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8 Columnas
Viernes 28 febrero, 2020

Nomás las cruces quedaron


Por Gonzalo López Barradas/Parte XIV

La mayorí­a de los dirigentes de grupos campesinos de la Sierra de Chiconquiaco se refugian en Alto Lucero, pueblo donde hay un gran movimiento de comercio: abarrotes, ropa, zapatos, materiales para construcción, semillas, muchos changarros donde...

se puede tomar caña o ron, fiestas y el más cercano a Jalapa, la ciudad capital.
Aurelio Caiceros, con su esposa y cuatro hijos, procedente de la sierra, campesino luchador incansable, bragado, de complexión robusta, ha llegado para quedarse a vivir. Consiguió con mucho esfuerzo una pequeña vivienda de dos aguas. Hace su vida trabajando un acahual de hectárea y media que sus amigos del rancho La Providencia, allá por la Calaverna, le han prestado para sembrar maí­z y frijol. El cacique Parra y Rafael Cornejo, tienen informes sobre este personaje. Aurelio comanda a más de doscientos serranos del rumbo de Chiconquiaco y la región norte central que defienden sus parcelas. En más de una ocasión ha enfrentado a los matones de Cornejo y a sus tí­os los Armenta de Plan de las Hayas. Es respetado y querido por los dirigentes agraristas que luchan por la fundación de la Liga campesina.
Parra, al saber la noticia de que Caiceros vive en Alto Lucero, de inmediato dio la orden a Cornejo para desaparecerlo “como fuera”, decí­a el menaje que le llevó Reynaldo Salas. Cornejo mandó a un propio con un recado para Manuel Viveros en Alto de tí­o Diego en el cual daba instrucciones.
Es martes, pasadas las ocho de la mañana, de un mes de abril. Aurelio almuerza con su familia. De pronto se escucharon cascos de bestias frente a su casa y una voz que gritó su nombre, ordenando que saliera. Intentó tomar su pistola pero no tuvo tiempo pues fue derribada la puerta de madera, lo empujaron y sacaron a la calle puesto con las manos arriba. Ahí­ de frente se encuentra Manuel Viveros acompañado de quince hombres, a caballo, llevando consigo escopetas y pistolas en mano. Lo ataron de los brazos y de las piernas sin mediar palabras. Los niños lloran, se pegan al pantalón de Aurelio, mientras su esposa implora y grita que lo dejaran en paz. Pide a la gente que se a juntado para presenciar lo que sucede, que por favor lo ayudaran. Hay como veinte curiosos. Nadie puede hacer nada, sólo miran el espectáculo. Es gente pací­fica, los vecinos de Aurelio. Pedí­an a Dios que lo ayudara. “Virgencita, que no le pase nada, pobre hombre”, “cuí­dalo virgencita”, “ayudalo Dios mí­o”, “Dios, protégelo”. El jefe de los asesinos ordenó que fuera atado a cabeza de silla y se lo llevaron arrastrando sobre la calle de tepetate. El hombre no grita, sólo un leve quejido se escucha debido a los golpes que su cabeza y el cuerpo reciben. Lo jalaron hacia la Cuesta de la rancherí­a de Cerrillos, en donde vive “el chacal” Toribio López, ubicada hacia el fondo de la cuenca del rí­o Capitán que está sembrada de cruces a diestra y siniestra. Nunca se encontró el cuerpo de Aurelio. Nadie supo donde quedó enterrado o desbarrancado. Los matones, desaparecieron por allá, rumbo al cerro de santa Efigenia.
Indignación, impotencia y miedo se vive en Alto Lucero. Ese mismo dí­a se formó una comisión que deberí­a ir a informar a las autoridades sobre lo acontecido y para pedir justicia. Señalaron a los asesinos enviados por Cornejo, pero nadie hizo nada. La policí­a estatal nunca se aparece en este pueblo. Dicen que es muy difí­cil llegar. Nada pasó y la muerte del lí­der quedó como triste recuerdo inscrita en la historia como otras tantas.
Pasados dos meses llegaron a la casa de la viuda de Aurelio varios campesinos con seis cargas de maí­z, dos de frijol y dos de calabazas para entregarlas a doña Amelia como producto de la siembra que habí­a hecho Aurelio en su parcela. Le dijeron a la señora que se habí­an quedado con una carga de maí­z y media de frijol pues iban a seguir sembrando el acahual hasta que su hijo mayor creciera para que se hiciera cargo. La familia recibió otras ayudas de la gente...


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