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Reportajes
09 enero, 2011

Crónicas de Fernanda Melchor/La casa del Estero/09 de enero de 2011

1
Todo comenzó con una llamada.
”” Oye, Jorge, vamos al Estero...
Era Betty al teléfono. Al fondo se escuchaban las risitas de Jacqueline y de Evelia.
“El Estero. Quieren ir a esa maldita casa de nuevo” pensó Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por completo.
”” No puedo ir, no tengo dinero.
Fue seco para desanimarlas.
”” ¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella…


Crónicas de Fernanda Melchor
La casa del Estero
09 de enero de 2011

1
Todo comenzó con una llamada.
”” Oye, Jorge, vamos al Estero...
Era Betty al teléfono. Al fondo se escuchaban las risitas de Jacqueline y de Evelia.
“El Estero. Quieren ir a esa maldita casa de nuevo” pensó Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por completo.
”” No puedo ir, no tengo dinero.
Fue seco para desanimarlas.
”” ¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella…
Jorge miró el rostro dormido de su abuela, su boca ligeramente abierta, las cobijas hasta la barbilla. El teléfono estaba en el cuarto de la anciana pero ella nunca escuchaba el timbre.
”” No tengo nada, ni para el autobús.
”” ¡No importa, nosotras te invitamos!
A lo lejos se escuchaba una canción de Soda Estéreo.
”” Anda, no seas mamón. Te esperamos en Plaza Acuario”” gritó Betty, y luego colgó.
Jorge marcó entonces el número de Tacho.
”” Oye, carnal, fí­jate que…
”” Sí­, ya me hablaron.
”” ¿Tú qué dices? ¿Vamos?
Tacho permaneció en silencio. Jorge retorcí­a el cordón del teléfono entre sus dedos. Conocí­a bien a Tacho y sabí­a que estarí­a recordando la aventura de la semana anterior. “Las caras largas de los cadetes, la herida en la cabeza de Karla”. Deseaba con toda el alma que su amigo se negara a ir.
”” Pus vamos a ver qué pasa”” acabó murmurando Tacho, y Jorge apretó los labios. Colgó el aparato y fue a darse una ducha. Por la ventana del baño observó que el cielo se cubrí­a de nubes negras y se alegró. Se vistió y salió de la casa sin despertar a la abuela.
No habí­a avanzado ni diez metros sobre la avenida cuando el aguacero comenzó a caer. Gotas gruesas y tupidas oscurecieron el pavimento pero Jorge no se molestó en cubrirse. “Ahora Tacho no querrá ir, es la excusa perfecta”. ¡Cómo amaba Jorge las tormentas instantáneas de finales de primavera!
Para cuando llegó a casa de su amigo, la lluvia habí­a cesado. Tacho fumaba bajo un árbol; estaba listo.
”” ¿Qué onda, Jorge, nos vamos?
El sol brillaba de nuevo en el cielo e iluminaba las fachadas de las casas. Los niños regresaban en tropel a las calles. Algunos llevaban barcos de papel en las manos; los hací­an navegar sobre un arrollo bajo la cuneta. “En menos de una hora, toda esta agua será aire caliente de nuevo”, pensó Jorge, derrotado.
”” Pues vamos.
Llevaba el corazón como exprimido por un puño invisible mientras caminaban al sitio en el que las chicas ya los esperaban.

