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Diario de un reportero
Martes 25 febrero, 2020

La última entrevista a Plutarco Elí­as Calles antes de ser enviado al destierro


Por José Pagés Llergo/Revista Hoy, 1936

(Se publica la entrevista/crónica de Pagés Llergo como un texto memorable, imborrable y citable por su gran sentido histórico y su gran calidad literaria)

Los primeros meses de 1935, el gobierno de Cárdenas asumió una actitud francamente obrerista ante los movimientos de huelgas que iban creciendo en todo el país.
El 12 de junio apareció en los periódicos una entrevista que el general Plutarco Elías Calles, jefe máximo de la revolución, concedió al senador Ezequiel Padilla, donde declaraba su desacuerdo con la política laboral del gobierno de Cárdenas y criticaba a los grupos que, en su afán por fortalecer su posición en el gobierno, estaban haciendo peligrar la "unidad de las filas revolucionarias".
Con estas declaraciones se hizo pública la división que de hecho ya existía y que se evidenció durante la segunda Convención Nacional del PNR, en diciembre de 1933, cuando el ala izquierda del partido se manifestó en favor de la realización de las reformas sociales. La nominación de Cárdenas a la presidencia de la República fue el resultado de constantes presiones de elementos progresistas para-->

contrarrestar el descontento popular y la amenaza de un levantamiento armado de los campesinos.

Año y medio después, los polí­ticos del "maximato" ya no formaban un grupo unificado ni Calles controlaba la mayorí­a de las fuerzas polí­ticas, la pugna se convirtió en un conflicto entre diferentes grupos con distintas maneras de concebir la polí­tica y el futuro desarrollo del paí­s.

A partir de dichas declaraciones y hasta abril de siguiente año, el ambiente polí­tico del paí­s fue tenso. Durante este tiempo Cárdenas se dedicó a organizar sus fuerzas polí­ticas en toda la república, hizo renunciar a su gabinete y formó otro con gente de su confianza.

El 16 de junio de 1935 Calles anunció su retiro definitivo de la polí­tica, salió de la ciudad de México a Sinaloa y pasó una temporada en Los íngeles, California En diciembre regresó al paí­s, pero la oposición en su contra era muy fuerte; se organizaron manifestaciones obreras pidiendo su expulsión, incluso se llegó a pedir que se investigara su riqueza y su posible complicidad en el asesinato de ílvaro Obregón.

Un dí­a antes de ser expulsado del paí­s por el presidente de la república, el periodista José Pagés Llergo, fue citado por el general Calles para concederle una entrevista que se publicarí­a en la revista HOY hasta 1937 en que apareció.

La entrevista

Después de hablar de su pasado y presente polí­ticos, después de referirse con claridad meridiana a los problemas nacionales e internacionales, el ex presidente de la república general Plutarco Elí­as Calles dijo que en materia religiosa es un descreí­do; en la cuestión social, un antimarxista; en polí­tica, un desengañado.

-No; no volveré a la polí­tica! -exclamó el general Calles incorporándose en el lecho, y como para dar mayor vigor a sus palabras, apretó fuertemente con la mano derecha las sábanas color de rosa con las que se cubrí­a, y agregó:

-¡Nunca, nunca, volveré a la polí­tica! Creo que es necesario dejar el campo a la nueva generación; ¡ya estoy viejo! Yo he batallado incansablemente; ya que he dado lo que tení­a que dar. Quiero vivir tranquilo.

El ex presidente bajó la vista; acomodó la almohada bajo la nuca; se llevó las manos a la cabeza, y sonriendo maliciosamente comentó:

-Además, dicen que ahora soy reaccionario.

Me mira de reojo; bajó los brazos y busca algo entre los pliegues de la sábana; toma una cajetilla de cigarrillos de marca americana, busca nervioso un cigarrillo; pero no encontrándolo, aprieta entre las manos la cajetilla, toma el que le obsequio, encendiéndolo al estilo norteño: el cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda que tiene ahuecada en cuyo hueco aplica el cerillo.

Le pregunto si no volverí­a a la polí­tica si se lo pidieran sus amigos, y entonces arrojando una bocanada de humo, casi se sienta sobre el lecho y mirándome ahora fijamente con los pequeños ojos en los cuales brilla una viva inteligencia y una energí­a de hombre combativo, y dice con un gesto desdeñoso:

-¿Amigos? ¿Dice usted mis amigos...? Pues ni así­ volveré a la vida pública; mi resolución es invariable.

Calles, con sus errores, es una de las figuras más interesantes de la historia polí­tica de México. Por largos años ha ejercido el mando sobre el paí­s, no sin severidad en muchas ocasiones; ha tenido un dominio absoluto sobre sus amigos; ha creado un sistema propio de gobierno; ha conmovido al paí­s con sus palabras, con sus hechos.

