Veracruz es una fiesta
•Charlas en el café
•Las horas felices
•El paraíso de los flojos
Por Luis Velázquez
Es un café limpio, muy limpio. Y apenas se entra al restaurante y camina un paso todo huele a café. Y es un café acogedor y demócrata, porque aquí los meseros tratan al cliente más sencillo...
Luis Velázquez
del mundo como a un presidente de la república y al presidente de la república como al ciudadano más común de todos, aquellos, por ejemplo, que dejan de propina de 5 a 10 pesos… por más grande que sea la cuenta.
Allí, en el café, se han pasado las horas más felices. Y es que, además, cada mesero tiene un montón de historias deseosos de contarlas a los cafetómanos que le abran un espacio.
Desde las 7 de la mañana, el café abre las puertas. Y lo primero que se advierte es un foro de meseros debatiendo ya las noticias del día que han leído desde temprano, quizá las aventuras de la noche anterior, acaso viejas historias que actualizan y cuentan entre ellos.
Luego, poco a poco se van desperdigando conforme llegan los clientes, algunos de los cuales, incluso, esperan en la puerta 5, 10 minutos antes de abrirse, y otros han agarrado tanta confianza que de plano entran al café por la puerta de los meseros y quizá habrá quienes agarran la cafetera y ellos mismos se sirven el primer lechero.
Un cliente dice que el café es “el paraíso de los flojos”, pues, como tantos otros suele llegar al mediodía, la hora laboral por excelencia.
Sabe, sin embargo, está consciente que aquí ante el lechero y la canilla suelen arreglarse los pendientes sociales más conflictivos del momento, y además, como “La bamba”, “con un poquito de gracia y otras cositas”.
Un mesero, dice, por ejemplo, y quien es casado, que su corazón andaba alborotado con una compañera de trabajo menor de treinta años, y como la relación era un largo y extenso camino de espinas y cardos, la solución salomónica vino del cielo y un día sufrió un accidente en su moto y nunca la chica lo visitó en el hospital y advirtió que de plano ningún cariño, afecto, amor, le tenía, y mejor terminó con ella.
Otro mesero anunció a la mitad de los clientes que se casaría. Y Mario Tejeda Tejeda le garantizó una vaca de regalo “y si la quieres, hasta en barbacoa te la mando”.
--¿Seguro?
--Seguro, hijo, le dice el priista.
Y meses después cuando se había casado y nunca llegado la vaca en barbacoa, el priista se justificó de la siguiente manera:
--A tu vaca le picó una víbora y se murió, perdóname.
Pero así como los meseros son felices en el café también los clientes.
Hay un cliente, por ejemplo, que llega con una libreta escolar, pide un lechero y se pone a escribir sus cosas. Y sin levantar la mirada para mirar alrededor, igual, igualito como hacía Julio Cortázar en un café de París y el café se le enfriaba y pedía que lo calentaran y otra vez volvía a enfriarse porque sus cuentos le agarraban y eran mucho más importantes.
Hasta donde sabe si se sabe bien, el cliente de la libretita en la mesa escribe poemas. Y conforme escribe, el mesero mide su estado de ánimo.
Por ejemplo, si la mañana o la tarde es lluviosa y fría, entonces el poema también es frío y lluvioso y entonces pide un café negro, dice, para estar a tono con su narrativa.
Pero si el poema es incendiario, entonces, su cuerpo entra en calor y pide un helado.
Y si en el poema pelean el bien y el mal, Dios y Luzbel, entonces, el mesero ni se acerca temeroso de la cólera en los ojos y el montón de arrugas en la cara del escritor.
Y si en el poema describe, por ejemplo, a unos amigos en la cantina entonces pide una cerveza bien fría porque le entra mucha sed.
Incluso, el escritor aquel se ha vuelto un espectáculo en el café por tantos estados de ánimo que suele manifestar durante la hora y media que permanece sentado en una mesa del fondo, de espaldas a la pared, y desde donde puede dominar las entradas y salidas de los clientes.
Hay días en el café cuando “el peso de la vida se hace demasiado abrumador” (Albert Camus en El Verano) y entonces nada mejor como mirar y admirar en silencio al poeta aquel que siempre está solitario en su mesa y ni siquiera tiene ojos para mirar a la chica recién llegada y que suele anunciarse por el ruido de su taconeo.
Así es la vida “en el paraíso de los flojos”.