2
De niño, Jorge habí­a escuchado muchas leyendas sobre la casa del Estero. Se decí­a que los dueños pertenecí­an a una secta satánica, que realizaban rituales abominables en los túneles que pasaban por debajo de ella. Que el lugar habí­a sido construido para albergar un hotel con restaurante que nunca pudo ser inaugurado, supuestamente porque uno de los vigilantes perdió el juicio y asesinó a su familia entera ahí­ adentro y luego se suicidó, y que desde entonces el alma del sujeto penaba entre los escombros y la vegetación salvaje.
Jorge escuchaba con atención todos aquellos rumores en el patio de la escuela pero jamás dejó de pensar que eran meras exageraciones. Él mismo no habí­a visto la casa más que dos o tres veces desde el puente del Estero, al viajar en autobús rumbo a Alvarado. Era una mansión de tres pisos, con paredes de ladrillo y ventanas sin cristales. Una ceiba terca trepaba junto al edificio; sus raí­ces leñosas parecí­an alimentarse de los cimientos.
Cuando Jorge tení­a 15 años convenció a la pandilla de scouts a la que pertenecí­a de que realizaran una expedición a la casa abandonada y comprobaran si era cierto que nadie podí­a pasar una noche entera ahí­ dentro. Como escultistas de libro de texto, realizaron algunas visitas fugaces para conocer el terreno: entraron por un agujero al primer piso, recorrieron los cuartos oscuros y malolientes que parecí­an haber sido construidos bajo un diseño laberí­ntico. Entre risas nerviosas llegaron al tercer piso, el único lugar que realmente tení­a apariencia de restaurante, con su barra y su cocina y sus cuartos de baño. Todo estaba cubierto de hojas secas, excrementos de roedores y cadáveres de lagartijas.
Lo único extraño que encontraron fue, en las habitaciones detrás de la barra, un portal con marco de piedra. Miraron adentro y vieron que se trataba de una escalera que descendí­a en espirales hacia la oscuridad.
Se marcharon, y cinco dí­as después estaban de vuelta, con linternas, tiras de halógeno, cuerdas, provisiones de comida y agua, y una estrategia contra el pánico que el mismo Jorge habí­a diseñado.
””Todos ustedes han escuchado los rumores. Lo importante es permanecer tranquilos si sienten algo extraño para que no nos entre el pánico”” los aleccionó Jorge antes de emprender el viaje a Boca del Rí­o. Ya habí­an decidido incluso el orden en el que descenderí­an: primero El Puma, que a sus 19 años era considerado por todos como un verdadero adulto y por ello portaba el bastón del mando del clan. Luego seguirí­a Jorge, luego Adán y hasta lo último Lilí­. A Roxana le tocó vigilar el extremo de la cuerda con la que se amarraron, como exploradores alpinos, antes de descender.
Ahí­ adentro apestaba a humedad y podredumbre. Avanzaron lentamente porque los peldaños de la escalera se desmoronaban y la oscuridad era absoluta. Después de unos minutos El Puma ordenó:
”” Enciendan sus linternas.
Pero ninguna de las cuatro funcionaba. “Pero si probamos las baterí­as allá arriba”, pensó Jorge, aunque se cuidó de decirlo en voz alta.
Los chicos sacaron entonces las tiras de halógeno de sus bolsillos, y fueron quebrándolas para obtener una luz verde, fluorescente, que apenas iluminaba el camino. Así­ descendieron unos diez metros más. Hací­a demasiado calor y el sudor traspasaba las prendas de sus uniformes. Delante de Jorge, El Puma tanteaba el terreno con el bastón de mando; por detrás, Adán respiraba contra su nuca y a Liliana le castañeaban los dientes. Jorge también sentí­a miedo pero la flaqueza era algo que debí­a aprender a dominar, a controlar, si es que querí­a ingresar al Colegio Militar cuando cumpliera 18 años. Su sueño no era vestir el uniforme negro de los cadetes, sino hacer la carrera de las armas para unirse luego a la Legión Extranjera, y escapar así­ de Veracruz , de la abuela.
””Esperen…””balbuceó El Puma de pronto.
Jorge chocó contra su espalda.
”” ¿Qué pasa?
”” Me acaban de quitar el bastón de las manos.
Jorge respiró profundo. Casi no habí­a aire ahí­ dentro.
”” ¿Estás seguro?
Al Puma se le quebró la voz y ya no pudo hablar.
“Ya, esto es, esto es el pánico”, pensó Jorge “Ya todo está mal”. Su pecho era un fuelle. Carraspeó hasta recobrar la voz y dio la orden de retroceder.
Subieron como los cangrejos. Nadie querí­a darle la espalda al foso, de donde provení­a el ruido del bastón al golpear brutalmente las paredes. Jorge respiraba con la boca abierta; trataba de encontrar un ritmo, un control, una certidumbre. “Quizás es un drogadicto, un loquito de esos que se meten a las casas abandonadas” pensó por un momento. “¿Pero qué clase de loco se esconde en un agujero y espera hasta que llegue alguien para…”
No pudo ni quiso terminar ese pensamiento. Cuando lograron salir a la luz, encontraron a Roxana llorando con la cabeza metida entre las rodillas. Durante varios minutos no pudo hablar, sólo les señalaba la cuerda con la que se habí­an amarrado a una columna cercana. La piola oficial de los scouts, garantizada para soportar una tonelada de peso, estaba rota, reventada a pocos centí­metros del nudo.
””Vi que se tensó, como si la jalaran desde abajo”” dirí­a la chica. ”“ Pensé que se habí­an caí­do, que algo les pasaba, y comencé jalarla hasta que reventó…
La piel de sus manos estaba quemada por la fibra.
Roxana habí­a gritado sus nombres al pie de las escaleras, pero no le respondieron y entonces cedió al llanto. En el interior de las escaleras, en la oscuridad, ellos nunca oyeron su llamado.
Huyeron de la casa antes de que llegara el ocaso. El Puma iba hasta adelante y llevaba la navaja abierta y bien apretada en la mano.

