y el más cercano a Jalapa, la ciudad capital.
Aurelio Caiceros, con su esposa y cuatro hijos, procedente de la sierra, campesino luchador incansable, bragado, de complexión robusta, ha llegado para quedarse a vivir. Consiguió con mucho esfuerzo una pequeña vivienda de dos aguas. Hace su vida trabajando un acahual de hectárea y media que sus amigos del rancho La Providencia, allá por la Calaverna, le han prestado para sembrar maíz y frijol. El cacique Parra y Rafael Cornejo, tienen informes sobre este personaje. Aurelio comanda a más de doscientos serranos del rumbo de Chiconquiaco y la región norte central que defienden sus parcelas. En más de una ocasión ha enfrentado a los matones de Cornejo y a sus tíos los Armenta de Plan de las Hayas. Es respetado y querido por los dirigentes agraristas que luchan por la fundación de la Liga campesina.
Parra, al saber la noticia de que Caiceros vive en Alto Lucero, de inmediato dio la orden a Cornejo para desaparecerlo “como fuera”, decía el menaje que le llevó Reynaldo Salas. Cornejo mandó a un propio con un recado para Manuel Viveros en Alto de tío Diego en el cual daba instrucciones.
Es martes, pasadas las ocho de la mañana, de un mes de abril. Aurelio almuerza con su familia. De pronto se escucharon cascos de bestias frente a su casa y una voz que gritó su nombre, ordenando que saliera. Intentó tomar su pistola pero no tuvo tiempo pues fue derribada la puerta de madera, lo empujaron y sacaron a la calle puesto con las manos arriba. Ahí de frente se encuentra Manuel Viveros acompañado de quince hombres, a caballo, llevando consigo escopetas y pistolas en mano. Lo ataron de los brazos y de las piernas sin mediar palabras. Los niños lloran, se pegan al pantalón de Aurelio, mientras su esposa implora y grita que lo dejaran en paz. Pide a la gente que se a juntado para presenciar lo que sucede, que por favor lo ayudaran. Hay como veinte curiosos. Nadie puede hacer nada, sólo miran el espectáculo. Es gente pacífica, los vecinos de Aurelio. Pedían a Dios que lo ayudara. “Virgencita, que no le pase nada, pobre hombre”, “cuídalo virgencita”, “ayudalo Dios mío”, “Dios, protégelo”. El jefe de los asesinos ordenó que fuera atado a cabeza de silla y se lo llevaron arrastrando sobre la calle de tepetate. El hombre no grita, sólo un leve quejido se escucha debido a los golpes que su cabeza y el cuerpo reciben. Lo jalaron hacia la Cuesta de la ranchería de Cerrillos, en donde vive “el chacal” Toribio López, ubicada hacia el fondo de la cuenca del río Capitán que está sembrada de cruces a diestra y siniestra. Nunca se encontró el cuerpo de Aurelio. Nadie supo donde quedó enterrado o desbarrancado. Los matones, desaparecieron por allá, rumbo al cerro de santa Efigenia.
Indignación, impotencia y miedo se vive en Alto Lucero. Ese mismo día se formó una comisión que debería ir a informar a las autoridades sobre lo acontecido y para pedir justicia. Señalaron a los asesinos enviados por Cornejo, pero nadie hizo nada. La policía estatal nunca se aparece en este pueblo. Dicen que es muy difícil llegar. Nada pasó y la muerte del líder quedó como triste recuerdo inscrita en la historia como otras tantas.
Pasados dos meses llegaron a la casa de la viuda de Aurelio varios campesinos con seis cargas de maíz, dos de frijol y dos de calabazas para entregarlas a doña Amelia como producto de la siembra que había hecho Aurelio en su parcela. Le dijeron a la señora que se habían quedado con una carga de maíz y media de frijol pues iban a seguir sembrando el acahual hasta que su hijo mayor creciera para que se hiciera cargo. La familia recibió otras ayudas de la gente...