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Lunes 10 enero, 2011

Crónicas de Fernanda Melchor/Aquí­ no es Miami/10 de enero de 2011

Corrí­a el mes de enero y el viento del norte soplaba gélido contra el rostro desnudo de Paco mientras caminaba por la avenida Montesinos hacia la entrada del muelle. Eran cerca de las nueve de la noche y la temperatura seguí­a bajando.

Crónicas de Fernanda Melchor
Aquí­ no es Miami
10 de enero de 2011

Corrí­a el mes de enero y el viento del norte soplaba gélido contra el rostro desnudo de Paco mientras caminaba por la avenida Montesinos hacia la entrada del muelle. Eran cerca de las nueve de la noche y la temperatura seguí­a bajando. Probablemente alcanzarí­a los doce grados en la madrugada, habí­a predicho su padre aquella misma tarde, así­ que Paco se colocó encima un suéter y dos camisolas antes de abandonar la casa: su sangre jarocha se helaba siempre con más benigna de las brisas.
Compró dos tortas de cochinita pibil afuera de la garita de Morelos. Se empujó también dos tacos, uno de papa con chorizo y otro de papa con buebo, en el puesto de doña Almeja. Su turno empezaba a las diez de la noche y terminaba a las seis de la mañana, pero Paco esperaba trabajar solamente un par de horas pues debido al mal tiempo existí­a la posibilidad de que cancelaran el turno.
Solo habí­an nombrado a ocho trabajadores para aquella noche. El viento impedí­a la carga y descarga de mercancí­as y contenedores pero no afectaba a los trincadores, los obreros especializados en sujetar con bandas los autos dentro de los buques. El trabajo de Paco, y de los otros siete hombres asignados aquella noche, consistirí­a en armar rampas de acero, arrastrarlas hacia las madrinas -esos camiones gigantes que llevan autos nuevos en sus vientres- y trincar los carros a las estructuras.
El supervisor habí­a anunciado que solo cargarí­an nueve madrinas.
”” A lo mucho estamos saliendo de aquí­ a las doce”” pronosticó uno de los obreros, un viejo de vientre fofo y brazos tatuados desde las muñecas hasta los hombros, que apodaban El Burro.
Paco nunca trabajaba los sábados por la noche pero tení­a tantas deudas que habí­a decidido pedir varios turnos extras y así­ compensar sus derroches. Era el más joven de los siete obreros y le tocó trabajar la primera lí­nea. Entre trinca y trinca bromeaba y conversaba con sus compañeros. Todos tení­an el rostro enrojecido por el frí­o pero nadie llevaba gorros ni guantes. Las manos callosas de aquellos hombres lo sorprendí­an por su tosquedad y aparente aspereza, y Paco imaginó que algún dí­a las suyas lucirí­an de aquel modo si no se apresuraba a terminar la preparatoria.
Así­ cargaron ocho madrinas. La última vení­a retrasada, explicó el supervisor a gritos, mientras caminaba de un lado a otro de la explanada con el radio en la mano. Al parecer se le habí­a ponchado una llanta al vehí­culo y el operador reportaba hallarse en las cercaní­as de Tamarindo, a 80 kilómetros de ahí­. Eran pasadas las once y el frí­o apretaba.
Los obreros se habí­an sentado en el suelo. Se acurrucaban unos contra otros para protegerse del viento, cuando un resplandor de luces rojas y azules iluminó la noche.
”” Hay pedos”” murmuró El Chiles.
Un furgón de Migración y dos camionetas con las bateas ahí­tas de policí­as auxiliares avanzaban por la explanada hacia un pequeño barco de carga atracado en el muelle dos. Detrás de los policí­as vení­a una patrulla de la Policí­a Federal, con la sirena encendida. Bajaron corriendo hombres armados con fusiles y perros y subieron al barco. Paco y sus compañeros solo alcanzaban a ver, sobre la cubierta de la nave, las lucecitas de las linternas apuntando hacia todos lados.
”” Ese barco ha de venir hasta la madre droga”” dijo Paco ”” Les han de haber encontrado…
Pero no llegó a terminar la frase porque los agentes ya regresaban al muelle, acompañados de unas veinte personas, todas de raza negra: mujeres y hombres viejos que lloraban y se frotaban los brazos y que pronto desaparecieron en el interior de la camioneta de Migración. Algunos policí­as permanecieron, al pie del barco, apuntando al agua con sus linternas. Sus perros gruñí­an y arremetí­an contra las olas que reventaban en la orilla de concreto de los atracaderos, pero después de un rato también se marcharon.