3
En el centro de Boca del Rí­o, las chicas entraron a una tienda para comprar alcohol, soda y cigarros. Jorge y Tacho permanecieron afuera, en silencio.
Jorge miraba el puente que atravesaba el rí­o. “Ahí­, del otro lado, está la encrucijada. Tomas la izquierda, subes el puente y pides la parada nomás bajando. Luego subes la brecha y caminas al lado del rí­o y cruzas la verja y luego…”. Se sintió asqueado y escupió hacia la calle. Cuando levantó la vista vio que una mujer les hací­a señas.
Estaba envuelta en un zarape andrajoso y sus cabellos eran hilachas grasientas. Su cara enorme estaba cubierta de tizne.
”” ¡Mí­renlos, allá van!”” chillaba la vieja, señalando el puente.
Y reí­a mostrando una boca llena de cavidades negras.
Jorge miró a Tacho. Pensó que era el momento de parar todo, de reconocer que era un error volver a meterse a la casa. “La cosa de las escaleras, lo que apedreó a los cadetes. Y hoy, la lluvia repentina, la loca”. Pero Tacho no decí­a nada; hasta pareció ofendido cuando Jorge le sostuvo la mirada, esperando una respuesta. El rostro flaco y ceñudo de Tacho era un reproche; parecí­a estar diciéndole: “No digas nada o será peor. De esas cosas nunca se habla”.

4
Porque la semana anterior Jorge y Tacho habí­an estado en la casa, por invitación de Jacqueline. Un grupo de amigos de la chica, estudiantes de la academia naval de Antón Lizardo, estaban de permiso y querí­an conocer el lugar. Cuando Jorge y Tacho llegaron ya estaban todos adentro. Podí­an escucharlos reí­r y gritar dentro de los cuartos.
A Jorge, los cadetes le cayeron mal en automático. Odió sus aires de superioridad, sus cabellos cortados al rape. Él, Tacho y Jacqueline se apartaron del grupo y recorrieron solos la casa. Al llegar al tercer piso, una sombra cayó sobre Jorge y lo sujetó del cuello. Era uno de los cadetes; llevaba una máscara de simio cubriéndole el rostro y una pistola en la mano.
”” ¡Quí­tame esa cosa de la cara!”” gritó Jorge y pateó al tipo en los testí­culos.
”” ¡Estamos jugando, pendejo, no tiene balas!”” lloriqueó el cadete desde el suelo.
Jorge hubiera querido machacarle la cara al tipo e incluso pensó en sacar la navaja que siempre llevaba consigo pues ya no era un boy scout sino un hombre de 25 años, desertor del bachillerato y veterano de las peleas callejeras. No le importaba que los cadetes fueran nueve; sabí­a que Tacho no lo abandonarí­a.
Pero Jacqueline le estaba rogando que no se peleara, que mejor se alejaran de los otros chicos y subieran a la azotea a mirar el rí­o y las copas de los árboles.
Cuando salieron de la casa para marcharse, encontraron a los cadetes y sus amigas de pie junto al camino, como formados para pasar revista, con los rostros desencajados.
Karla, la amiga de Jacqueline, se acercó para reclamarle a Jorge:
”” ¡Coño, Jorge, si tienes algún pinche problema con mis amigos dí­selo sus caras, pero no estén con sus chingaderas de aventarnos piedras desde ahí­ arriba!
El rostro pequeñito y agraciado de Karla estaba contraí­do por el llanto.
”” ¿De qué estás hablando?
”” ¡No se hagan pendejos, los vimos que nos aventaron de piedras desde el balcón del segundo piso!
Y les enseñó un verdugón que manchaba de sangre su oreja.
De nada sirvió que Jacqueline jurara por Dios que ellos no habí­an sido; nadie quiso creerles. Y Jorge partió de aquella casa jurando que jamás en su vida regresarí­a.
Hasta el sábado siguiente, cuando recibió la llamada.