Tres horas he pasado frente al general, siguiendo con atención todos sus movimientos y todas sus palabras; le he hecho una porción de preguntas. He creí­do que estallarí­a o, cuando menos, harí­a un gesto de disgusto ante alguna. Nada de eso ha pasado. Escuchó siempre sereno, contestó siempre sereno. Sólo cuando le pregunté por qué él y sus amigos se habí­an fijado en el general Lázaro Cárdenas para hacerlo presidente de la república, pareció sorprenderse por la interrogación, y me dio una respuesta, vaga, imprecisa, creo que un poco insincero.

Me recibió el ex presidente de la república en la hermosa casa de campo, del tipo que en California llaman Spanish style, que posee en su rancho de Santa Bárbara, a veintinueve kilómetros de la capital.

Sobre la carretera de México a Puebla, y en el kilómetro veintinueve se ve sobre la derecha una serie de edificios: son los establos de la hacienda; sobre la izquierda se extiende una hermosa plantación de árboles frutales: peras, manzanos, duraznos. Bien se conoce que el propietario del huerto es hombre de orden, de dirección. Parece Santa Bárbara, un pequeño rincón del sur de California.

Entre los manzanos que florecen, surge una angosta avenida pavimentada, es la que conduce a la finca del propietario. A la entrada de la avenida, hay una casa de mamposterí­a: allí­ está un retén de soldados federales. En los tiempos en que el general Calles era gobernante, los soldados detení­an a los visitantes; ahora no se ocupan de quien entra ni de quien sale.

Al final de la angosta avenida se encuentra el bungalow del propietario de Santa Bárbara. Un hermoso jardí­n cuajado de rosales rodea a la finca que ha visto desfilar al mundo polí­tico que gobierna desde hace dos años. En un "cenador", dos ayudantes del general, en mangas de camisa, juegan ajedrez.

-El general está en cama -me dicen los ayudantes al anunciarme.

Pero en ese instante, sale al porche del bungalow el ex secretario de Comunicaciones, Rodolfo Elí­as Calles, y ordena que sea pasado mi recado al ex presidente.

-Está usted de suerte. -me dice el ayudante, y agrega:

-Dice el General que pase, aunque está enfermo, en cama.

El ayudante me conduce a la recámara del general, quien ocupa una cama matrimonial, color caoba, de estilo modernista. La mitad de la pieza está alfombrada, tapizada de acuerdo con el color del ajuar de cama; la otra mitad tiene muebles, tapices y alfombras color verde. El ex presidente viste pijamas de seda con grandes listas púrpuras.

A pesar de que asegura estar sufriendo un ataque de gripe, el general Calles parece gozar de completa salud. Tiene una frente recta, con dos pronunciadas entradas; una barba cuadrada que revela singular energí­a; unos ojos claros, pequeños, de mirar firme, es un tipo de mestizo norteño, con un veinte por ciento de sangre indí­gena.

Sobre el lecho tiene una porción de periódicos. Recostado, pone la mano derecha sobre un libro con pasta roja, en el dedo meñique luce un anillo con una esmeralda y dos brillantes.

Al preguntarle qué libro lee, me lo entrega.

-Leo: Hitler, Mi lucha.

Interrogo qué opina de Hitler, y contesta:

-Es un hombre de valer; creo que con buenas intenciones; es la consecuencia del caos que reinaba en Alemania. Cuando un paí­s está en el camino de la disolución, del caos; cuando el caos y la disolución hacen temer por la existencia de una vida nacional, surgen esa clase de hombres como Hitler. Un pueblo desesperado se entrega al primer hombre vigoroso que se le presenta. La condición de Alemania antes del ascenso de Hitler al poder no podí­a ser más desastrosa, moral y económicamente. Habí­a un relajamiento en las costumbres; se habí­a perdido el sentido de la nacionalidad; la economí­a estaba destruida; el judí­o era dominador. Los judí­os estaban llevando a la república alemana al comunismo.

El general Calles levanta las cejas: sus pequeños ojos brillan casi eléctricamente, alza el brazo izquierdo y asiendo su mano una tenaza, exclama:

-¡El judí­o es el peligro de las nacionalidades! ¡El judí­o es el que siembra el caos llevando a los pueblos la semilla comunista! El judí­o no tiene patria, y sueña en la dominación del mundo, y como esa dominación no la puede realizar por el comercio ni por la industria, pretende realizarla por medio de un gobierno universal, de imperio sin fronteras. Ya ve usted lo que pasa en España; ese caos que reina en la república española es obra de los judí­os; ellos son los que han llevado allí­ la semilla del comunismo; ellos son los que están minando a la joven república. Recuerde usted que los grandes jefes comunistas han sido y son judí­os: judí­o era Marx, judí­o era Engels, judí­o es Trotsky; judí­os son los dirigentes en el gobierno de la Rusia soviet. Y si usted pone la mirada en nuestro paí­s, encontrará usted que quienes están provocando la situación actual son también judí­os.

