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8 Columnas
Viernes 24 enero, 2020

Veracruz es una fiesta


Charlas en el café
•Las horas felices
•El paraí­so de los flojos


Por Luis Velázquez

Es un café limpio, muy limpio. Y apenas se entra al restaurante y camina un paso todo huele a café. Y es un café acogedor y demócrata, porque aquí­ los meseros tratan al cliente más sencillo...

Luis Velázquez

del mundo como a un presidente de la república y al presidente de la república como al ciudadano más común de todos, aquellos, por ejemplo, que dejan de propina de 5 a 10 pesos… por más grande que sea la cuenta.
Allí­, en el café, se han pasado las horas más felices. Y es que, además, cada mesero tiene un montón de historias deseosos de contarlas a los cafetómanos que le abran un espacio.
Desde las 7 de la mañana, el café abre las puertas. Y lo primero que se advierte es un foro de meseros debatiendo ya las noticias del dí­a que han leí­do desde temprano, quizá las aventuras de la noche anterior, acaso viejas historias que actualizan y cuentan entre ellos.
Luego, poco a poco se van desperdigando conforme llegan los clientes, algunos de los cuales, incluso, esperan en la puerta 5, 10 minutos antes de abrirse, y otros han agarrado tanta confianza que de plano entran al café por la puerta de los meseros y quizá habrá quienes agarran la cafetera y ellos mismos se sirven el primer lechero.
Un cliente dice que el café es “el paraí­so de los flojos”, pues, como tantos otros suele llegar al mediodí­a, la hora laboral por excelencia.
Sabe, sin embargo, está consciente que aquí­ ante el lechero y la canilla suelen arreglarse los pendientes sociales más conflictivos del momento, y además, como “La bamba”, “con un poquito de gracia y otras cositas”.
Un mesero, dice, por ejemplo, y quien es casado, que su corazón andaba alborotado con una compañera de trabajo menor de treinta años, y como la relación era un largo y extenso camino de espinas y cardos, la solución salomónica vino del cielo y un dí­a sufrió un accidente en su moto y nunca la chica lo visitó en el hospital y advirtió que de plano ningún cariño, afecto, amor, le tení­a, y mejor terminó con ella.
Otro mesero anunció a la mitad de los clientes que se casarí­a. Y Mario Tejeda Tejeda le garantizó una vaca de regalo “y si la quieres, hasta en barbacoa te la mando”.
--¿Seguro?
--Seguro, hijo, le dice el priista.
Y meses después cuando se habí­a casado y nunca llegado la vaca en barbacoa, el priista se justificó de la siguiente manera:
--A tu vaca le picó una ví­bora y se murió, perdóname.
Pero así­ como los meseros son felices en el café también los clientes.
Hay un cliente, por ejemplo, que llega con una libreta escolar, pide un lechero y se pone a escribir sus cosas. Y sin levantar la mirada para mirar alrededor, igual, igualito como hací­a Julio Cortázar en un café de Parí­s y el café se le enfriaba y pedí­a que lo calentaran y otra vez volví­a a enfriarse porque sus cuentos le agarraban y eran mucho más importantes.
Hasta donde sabe si se sabe bien, el cliente de la libretita en la mesa escribe poemas. Y conforme escribe, el mesero mide su estado de ánimo.
Por ejemplo, si la mañana o la tarde es lluviosa y frí­a, entonces el poema también es frí­o y lluvioso y entonces pide un café negro, dice, para estar a tono con su narrativa.
Pero si el poema es incendiario, entonces, su cuerpo entra en calor y pide un helado.
Y si en el poema pelean el bien y el mal, Dios y Luzbel, entonces, el mesero ni se acerca temeroso de la cólera en los ojos y el montón de arrugas en la cara del escritor.
Y si en el poema describe, por ejemplo, a unos amigos en la cantina entonces pide una cerveza bien frí­a porque le entra mucha sed.
Incluso, el escritor aquel se ha vuelto un espectáculo en el café por tantos estados de ánimo que suele manifestar durante la hora y media que permanece sentado en una mesa del fondo, de espaldas a la pared, y desde donde puede dominar las entradas y salidas de los clientes.
Hay dí­as en el café cuando “el peso de la vida se hace demasiado abrumador” (Albert Camus en El Verano) y entonces nada mejor como mirar y admirar en silencio al poeta aquel que siempre está solitario en su mesa y ni siquiera tiene ojos para mirar a la chica recién llegada y que suele anunciarse por el ruido de su taconeo.
Así­ es la vida “en el paraí­so de los flojos”.


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