5
Jorge, Tacho y las chicas llegaron a la brecha de arena y conchas trituradas a las cinco y media de la tarde. Del lado derecho fluí­a el rí­o. Del lado izquierdo se alzaba la casa abandonada. Jorge los condujo a una terraza exterior a la que consideraba segura.
Para las nueve de la noche, las chicas ya habí­an dado cuenta del brandy. Borrachas, insistieron en jugar a la botella.
Jorge no lograba relajarse y sus amigas se lo reprochaban. No habí­a bebido ni una gota de alcohol en toda la tarde y sentí­a el cuello rí­gido.
””Jorge, quita esa cara, te toca a ti.
Jorge giró la botella. Le tocó mandar a Betty. Le ordenó que bailara como stripper, aunque ni siquiera sentí­a deseos de verla mover las carnes. La chica subió a una de las bancas de la terraza y bailó entre risas. Cuando iba a alzarse la playera, miró hacia la ventana y bajó de un salto.
”” ¡Viene alguien!
Jorge se levantó como resorte. Miró por la ventana y alcanzó a ver una sombra.
Ordenó a las chicas que se recostaran contra el piso y a Tacho que aguardara junto al marco de la ventana. Así­, con los puños apretados y el estómago hecho un nudo, esperó al visitante.
Pasaron diez minutos, en los que no escucharon más que el rumor de los grillos y las salamandras.
Jorge ordenó la retirada. Estaba recogiendo la basura cuando Betty se paró a su lado.
””Jorge, algo le pasa a Evelia.
Evelia seguí­a acostada boca abajo sobre el piso de la terraza y jadeaba. Jorge se acercó y le pidió que se pusiera de pie. Ella comenzó a temblar, como si riera en silencio. Furioso, Jorge la tomó de los hombros y le dio la vuelta. La chica sonreí­a con malsana alegrí­a.
”” ¿Me estaban buscando?””- dijo con voz cavernosa”” ¡Pues aquí­ estoy!
”” Evelia, déjate de pendejadas…”” comenzó a decir Jorge, con la piel erizada, pero la chica comenzó a tirar golpes, a sollozar y reí­r al mismo tiempo, a morderse los labios y jalarse de los cabellos. Jorge le sujetó las manos y pidió ayuda a Tacho. Entre los dos la cargaron y recorrieron los cuartos en la oscuridad, buscando la salida. Betty y Jacqueline gimoteaban detrás de ellos.
”” ¿Por qué nos vamos, si está tan bonito aquí­ adentro?- sollozaba Evelia, para luego gruñir como perro mientras golpeaba a los chicos y les escupí­a. Se sacudí­a de tal forma que, una vez afuera de la casa, logró liberarse y caer al suelo. Jorge vio con verdadero espanto como la chica comenzaba a reptar velozmente hacia el interior de nuevo, cómo se arrastraba sólo con las manos.
“Si se mete, nunca la sacaremos” pensó con horror, y se arrojó sobre ella. La montó y la golpeó de lleno en el rostro. Evelia abrió los ojos. Sus lágrimas hací­an surcos sobre la mugre de sus mejillas.
”” ¡Jorge, no me pegues, soy yo!”” suplicó, con los ojos inflamados pero vivos.
Jorge la abrazó muy fuerte. Pensó que el peligro habí­a pasado.