Le pregunto si ha estudiado detenidamente a Carlos Marx, y me responde después de encender un cigarrillo:

-Sí­; he leí­do las obras de Marx; lo he estudiado detenidamente. En los últimos años, me he dedicado a leer todas las obras que tratan de la cuestión social, pero especialmente me he dedicado a las obras de economí­a. No sabe usted cuánto me interesan los problemas económicos; creo que, si nuestro paí­s ha padecido tanto, se debe a que no se ha pensado seriamente en nuestros problemas económicos. Marx tiene ciertamente capí­tulos interesantes en su obra El capital; el desarrollo que hace sobre la plusvalí­a me parece de capital importancia; pero me disgusta profundamente la falta de sentido humano en el teórico del socialismo. Para Marx, no existe el individuo y, por lo tanto, no existe la libertad. Y, ¿puede haber algún hombre, algún pueblo, que no ame la libertad? Marx hace del individuo una pieza de una gran máquina que se llama el Estado; el Estado rige, el Estado manda, el Estado domina; para el Estado, el hombre no es nada.

El ex presidente, que ha hablado pausadamente, con su voz ronca, me mira con fijeza, como esperando una nueva pregunta. Entonces le recuerdo que hace varios años, él, el general Calles, habló de que el porvenir de México era un Estado socialista. El general comprende inmediatamente que el propósito en la pregunta es establecer una contradicción con lo que antes habí­a afirmado, y dice:

-Sí­; pero el Estado socialista de que he hablado no es el Estado comunista. Siempre he creí­do en la necesidad de que el Estado sea protector de las clases débiles. Más todaví­a: considero que es deber del Estado desempeñar esa labor de protección. Mi punto de vista puede ser más claro si digo que la plusvalí­a debe ser repartida más equitativamente; pero entre la intervención del Estado en el reparto equitativo de la plusvalí­a y la intromisión del Estado en todos los aspectos de la vida moral y material del hombre, de la sociedad, hay una gran diferencia. Por otra parte, el Estado socialista de que he hablado no es el Estado que va a negar la libertad. El fin de la libertad es el fin de la iniciativa individual; y la iniciativa individual es el progreso del hombre y de las naciones. El Estado de que he hablado no es el Estado que acabará con la propiedad privada. Yo dirí­a, que ese Estado ha sido idealizado para nuestro paí­s, exclusivamente para nuestro paí­s, que por sus condiciones geográficas, étnicas, económicas, morales, necesita sí­, un progreso en su economí­a, pero un respeto en sus libertades. Es indispensable recordar que tenemos ocho o nueve millones de indí­genas que viven una vida de inferioridad económica; a esos indí­genas hay que irlos incorporando paulatinamente en nuestra economí­a. Pero ésta debe ser obra de civilización, y no debe ser obra de odios. Figúrese usted lo que es una siembra de odios entre esa gente que apenas va abriendo los ojos al progreso.

Calles habla con el reposo y el énfasis de un hombre que ha gobernado al paí­s; que conoce a México y a los mexicanos; que sabe lo que quiere y a dónde se puede ir.

Cuando he tratado de hacerle alguna pregunta, aprovechando algún alto en su plática, antes de escucharme ha continuado hablando como adivinando lo que yo pretendí­a saber, y haciendo una ligera señal con la mano, tal y como si siguiese siendo maestro de escuela y como diciéndome: para allá voy.

El general Plutarco Elí­as Calles no cree que sea posible establecer un régimen comunista en México, no sólo porque las ideas extremistas no tienen arraigo en el paí­s, sino porque no hay hombres para ello.

-¿Comunistas? -pregunta, y agrega-:

-Los conozco a todos, que no ve que he estado en el poder y que todos esos que se dicen comunistas me han dado oportunidad para que los conozca A todos ellos los conozco bien. ¿Cree usted que sean sinceros Lombardo, Yuren, Velázquez, Laborde, Campa? ¡No, hombre, qué van a ser sinceros! si usted conociera mi archivo.

Le pregunto cuando lo publicará, y haciendo un gesto despectivo contesta:

-¡Eso de publicar archivos son payasadas!

Me mira fijamente de soslayo; seguramente sabe que los periódicos Lozano han publicado, como una contribución, elogiada por propios y extraños, los archivos de varios hombres de la revolución; y comprende quizá también que ha sido descortés, pues parece recapacitar pareciendo reconsiderar sus palabras, y me dice:

-Sí­, tengo cartas curiosas de todos, de todos los que ahora me calumnian y me injurian; de todos esos que se llaman comunistas. Por ejemplo, tengo una carta de un ardiente comunista de última hora, de Manlio Fabio Altamirano, que me escribió cuando fui secretario de Hacienda, es decir, cuando me extendieron el nombramiento de secretario de Hacienda. Porque la verdad es que nunca me hice cargo de la secretarí­a, me dice:

Calles toma el libro de Hitler; lo abre apuntando con el dedo sobre las páginas, como si allí­ tuviese extendida la carta:

-...Mi querido Jefe: Muy respetuosamente le ruego no olvide que me encuentro en difí­cil condición económica; que me ayude en alguna forma, y que recuerde que todas mis economí­as las gasté combatiendo al pontí­fice del comunismo en Veracruz: Adalberto Tejeda...