A las doce de la noche la explanada habí­a vuelto a quedar desierta, y Paco y sus compañeros esperaban, con crecientes ansias, la llegada de la novena madrina. Sentados en el suelo les dieron la una, la una y media, y no fue hasta las dos de la mañana que los faros del enorme vehí­culo aparecieron en el umbral de la garita. Los obreros despacharon su trabajo en pocos minutos y caminaron hacia el supervisor para preguntarle si ya podí­an marcharse.
””Espérenme, compañeros, que estoy pidiendo autorización- decí­a el tipo, comiéndose el radio. ”” Denme una hora y les resuelvo.
Maldiciendo, Paco y sus compañeros volvieron a posar sus traseros, para entonces yertos, sobre el piso de cemento. Hablaron de mujeres, de música, de futbol, de métodos para ganar la loterí­a, de religión, de polí­tica, de mujeres de nuevo. La mente de Paco divagaba, aburrida, mientras contemplaba la negrura del mar a través del pasillo que se formaba entre las dos hileras de madrinas estacionadas. Le parecí­a que una sombra se moví­a en aquel estrecho espacio y entornó los ojos. Su corazón dio un brinco cuando alcanzó a reconocer la silueta de un hombre corriendo hacia donde los obreros estaban sentados. Paco se irguió; los demás cesaron sus risas. Por un momento pensó que se trataba de algún drogadicto que, burlando la seguridad del recinto portuario, se disponí­a a robarlos, pero entonces pudo ver que el hombre no se acercaba solo: lo seguí­an ocho figuras esqueléticas. Eran nueve en total los hombres que se aproximaban, completamente negros, con harapos mojados colgándoles de los cuerpos y largas heridas como latigazos sobre los brazos y piernas.
Paco se adelantó, con los puños en alto, y el intruso más alto dijo, con un acento que le recordó al usado en Puerto Rico:
”” Mi hermano, ayúdame, mi hermano, por favor, somos de República Dominicana, tenemos una semana sin comer…
”” No nos delates”” gemí­an los otros, en coro.
Iban descalzos y apestaban a diesel y agua salada. Eran todos jóvenes, secos de carnes pero fuertes; debí­an serlo para haber aguantado dos horas sujetos a los pilares que sostení­an el muelle. Los viejos y las mujeres no pudieron escapar de las bodegas del barco y fueron apresados por los policí­as, pero los más aptos alcanzaron a saltar al agua y aferrarse a los pilares de concreto infestados de percebes, soportando el embate de las olas embravecidas y el frí­o que recorrí­a el puerto en exhalaciones furibundas.
”” Dime, hermano, ¿dónde estamos?
”” ¿Ya estamos en Miami?
A Paco se le escapó una risa nerviosa.
”” ¿Miami? ¡No mamen, están en Veracruz!
”” ¿Qué tanto falta para Miami? ”” preguntaba el más alto, el que habí­a hablado primero.
”” Falta un chingo, como tres dí­as en barco.
”” ¿Y dónde estamos?
”” En Veracruz
”” ¿Pero dónde está eso?
Los negros comenzaron a lanzar miradas furtivas hacia el barco de carga de donde habí­an escapado, como si se arrepintieran de haber descendido.
Paco dibujó en el aire la curva del Golfo de México; señaló un punto intermedio.
Los rostros de los dominicanos se llenaron de congoja. Paco pensó que, de haber tenido lí­quidos suficientes en el cuerpo, estarí­an llorando.
”” ¿Y por tierra, cómo llegamos a Miami? ”” preguntó otro de los sujetos, desde la retaguardia.
”” No tengo ni idea”” respondió Paco”” Lo más lejos al norte que conozco es Poza Rica.
”” Ayúdanos, hermano, por piedad”” gimoteaba el lí­der.
Los nueve pares de ojos, enormes y amarillentos, miraban a los estibadores con aire suplicante.
”” Hay que meterlos al baño, porque si los ven, van a valer verga”” afirmó El Burro.
Los condujeron a los sanitarios del almacén. Allá dentro, Paco sacó la última de sus tortas; sabí­a que no serí­a suficiente ni para alimentar a uno solo de ellos, pero aquellos rostros afilados y hambrientos lastimaban su conciencia.
El negro altí­simo, el que actuaba como lí­der, extendió la mano tan rápido que pareció arrebatarle a Paco la comida. Devoró la mitad de la torta de dos mordiscos, y al ver la manera en que sus compañeros de infortunio salivaban, pasó el resto al negro más cercano, un tipo de ojos enrojecidos, vestido apenas con una camiseta y una trusa oscura, llena de agujeros. Otro de los obrero les llevó un balde con agua y los dominicanos se abalanzaron en pos del lí­quido; bebí­an con la desesperación de quien lleva dí­as en el mar sin ver más que la oscuridad de las bodegas, sin escuchar nada más que los rezos de los otros polizones, rogando que el capitán del naví­o no tuviera sangre inglesa o alemana; sabí­an que los oficiales europeos tení­an por costumbre arrojar a los polizones al mar, para evitarse trámites molestos al llegar a su destino.