6
Años después Jorge se preguntarí­a cómo habí­an logrado llegar hasta la iglesia de Santa Ana, en pleno centro de Boca del Rí­o, con Evelia vociferando entre sus brazos. Tardó mucho tiempo en recordar que, cuando al fin alcanzaron la carretera, tuvieron que hacerle señas a los autos que pasaban, y que uno de ellos los condujo de regreso a la ciudad.
Fue Jorge quien aporreó las puertas de la Iglesia mientras el resto del grupo cuidaba de Evelia. En el carro se habí­a puesto mal de nuevo: no habí­a dejado de reí­r y sollozar histéricamente. Cuando al fin salió el párroco, vestido de pantalones cortos y camiseta, la chica se mecí­a a sí­ misma, sentada en el suelo, con los cabellos negros cubriéndole el rostro. Jorge explicó en cuatro frases lo que les habí­a ocurrido. El párroco se inclinó sobre Evelia, le alzó la barbilla y contempló su rostro enrojecido.
”” No, muchachos, esta niña se pasó de pastillas. Y además apesta a alcohol”” dictaminó ””Mejor llévenla a la Cruz Roja para que le bajen la intoxicación.
Y les cerró la puerta en las narices.
Jorge hubiera deseado que el sacerdote tuviera la razón, pero luego recordó la mirada en los ojos de Evelia al darle la vuelta, las voces que salí­an de su garganta, la fuerza con la que los habí­a golpeado. Tuvieron que sentarse encima de ella, que no pesaba ni cuarenta kilos, para que no escapara por la ventana del auto.
Miró su reloj, no eran ni las once de la noche. Los autos y los peatones pasaban junto a ellos, ajenos a sus cuitas. Algunos miraban a Evelia con curiosidad. La chica se revolcaba sobre el piso.
Un taxista se detuvo y llamó a Jorge. Después de escuchar el problema, se bajó del auto y se acercó a la chica. Era un hombre barrigón, lleno de canas, con cara de pocos amigos.
”” Oye, chamaca”” le gritó a Evelia y comenzó a abofetearla con su manaza”” ¿Te gustan las pastillas, verdad? ¿Te gusta meterte tu thinner, ponerte hasta la madre? Ya déjate de pendejadas y párate…
Evelia respingó. Miró al taxista con extrañeza y luego comenzó a reí­r.
”” ¡Adivina quién está aquí­ conmigo!”” aulló ”” ¡La puta de Marí­a Esperanza López!
El rostro cobrizo del taxista se tornó verde. Dio tres pasos para atrás, confundido.
”” ¡Te gastaste todo el dinero y ni una misa le rezaste y ahora YO ME LA ESTOY CHINGANDO AQUí ABAJO!
El pobre hombre corrió a refugiarse a su taxi. A través de la ventanilla, le hizo señas a Jorge y le entregó el rosario que colgaba del espejo retrovisor.
””Esa niña está muy mal, llévenla a un lugar o se les va a ir”” advirtió ””.No sé cómo supo el nombre de mi mamá, cómo supo que se acaba de morir…
Arrancó el motor del auto y desapareció.
Un segundo taxista, que habí­a estado mirando la escena, se acercó también y propuso que llevaran a Evelia con una curandera que él conocí­a, cerca de la iglesia de La Guadalupana. Los chicos, que ya no tení­an dinero, miraron a Jorge. “¿Por qué tengo que ser yo el que decida?” pensó en aquel instante. Sentí­a deseos de arrojar bien lejos el rosario, la responsabilidad. “Ah, pero tú sabí­as y te quedaste callado. Tú viste las señales y no dijiste nada. Si a Evelia le pasa algo será tu culpa. Tienes que hacer algo para ayudarla”.
Se dio cuenta de que todo aquel tiempo, desde que habí­an escapado de la casa, habí­a estado mascullando una plegaria.
- Vamos- le dijo al taxista.