Calles suelta una carcajada; dobla las rodillas sobre la cama; se acomoda la almohada en la nuca, deja el libro de Hitler por un lado, y comenta:

-¿Con esos comunistas de última hora es con los que se cree que nuestro paí­s llegase a un régimen comunista? No, hombre, qué vamos a tener comunismo...

Le pregunto entonces, cuál cree que será el porvenir económico y social de México. Me mira de soslayo tratando de adivinar mi intención, sonrí­e sarcásticamente; se ve indiferente la mano izquierda; da un ligero golpe en el lecho, y dice:

-Mire, ¿cómo cree usted posible hablar de un porvenir cuando reina el caos? Yo le podrí­a contestar a usted, como contestó Vargas Vila, cuando le preguntaron su opinión sobre el porvenir de la nacionalidad argentina. Vargas Vila dijo entonces: "No podré hablar sobre el porvenir de la nacionalidad argentina, hasta que el último europeo que llegue a la Argentina se coma al último gaucho y vean que es lo que digiere el europeo."

El ex presidente estalla con una sonora carcajada. Pide un cigarrillo, lo enciende con alguna dificultad, debido a que un ligero temblor lo asalta en la mano seguidamente, risueño, y con un aire de malicioso, al escuchar mi pregunta sobre su opinión de los polí­ticos mexicanos, y como hablando consigo mismo, dice:

-Los polí­ticos mexicanos, los polí­ticos, nuestros polí­ticos, son como los polí­ticos de todo el mundo: carecen de principios, abandonan a sus jefes y amigos. Son tan pocos los hombres leales. La polí­tica, amigo, es una cloaca, siempre lo ha sido.

Me refiero entonces a los polí­ticos mexicanos que han regresado recientemente del exilio; menciono a varios de ellos. El ex presidente baja la vista, golpea nervioso sobre el lecho y, sólo cuando le digo que hablo de los viejos polí­ticos que hasta hace poco tiempo eran callistas, me vuelve a mirar, contestándome casi entre dientes si considera hábil o inteligente a fulano o a zutano. Cuando menciono al subsecretario de Gobernación Agustí­n Arroyo Ch. me contesta con cierta viveza:

-¿Pero qué hizo Arroyo Ch. en los años que fue gobernador del estado de Guanajuato? Usted sabe que Guanajuato es uno de los estados más importantes de la república. Allí­ un gobernante inteligente, trabajador, puede hacer muchas cosas. ¿Qué hizo el señor como gobernante? Si era socialista no dejó en el estado las menores huellas de haber hecho una labor social.

Cuando le pregunto en qué concepto tiene al general Lázaro Cárdenas, presidente de la república, me vuelve a mirar de reojo, levanta las cejas, frunce el ceño, y muy pausadamente, con su voz ronca, me contesta:

-Yo conocí­ a otro señor general Cárdenas, que no era el señor general Cárdenas agitador. Yo conocí­ al señor general Cárdenas hombre probo, patriota, desinteresado, honesto, honorable. Yo no conocí­ al señor general Cárdenas lí­der y agitador obrero.

El ex presidente de la república hace una pausa solemne. Quizá recuerda en esos instantes, que siempre consideró al general Cárdenas como a un hijo. Ha habido tres hombres de la revolución a quienes el general Calles tuvo un verdadero cariño. A uno de ellos, lo mandó fusilar a los otros dos los hizo presidentes de la república. A quien mandó fusilar fue al general Jesús M. Aguirre; a quienes hizo presidentes fueron Cárdenas y Abelardo L. Rodrí­guez.

Sin embargo, Calles no confiesa que él haya hecho presidente al general Cárdenas, pues cuando le hago esta pregunta mueve lentamente la cabeza y baja la vista. La amargura se refleja en su rostro. Veo cómo empuña la mano derecha. Espero que me hará una revelación; tengo puesta en él toda mi atención. Por vez primera, desde que he estado sentado frente a él, escuchándole, le veo titubear. Bien se conoce que sostiene una lucha interior; pero una lucha violenta, rápida, que ha de resolver en unos cuantos segundos. Las venas que surcan su frente se han inflamado, las arrugas se ensanchan como surcos Se vuelve hacia mí­; sus ojos centellean. Por fin, con gran moderación, me dice:

-La designación del señor general Cárdenas como candidato a la presidencia de la república fue obra de las circunstancias. Fue resultado de la organización del Partido Nacional Revolucionario; no fue obra personalista. Pero...

El ex presidente se detiene y, dándome cuenta de que no hablara más sobre el asunto, le pregunto cuál es la capacidad mental, en su concepto del presidente Cárdenas, y responde con viveza:

-Le he dicho que sólo he conocido a otro general Cárdenas, probo, patriótico, honesto, desinteresado, quizá un poco influenciable; y digo que influenciable porque ahora es socialista por la influencia del grupo que le rodea.

