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8 Columnas
Sábado 25 enero, 2020

Nomás las cruces quedaron


Primera novela del reportero Gonzalo López Barradas
•Está basada en las postrí­meros de años años 20 y durante los 30 y 40, tiempo cuando en Veracruz operaba "La mano negra", el cartel de Manuel Parra, que integrado con pistoleros mataran a unos cuarenta mil campesinos como parte de aquella enconada lucha agraria

Parte Una
Don Juan lleva recorridos más de ochenta años. Anciano recio, tozudo, con los dí­as contados. El tiempo lo ha rebasado. Vive, aparentemente tranquilo, como lo hacen la mayorí­a de personas de su edad. Se la pasa sentado sobre un viejo butaque de cuero de vaca. Envuelto en un delgado zarape; los pies metidos en unas carcomidas y viejas chanclas, a su lado, un jarro de barro lleno de limonada sobre una pequeña mesa de madera. No tiene nada qué hacer. Sólo profundiza su mirada hacia el horizonte. Sus pequeños ojos enjutos, como la piel de su rostro, se pierden en la lejaní­a, allá donde se pone el sol por las playas de san Carlos Chachalacas. Es testigo que participó en la refriega que protagonizaron las “guardias blancas” que comandaba la “Mano Negra”, cuando éste estuvo entronado en la Hacienda de Almolonga, distante a tres horas de Jalapa, la ciudad capital del Estado de Veracruz.

Vive con Jovita, eterna compañera de su vida, en una casita de dos piezas, construida con madera, y tejas; un fogón, una mesa que les sirve de comedor; en un cuarto, una destartalada cama cubierta con petates en la cual duermen junto a la troje de maí­z y un corredor con dirección a la barranca desde donde se mira el rí­o Capitán que arrastra sus aguas tranquilas pero presurosas entre peñascos, zacatales y los cerros “Las Campanas” y “Santa Efigenia”, pasando por las orillas de los barbechos de “Malayerba” y los árboles de mangos que florecen altivos y frondosos a un lado de los potreros, para irse a esconder en la garganta del Golfo de México, por el rumbo de Zempoala.

El jacal de don Juan y Jovita está apartado del pueblo donde el tepetate y las jerillas complementan el terrible calor canicular que deja la resequedad del verano con el arrullo del canto de las chicharras y los ladridos de perros. Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire añejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Es el aire de agosto que sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. Este es uno de esos pueblos, con sus vientos raros.

No recibe a nadie, solamente a conocidos que llegan para contarle chistes y chismes y jugar conquián, utilizando una baraja desgastada, en partidas de cinco centavos. No se atreven a hablar de su pasado, por temor a que se enoje y los mande a la chingada.

-“No llueve, los pastos están secos, el ganado se cae de flaco, y hay muchos jodidos y peor todaví­a: nadie quiere trabajar”, dijo Aurelio

-“Puro pinche gí¼evón ves en las calles”, contestó Felipe.

-“¿De qué vivirán?”, preguntó Elpidio.

-“”˜Pus”™ robando, ¿de qué crees?”, aseguró Lázaro.

-“O pidiendo dinero prestado. A mí­, todaví­a, el hijo del “patón” me debe cinco pesos desde hace tres meses… y ni pa”™ cuándo”, se quejó Román.

Esas son algunas de las pláticas que se repiten y que dan inicio a una larga conversación.

Las campanas de la iglesia de Cristo Rey, plantada en el corazón del pueblo, repican para avisar que son las doce del mediodí­a; un sol quemante cae a plomo sobre las calles de tepetate y el suelo empedrado. El padre Brí­gido se placea leyendo el evangelio de San Juan y escuchando el tilí­n talán de sus viejas campanas y tres viejecitas piadosas que van por la calle rumbo a la iglesia torean, con su reboso, los rayos incandescentes del padre sol.

-Tengo que escribir un trabajo sobre una historia para poder obtener mi carta de pasante, le dije. El rostro adusto de don Juan no demuestra nada. No sonrí­e. No voltea a verme. Sigue perdida su mirada en la lejaní­a.

-¿Quieres un jarro de agua, muchacho?, dijo Jovita.

El calor es sofocante. Estamos en plena caní­cula, pero don Juan sigue envuelto en su delgado jorongo que lo resguarda de las corrientes de aire que vienen del sur, pues vive en la parte alta del pueblo, rumbo al camposanto.

-Gracias, señora.

Mujer enigmática que a pesar de su avanzada edad aún se le admiran su belleza, su porte, su caminar revoloteando las enaguas floreadas, descoloridas por el uso y el tiempo.

-¿Qué pasa, muchacho, qué quieres?, casi gritó el anciano.

-Don Juan, dije nervioso, sabemos que a usted no le gusta platicar del pasado y vengo…

Con un movimiento, pegando un golpe seco en la mesa con el puño entrecerrado de su mano derecha, me interrumpió… Por primera vez movió la cabeza para mirar a su esposa.

-¿Qué te dije, vieja?, refunfuñó, mostrando una enorme tiricia reflejada en su cansado rostro amarillento.

Doña Jovita dio la media vuelta y se retiró a la cocina y desde ahí­ levantó la voz: ¡Acuérdate de quién es nieto!

El anciano se sumió en su butaque como si tratara de encontrar la entrada a un profundo y oscuro túnel, murmurando quién sabe qué; el sol se fue volteando sobre las cosas. La tierra seca y en ruinas estaba frente a él. El intenso calor caldeaba su cuerpo y sin decir una sola palabra y rascando páginas al tiempo, se echó un trago de limonada y volvió a perder su mirada allá a lo lejos desmoronándose como si fuera un montón de piedras y de sus ojos aceitunados, que apenas se moví­an, saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente, corrieron dos pequeñas lágrimas que se perdieron entre las duras arrugas de sus mejillas. De pronto su corazón se detení­a y parecí­a como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida…


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