7
Los recibió una mujer afable, en la treintena, de cabello corto y teñido de rubio.
””Los estábamos esperando”” dijo, abriéndoles la puerta del taxi, y condujo al grupo hacia el interior de una vecindad miserable. En el patio de tierra se levantaba la casa de la curandera. Era de madera, muy rústica.
La mujer, que se presentó como La Clarividente, les hizo formarse a la entrada.
””Ustedes pasan””les dijo al taxista y a Evelia””. Ustedes también””dirigiéndose a Jorge y a Betty.
””Ustedes no; tú lo traes en la espalda y tú, mi niña, en la pierna. Esperen afuera.
Tacho y Jacqueline se miraron con alivio. Jorge se preguntó cómo es que la mujer sabí­a que Tacho llevaba una gárgola tatuada en un hombro, y Jacqueline, una serpiente enroscada en el tobillo.
El interior de la casa de madera estaba lleno de velas. Sobre una de las paredes colgaban tres retratos: uno de Cristo, otro de la Virgen y otro que Jorge no pudo reconocer y que pertenecí­a a un hombre de bigote, vestido de catrí­n, que sonreí­a como esfinge.
La curandera, una mujer madura, de piel muy oscura y cabello suelto hasta la cintura, ordenó que sentaran a Evelia en un sofá colocado en medio de la estancia; Jorge y el taxista le sujetaron los brazos. La mujer revolvió entre los libros y manojos de yerba que tení­a sobre la mesa y comenzó a invocar los nombres de la Virgen, de Jesucristo, de San Juan Bautista. Se acercó a la chica y azotó su cuerpo con ramas de albahaca, mientras oraba.
Evelia despertó con un gemido y comenzó a hacer lo suyo. Jorge tuvo que emplear toda la fuerza de sus brazos para impedir que el cuerpecillo de la chica se levantara. Reí­a y lloraba al mismo tiempo. Mostraba dientes y encí­as e intentaba morder a Jorge. Las venas y tendones de su cuello parecí­an cables a punto de reventar.
”” ¡Me estaban buscando! ¡Ella me andaba buscando y aquí­ estoy!”” repetí­a, enfurecida.
La curandera bañó a Evelia con agua bendita. La chica chilló como si la estuviesen acuchillando.
”” ¡Sal, espí­ritu impuro, en nombre del señor Jesucristo!”” decí­a la curandera. Eran las únicas palabras, en la retahí­la de aullidos que se escuchaban, que Jorge comprendí­a.
”” ¡Ellos me llamaron, ellos me fueron a buscar! ¡ESTA PERRA ES MíA!
Las llamas de las veladoras, cientos de ellas sobre la paredes, chisporrotearon y parecieron querer extinguirse. Cada vez que Evelia gritaba las mechas de las velas tronaban, como si las hubieran espolvoreado con pólvora. Jorge sentí­a mucho miedo; se sentí­a como atrapado en un mundo desconocido. Ni siquiera querí­a mirar a la curandera, tan horrible le parecí­a su rostro negroide mientras se moví­a alrededor de ellos y gritaba en una lengua a mitad de camino entre el latí­n y el náhuatl.
”” ¡Sal, esta carne no te pertenece! ¡EL PODER DE CRISTO TE ORDENA QUE TE VAYAS!””rugió de pronto en español y arrojó un objeto que se rompió contra el suelo. Un cí­rculo de fuego los atrapó en el centro del cuarto. Las llamas le llegaban a Jorge a la cintura. Un grito de pavor se le escapó, impúdico, por entre los dientes apretados. Estuvo a punto de soltar a Evelia para huir de la cabaña pero se lo impidió la mirada negra de la curandera. La mujer atravesó las llamas de un salto y tomó a Evelia de los cabellos y comenzó a gritarle en la cara, como si quisiera devorarla.

8
Jorge nunca supo a qué hora lo sacaron del cuarto pero cuando volvió en sí­ se encontró en medio del patio, vomitando bilis. Los focos de la vecindad se prendí­an y apagaban como si la instalación eléctrica estuviera fallando.
Tacho y Jacqueline le ayudaron a incorporarse.
””La Clarividente ha estado llame y llame a sus amigas, para que ayuden a rezar”” le contó Tacho.
Su cara siempre flaca lucí­a ahora consumida.
”” ¿Ya le hablaron a sus padres?”” preguntó Jorge, cuando al fin logró respirar.
””Ya vienen en camino.
Miró el reloj y vio que eran las tres de la mañana. “¿Todo este tiempo estuve ahí­ adentro?”, pensó incrédulo.
A pocos metros, La Clarividente conversaba con un grupo de señoras de apariencia humilde. Discutí­an con seriedad el caso de Evelia.
”” ¿Ya probaron la limpia?
””Ya. Nada
””Oiga, ¿y el libro, el cí­rculo de fuego?
””También, pero nada.
Entonces apareció la curandera. Se dirigió directamente hacia a las señoras y habló con una mujer morena, de cejas casi unidas.
””Es muy fuerte, no se quiere ir. Ya amenazó que a las cuatro se la lleva.
””Hay que mandarlo a llamar””dijo la morena, como si fuera la respuesta más obvia.
””Puedo hacerlo”” respondió la curandera, guiñando un ojo ”” Ya le he pedido favores.