Pregunto si considera que ese grupo es sincero, y con mayor viveza, me contesta:

-¿Sincero? Hombre, cómo va usted a creer que Lombardo Toledano sea sincero; Y cómo va a creerse que sean sinceros otros que antes eran de la derecha y ahora son de la extrema izquierda. Yo los conozco a todos. Al único que siempre he conocido como radical es al general Mújica; pero el general Mújica tiene un poco de excéntrico. Mire, ahora el ser radical sirve para que se abran las puertas del presupuesto; todos esos que oye usted hablar de izquierdismo, de socialismo, de comunismo, es que andan buscando acomodo. No; ese grupo no es sincero, y lo único que está haciendo es estar perjudicando a nuestro paí­s, sembrando la disolución, el caos, y haciendo que nuestra economí­a camine a la ruina.

-Y de los intelectuales mexicanos, ¿qué opina usted? -pregunto. Y como sonriera, agrego:

-De Vasconcelos, por ejemplo.

-Vasconcelos es un hombre inteligente, culto. Lástima que se haya metido en la polí­tica. Qué tienen que hacer los intelectuales en la polí­tica. Los que no se corrompen se hacen apasionados. La pasión le resta energí­as, talento. He leí­do el Ulises criollo de Vasconcelos; ahora estoy por leer La tormenta. El Ulises tiene páginas preciosas; pero ¿qué le darí­a a Vasconcelos por hablar de sus p.?

Y Calles, al lanzar la última palabra lo hizo con fuerza, alzando la voz y los brazos.

Le pregunto si ha leí­do todo lo que de él se ha escrito, por más severo que sea. dice:

-Leo todo. He tenido por costumbre enterarme detenidamente de lo que dicen mis enemigos polí­ticos; nada me disgusta. He visto enojados a algunos de mis amigos por algunos ataques que me han hecho, mientras que yo los he aceptado serenamente. ¿Por qué un hombre polí­tico no ha de estar expuesto a las crí­ticas? Lo único que me ha llegado a causar enojo es la calumnia que se ha desatado contra mí­ en los últimos meses; pero ¿qué quiere usted? ¡Así­ es el mundo!

A continuación le pregunto si la educación socialista que está siendo dada a los niños en las escuelas de todo el paí­s es la misma que él anunció, que él provocó.

Me mira no sin cierta sorpresa, y exclama:

-¡Qué tengo yo que hacer con la educación socialista!

Voy a recordarle que él, Calles, fue quien lanzó el grito de la educación socialista en Guadalajara, pero como adivinando mi pensamiento, agrega:

-Yo nunca he predicado odios, y menos odios de clase. Ya he dicho a usted que siempre he sido antimarxista y que el socialismo que yo he deseado es el del mejor aprovechamiento de la plusvalí­a, pero yo no he apoyado la educación socialista ni la reforma al artí­culo tercero constitucional. ¿Cómo voy a aprobar una reforma de tal naturaleza, cuando ni siquiera se ha definido lo que es el socialismo? Ni los mismos marxistas se entienden. Que me señalen a dos teorizantes del socialismo, que estén de acuerdo en sus concepciones. Ni Marx ni Engels pudieron ponerse de acuerdo. Luego para establecer la educación socialista se hace una reforma a la Constitución que se condensa en unas cuantas lí­neas. ¡Cómo! ¿Cree usted posible que lo que los teóricos del socialismo no han podido definir en cientos de volúmenes lo definan los legisladores mexicanos en unas cuantas lí­neas? ¿Cree usted posible que los cientos de maestros rurales estén capacitados para enseñar socialismo? Y prueba de que están incapacitados, es que la enseñanza socialista es una cuestión de mitin. Pero lo más peligroso es esa enseñanza de odios a los niños; el hombre, que no necesita de mucho para poner en juego sus malos instintos, inducido por esa propaganda de odios y clases, ¿a dónde irá a parar? Ya usted conocerá las muchas anécdotas que corren sobre la enseñanza socialista a los niños. Por si no lo sabe, le voy a contar una de ellas. Un maestro preguntó a sus discí­pulos: "¿quién es un burgués?" Un muchacho contestó: "Un burgués es un señor, que desayuna en Sanborns, que come en Lady Baltimore, que cena en Prendes, que tiene automóvil, que fuma puro". El muchacho debió haber dicho que tal tipo no era un burgués, sino uno de nuestros socialistas. Pero, qué quiere usted, es lo que se enseña, es lo que se predica, es lo que se propaga. No se pueden imaginar qué de males está acarreando al paí­s, ¡qué siembra de odios; qué siembra de odios! Así­ que ya sabe usted lo que es un burgués, digo un socialista.

Calles rí­e jovialmente, y aprovecho para pedirle que me diga cómo fue el rompimiento del presidente Cárdenas con él. El ex presidente, mirándome fijamente, y después de dar un golpe sobre la cama, contesta:

-¿Cómo, dice usted? Mire: el 11 de junio estuvo platicando conmigo sobre la situación en que se encontraba el paí­s. Le hice saber que mi deseo era que terminara la agitación porque la agitación estaba perjudicando al paí­s, etcétera, etcétera. Con todo lo que dije estuvo de acuerdo el señor presidente; me dijo que aprobaba mis palabras. Hablamos como amigos; como amigo me contestó. Nos despedimos en el entendido de que los dos estábamos de acuerdo. Lo mismo que le dije al señor presidente, le dije al licenciado Padilla, y recordará usted que este licenciado publicó una entrevista conmigo. Luego ya conoce usted el resto. El señor presidente contestó en forma muy diferente a lo que a mí­ me habí­a dicho. Eso es todo.