Después de beber, en susurros, los dominicanos comenzaron a contar su historia. Eran treinta los que habí­an subido al barco, que llevaba madera de República Dominicana a Miami. Habí­an sobornado a un grupo de tripulantes para que los dejaran esconderse en las bodegas. Iban contando las paradas que hací­a al barco: Rio Haina, Cristóbal, Veracruz, y bajaron cuando creyeron que habí­an tocado los Estados Unidos, pero no contaban con que el barco se detendrí­a también en Kingston, Jamaica.
Uno de los polizones, con el rostro picado por la viruela, apartó a Paco del grupo.
”” Mi hermano, tienes que ayudarme, tú no sabes los que yo he sufrido. Tengo que llegar a los Estados Unidos porque allá tengo una hermana, en Nueva York, que me está esperando…
Y apretaba el brazo de Paco con su manaza para mantenerlo alejado, y le hablaba tan cerca que Paco pudo mirar con detalle las cicatrices que salpicaban su rostro. La piel del hombre no era completamente negra sino más bien cobriza, y las marcas amarillentas destacaban como piquetes de insectos.
”” Mi hermana me mandó una carta, diciéndome que allá están los tipos que mataron a mis padres. Tú no sabes lo que yo he sufrido, hermano. Mi padre tení­a deudas y lo mataron, cuando mi hermana y yo habí­amos ido por agua al rí­o. Tú no sabes lo que es ver que están macheteando a tu papá, que están violando a tu mamá”” dejó escapar un jadeo, con los dientes apretados. ”” La violaron y la mataron y yo sin poder hacer nada, escondido detrás de los matorrales.
“Son quemaduras de cigarrillo” pensó Paco, horrorizado, sin poder dejar de ver las cicatrices del dominicano.
”” Mi hermana me escribió, me dijo “esos tipos están acá, en Nueva York”, y yo nada más voy a eso; voy a matar a ésos hijos de puta, los voy a matar a machetazos como mataron a mi madre…
Paco no se atrevió a responder nada. El odio del polizón era tan intenso que tuvo miedo de proseguir el plan que habí­a urdido con sus compañeros y los conductores de las madrinas: esconder a los polizones dentro de las cabinas de los transportes y sacarlos del muelle. Aquel hombre estaba lleno de rencor, de determinación, de furia asesina, y nada lo harí­a abandonar sus propósitos. Paco estaba seguro de que no dudarí­a en asaltar con violencia, o hasta matar para obtener dinero y llegar a su destino, si no es que ya lo habí­a hecho en el trayecto.
Uno de los compañeros de Paco, un hombre moreno, de cabello crespo y rostro infantil a quien apodaban La Thalí­a, rescató a Paco del abrazo del dominicano y lo llevó hacia la explanada. El viento habí­a arreciado y llevaba consigo el aroma a grasa quemada de los barcos.
”” Paquito, no le vayas a dar tus datos a ése hijo de la chingada”” dijo La Thalí­a. Tuvo que pegar su boca a la oreja de Paco para que el viento no se robara sus palabras.
”” ¿Cómo crees? Está bien zafado”” respondió Paco. Tomó uno de los cigarros que La Thalí­a le ofrecí­a pero no logró encender los cerillos. ”” ¿Escuchaste lo que me contó? Quiere que yo lo ayudemos a salir, que porque tiene que llegar a Nueva York a matar a no sé quienes…
La Thalí­a le palmeó el hombro.
”” Mira, que se los lleven los choferes y los boten allá por Puebla…
”” ¿Pero cómo vamos a dejarlos entrar a México? Tú no sabes si van a matar o a violar a alguien aquí­ afuera…
A lo lejos, los motores de las madrinas se encendieron. Una por una atravesaron el portón de la garita.
”” Acuérdate de lo que dicen: hay veces que hasta el Diablo necesita un rezo…
Paco jamás habí­a escuchado antes aquel dicho.
El supervisor les hizo gestos, del otro lado de la explanada, para que se fueran.
Mientras caminaba por las calles aún dormidas, Paco repasó los acontecimientos de la noche en su cabeza. Ya no habí­a viento y el amanecer apenas se insinuaba en los cristales de los edificios. Sobre un árbol seco trinaba un pajarito; un cuervo reluciente descendió de una cornisa y lo atrapó al vuelo; luego se posó sobre la cabeza de una estatua para desplumarlo vivo.
Asqueado, Paco se dobló sobre sí­ mismo; querí­a vomitar la torta, los tacos de doña Almeja, el medio litro de bilis sobre las rejillas de los desagí¼es de la cuneta, pero tení­a la garganta completamente cerrada. Mientras se limpiaba la frente con los faldones de la camisola, juró que aquel serí­a el último turno de noche que trabajarí­a en su vida.


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