9
Lo que sucedió entonces, Jorge lo recordarí­a como se recuerda una pesadilla muy larga pero lúcida. Esta vez no quiso entrar al cuarto y se quedó junto a la puerta.
Primero las señoras desnudaron a Evelia y le pusieron una bata alba. Luego atendieron a la curandera: sin parar de rezar, sacudieron el cuerpo de la mujer con manojos de yerba. La curandera comenzó a mecerse sobre los pies; eructó ruidosamente y luego cayó desmayada. Las mujeres se aprestaron a socorrerla. Antes de que se agacharan para ayudarla a ponerse de pie, la curandera ya estaba caminando alrededor del cuarto, animada por una energí­a distinta, masculina.
”” ¡Muy buenas noches tengan todos ustedes! Mi nombre es Yan Gardec y estoy aquí­ para ayudar a esta hermanita
Descubrió a Evelia sobre el sofá y la señaló con el í­ndice
””Yo te conozco, tú y yo nos hemos batido muchas veces, Satanachia”” le dijo.
Evelia soltó una risilla.
”” ¡Ella me estaba buscando, hace mucho que ella me estaba llamando! ¡Y me la voy a llevar!
”” ¡No, ella no te pertenece, le pertenece al Señor! ¿Por qué no te marchas de aquí­? ¿Qué es lo que quieres?
Cundo Evelia comenzó a recitar, utilizando tres voces diferentes, las invocaciones bajo las cuales la curandera debí­a sacrificar un cabro negro a cambio del alma de la chica, Jorge corrió hasta salir de la vecindad. Morí­a por un cigarrillo, por sentir el estómago lleno de otra cosa que no fuera el pavor.
Afuera se topó con doña Ana, la madre de Tacho. Pero la alegrí­a de ver un rostro conocido se le fue a los pies cuando la mujer le espetó, sin siquiera saludarlo:
”” ¿Ya ven lo que pasa por andar de pendejos?

10
Durante varios meses después de aquella nefasta excursión a la casa del Estero, Jorge no visitó a ninguno de sus amigos. No fue una algo consciente, simplemente comenzó a pasar más tiempo cerca de su barrio.
Después supo, por Jacqueline, que los padres de Evelia no le creyeron una sola palabra a la curandera y se marcharon ofendidos con su maltrecha hija cuando la mujer quiso cobrarles 5 mil pesos para completar el trabajo. Que para septiembre, Evelia se habí­a encerrado en su cuarto y se negaba a salir. Golpeaba a sus padres, se defecaba encima, se hací­a daño con las paredes y las cosas que rompí­a. Los padres la llevaron al hospital. El psiquiatra les dijo que tendrí­an que internarla en una institución.
Por su parte, Betty le contó que fueron unos parientes los que convencieron a los padres de Evelia de llevarla a las misas de liberación de Puentejula. Jorge conocí­a las historias: se decí­a que gente de todo el mundo acudí­a a la iglesia de ese pueblito para liberarse de malos espí­ritus durante una misa larguí­sima, cantada en latí­n y arameo.
Según Betty, Evelia era siempre la primera de todos los endemoniados en caer al suelo y comenzar a escupir majaderí­as, hasta que le hicieron un exorcismo especial.
- Dicen que amarraron a Evelia junto con un puerco al borde de una barranca, allá por Xalapa- confesó Betty, la última vez en que se vieron. ”“ El demonio se salió de ella, se metió al cochino y luego lo aventaron al vací­o.

11
Jorge ha contado esta historia a muchas personas porque está convencido de que un dí­a encontrará a alguien que pueda explicarle lo que vio.
Hasta la fecha no ha tenido suerte.


1 comentario(s)

SergioAsdfg 10 Ene, 2011 - 22:48
Es sino mal recuerdo, la tercer crónica que te leo... Esta buenísima, al igual que las anteriores que pude leer; tienes muy buen estilo, me atrapó en seguida, muchas felicidades :D

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