Deseo conocer más detalles, pero entonces el general Calles cambia de conversación. Me hace saber que su preocupación es sobre los problemas económicos, y no los polí­ticos; que es, desde hace varios años, un estudiante de economí­a polí­tica. Me explica, con la claridad y la paciencia de un catedrático universitario, lo que es el bimetalismo, el sin metalismo, la moneda, el cambio, el í­ndice de valores; las relaciones entre el signo de cambio y la exportación, entre el valor de la moneda y de la mercancí­a; cree que el porvenir de la plata depende del gobierno de los Estados Unidos; explica cómo tres potencias mundiales han acaparado el oro; asegura que el gobierno de México pierde novecientos mil dólares con cada punto que baja la plata; hace una amplia referencia de cómo se constituyó la reserva monetaria del paí­s; comenta las afirmaciones que han hecho algunos economistas americanos y europeos sobre la moneda; dice que los economistas tienen la tendencia de la elucubración, y que habiendo platicado recientemente con un distinguido economista de los Estados Unidos, profesor de la Universidad de Yale (pronunció Yale como palabra castiza) preguntó a éste, si tení­a la seguridad de que la aplicación de sus teorí­as serí­a la salvación económica del mundo, a lo cual el economista no pudo responder; habló de la miseria económica de México, creyendo que es posible reducirla, y terminó:

-Pero para mejorar la situación de nuestro pueblo es necesario conocerlo, estudiarlo y no agitarlo. En un caos como el que reina actualmente, ¿quién puede pensar en la salvación de nuestro paí­s? ¿Que no ve usted diariamente en los periódicos que aumenta la delincuencia, que nadie tiene confianza en el porvenir? Es que la moral se está relajando, y un pueblo sin moral es un pueblo perdido.

Después de dos horas de conversación, el general Calles se hace más jovial, se borra en él el sello de la autoridad, ya no mira de reojo, hace un nuevo movimiento que parece ser de mayor confianza: se lleva la mano a la cabeza y se baja el cabello, peinado hacia atrás, hacia adelante, quedando sobre la frente un pequeño tupé; rí­e entonces, y luego, con la punta del í­ndice de la mano derecha, describe sobre la frente un semicí­rculo, para, seguidamente, echarse de nuevo el pelo sobre el cráneo. Este movimiento lo hace mecánicamente varias veces, durante la última fase de la entrevista.

Es ahora más expresivo en sus gestos, en sus actitudes, y al continuar hablando de sus antiguos amigos, insiste en:

-Hombre, hombre, si yo los conozco a todos, los he tenido aquí­...

Y el ex presidente extiende el brazo, muestra la palma de la mano, y parece como indicar allí­. Sobre esa palma han bailado o ha hecho bailar a los numerosos cortesanos que ahora pretenden tener las caracterí­sticas del hombre combativo.

Calles rí­e con cualquier motivo. Cuando rí­e cubre con el labio la dentadura superior y enseña la fila de blancos y pequeños dientes inferiores.

Aprovecho entonces para preguntarle si en su juventud fue católico.

-No; no he sido católico -contesta secamente, y sonrí­e a continuación.

-¿Ni en su niñez? -interrogo.

-Ni en mi niñez. -agrega, y sin dejar de sonreí­r, dice:

-Debo decirle que allá, en mi niñez, toqué las campanas de la iglesia de Hermosillo; pero eso se hace por gusto y por travesura. Además, me robaba centavos de las limosnas para comprar golosinas. Y crea usted que ésa ha sido mi única conexión con la religión y con la Iglesia.

Le pregunto si es masón. Se lleva la mano a la cabeza; se hace el cabello para delante y para atrás, y mueve la cabeza en sentido negativo y habla:

-Fui masón. Sí­; fui masón. Pero siempre he sido un rebelde, y me disgustan las ceremonias de la masonerí­a, por eso la abandoné.

-¿Después de dejar la presidencia?

-No, no -contesta rápidamente-. Hace muchos años, era yo muy joven. Pertenecí­a yo a la logia "Humanidad", de la que era venerable el licenciado Peláez; tendrí­a entonces yo unos veintidós años. Desde entonces no he pertenecido a ninguna secta.

Le hago saber que entre los tantos y tantos documentos que han pasado por mis manos de los hombres y de los hechos de la revolución, he tenido una carta de él, del año de 1898, dirigida al licenciado Peláez, en la cual pedí­a a éste se hiciese cargo de una casa que tení­a en el puerto de Guaymas, mientras que él, Calles, iba como maestro de escuela a Hermosillo.

-Es cierto, parece que fue al licenciado Peláez a quien nombré mi apoderado en Guaymas -responde.

-General, continúo, y ¿por qué suscitó usted el problema o conflicto religioso? Usted ha dicho en varias ocasiones que no ha existido ni conflicto ni problema religioso en México.

-Mire, he dicho la verdad: no hemos tenido ni problema ni conflicto religioso. Lo que hemos tenido es una guerra con los curas rebeldes. No; no ha habido conflicto con la religión, el conflicto ha sido con los curas, solamente con los curas.

El ex presidente de la república se incorpora sobre el lecho: acomoda las almohadas; enciende un cigarrillo y, con su voz ronca y hablar pausado, dice:

-Voy a decir la verdad, sobre el origen del conflicto con los curas. En 1926, mi gobierno estaba dedicado a la reconstrucción económica del paí­s. Habí­a fundado el Banco de México; a continuación habí­a establecido el Banco de Crédito Agrí­cola; comenzábamos las grandes obras de irrigación para el desarrollo de la agricultura; iniciábamos la construcción de las grandes carreteras. No tení­amos, pues, más problema que el problema de las reconstrucciones económicas; puedo decir, sin jactancia, que estábamos en las ví­as del progreso y del mejoramiento social. Ex abrupto, aparecen en El Universal unas declaraciones del arzobispo Mora y del Rí­o desafiando a mi gobierno, al Estado, diciendo que el clero no estaba conforme con la ley, que la ley deberí­a ser reformada. El exabrupto me llamó la atención y me causó disgusto; era un desafí­o a mi gobierno que no se habí­a metido con los curas; que casi ignoraba la existencia de los curas y de la Iglesia. Por de pronto, parecí­a que aquellas declaraciones habí­an sido provocadas intencionalmente por El Universal, que llevaban fines polí­ticos; pero, cuál no serí­a mi sorpresa, cuando después de que Mora y del Rí­o habí­a negado haber hecho tales declaraciones, me llegaba una comunicación firmada por arzobispos, obispos y curas, aprobando y ratificando las declaraciones del arzobispo de México. Así­, cómo ve usted, el ataque era de los curas al Estado. A continuación, los curas se declararon en huelga, ellos fueron los precursores de las huelgas que ahora tenemos a diario.

Calles rí­e con fuerza. Sus ojos, como los de hombre que gusta de la lucha, centellean, y luego sigue.

-Los curas huelguistas abandonaron los templos. Mi gobierno los podí­a haber mandado cerrar; pero como muestra de cordura, los entregó a las juntas vecinales. Los huelguistas se hicieron entonces rebeldes; fueron a la guerra y obligaron al gobierno a ir también a la guerra. Así­ que fí­jese en el proceso: primero, curas que atacan al Estado y a las leyes; después, curas huelguistas, y por fin, curas rebeldes. ¿Qué tení­a que hacer el Estado, si no es que defenderse? Ya usted sabe el resto: vino la guerra sin cuartel y las dolorosas consecuencias de esa guerra. A veces el Estado aparece demasiado cruel; pero es que el Estado tiene que defenderse. Ahí­ tiene usted la verdad en el conflicto religioso o problema religioso, como usted quiera, pero que fue un conflicto entre Estado y curas rebeldes.

Trato de hacerle una pregunta, pero el ex presidente, prosigue:

-Fue un caso doloroso para nuestro paí­s; pero cuando un gobierno comienza a hacer una obra de construcción; cuando la paz es alterada; cuando existe amenaza a las instituciones, el Estado tiene que defenderse. Yo hubiera querido terminar mi gobierno sin ese conflicto, pero me provocaron los curas rebeldes; mi gobierno les hizo frente, en ello acepto toda la responsabilidad.

Intento hacerle volver a los lí­deres de la polí­tica nacional; le pregunto sobre algún punto histórico, conectado con la actuación de don Adolfo de la Huerta pero el general parece rehuir las respuestas. Por fin, me dice a propósito de mi pregunta sobre el hecho histórico.

-Si viera usted qué mala memoria tengo Hay hechos de los que apenas recuerdo generalidades; pero casi siempre olvido los detalles. En cambio, no soy tan mal fisonomista. Cuando veo a una persona una o dos veces, casi nunca la olvido.

Después, al referirse a los lí­deres de la polí­tica nacional, dijo hablando del general Saturnino Cedillo:

-El general Cedillo es un hombre serio: yo no lo conozco como radical.

Le pregunto si desde su regreso a México el 13 de diciembre de 1935 le han molestado o le han perjudicado sus intereses.

-Pues qué quiere usted. -contesta- he tenido que sufrir algunas molestias, espionaje, visitas con mala intención, insinuaciones, pero nada más. No sé por qué me hacen pasar por esas molestias, cuando no soy ningún problema para el paí­s. Ya le digo, estoy retirado de la vida pública, y seguiré retirado. Lo único que he dicho es que el estado caótico de nuestro paí­s está perjudicando seriamente nuestra economí­a, y repito que se puede ser obrerista sin necesidad de llegar a las exageraciones, sin necesidad de hacer de la Secretarí­a de Educación Pública un centro de agitación comunista. ¿Qué objeto tiene esa agitación? Esto es lo que no comprendo. Y me culpan a mí­ de esa agitación, yo que la repudio y la condeno. Y esta opinión que sostengo es una opinión patriótica. ¿Qué ventajas ha obtenido la nación durante el último año? ¿Qué ventajas podrá obtener para el futuro? Nadie cree, porque es contrario al desarrollo natural de las cosas, que mediante esa agitación se logre un beneficio económico de nuestros millones de indí­genas, de nuestro pueblo proletario.

Aunque cuatro horas más tarde, el ex presidente serí­a aprehendido y advertido de que deberí­a abandonar el paí­s, en esos momentos estaba muy ajeno de lo que acontecerí­a.

Cuando le pregunté qué pensaba del atentado dinamitero contra el tren de pasajeros de la ví­a de México a Veracruz, contestó con vivacidad:

-¡Que es un atentado contra la civilización! ¿Qué fin puede tener un atentado de esa naturaleza? No me lo explico, más dándome cuenta del estado caótico que reina en el paí­s. Cuando existen esos estados caóticos, el sentido morboso del individuo se despierta. La morbosidad suele llevar al individuo a esos atentados que siempre son signos de barbarie.

Indicó que entre los elementos polí­ticos se acusa a los callistas de haber sido los autores intelectuales del atentado.

El ex presidente, aparentando sorpresa, me contesta:

-¿Callistas? ¿Pero es que existe eso que han dado en llamar callismo? No, todos mis amigos me han abandonado.

Agrego que concretamente se señala a los elementos de la CROM como autores del atentado; Calles baja la vista, se conoce que en él hay una lucha interna, parece a punto de estallar; pero dominándose, comenta después de apretar los labios dos o tres veces:

-Eso es una infamia, una calumnia, No; no, la CROM, nada tiene que ver con ese atentado. Eso es una infamia; todo por la lealtad de Morones. No; eso es una infamia. Repito que quienes llevaron a cabo ese atentado deben haber sido elementos morbosos; dos o tres individuos, a lo sumo. Y fí­jese usted, esos individuos deber ser muy expertos en la materia, y sin sentimientos humanos. Cualquier persona que haya andado en la revolución sabe que para esa clase de atentados, para hacer que la dinamita cause estragos al explotar hacia arriba y no hacia abajo, se necesita tener mucha experiencia.

Calles de nuevo aprieta los labios dos o tres veces. Suavemente, con la palma de la mano, se peina el pelo sobre la frente, para luego volverlo hacia atrás.

-De todo lo que le que he dicho -continúa- esto es lo único que tendrí­a deseos de que se publicara.

El ex presidente da muestras de cansancio; pero como hiciera alusión a los problemas del mundo, y especialmente al de la guerra, le pregunto si cree que está próxima una nueva guerra mundial.

-No; no lo creo. Creo que estamos muy lejanos de una nueva guerra. ¿Qué objeto tendrí­a una guerra? Las guerras hasta 1914 son explicables. Las potencias europeas tení­an necesidad de llevar a cabo un reajuste de las colonias; habí­a todaví­a territorios que disputar; pero actualmente el problema de la expansión territorial ya no existe. Por muchos y muchos años, las potencias se limitarán a conservar los territorios que han conquistado en pasadas guerras. Se dice que la competencia comercial puede provocar una nueva guerra. Creo que tal concepto de desarrollo comercial es erróneo. Si la guerra fuese consecuencia del desarrollo comercial, el Japón tendrí­a ejército y marina superiores a los que tienen, supuesto que sus progresos comerciales no están de acuerdo con el desarrollo de sus presupuestos de guerra. No; la competencia comercial no puede ser un factor único para la guerra; podrí­a, en todo caso, ser uno de tantos factores, pero nunca el único.

Y como al hablar del Japón recordó seguramente las islas hawaianas, el ex presidente habla de su visita a Honolulú, pintando a esta ciudad como un lugar ideal para el descanso, habla de los campos de golf, de las fiestas en los hoteles y termina diciendo que gusta mucho del baile.

Cuando me pongo de pie, el general me extiende la mano. Aprieta con fuerza y me dice afable que siempre está a las órdenes de los periodistas.

Salgo al jardí­n. Son las siete de la noche; ya empieza a oscurecer; pero los dos ayudantes del general siguen jugando al ajedrez. Ninguno de los pocos habitantes del bungalow sospecha que cuatro horas más tarde habrá de presentarse un piquete de soldados federales para aprehender al hombre que ha sido uno de los polí­ticos mexicanos más poderosos.

Sin embargo, cuando paso en el automóvil por la garita de la carretera de Puebla, me llama la atención el hecho de que el número ordinario de vigilantes ha sido duplicado y además me doy cuenta de que hay varios policí­as de la reservada que detienen a los coches y examinan, nerviosos, el interior de los vehí­culos.


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