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Reportajes
Miércoles 29 diciembre, 2010

Crónicas de Fernanda Melchor/El OVNI, la playa y los muertos/30 de diciembre de 2010

A principios de la década de los noventa, Playa del Muerto era apenas una franja de arena grisácea, ubicada en la cabecera de Boca del Rí­o, municipio gemelo de Veracruz.

El OVNI, la playa y los muertos
Fernanda Melchor
29 de diciembre de 2010
A principios de la década de los noventa, Playa del Muerto era apenas una franja de arena grisácea, ubicada en la cabecera de Boca del Rí­o, municipio gemelo de Veracruz. Sobre sus dunas ardientes crecí­an matorrales llenos de espinas; los cangrejos burbujeaban por decenas detrás de sus trincheras, alimentándose de cochinillas y peces moribundos. Durante la pleamar, la superficie de la playa quedaba reducida a unas cuantas piedras apostadas a la orilla del boulevard ívila Camacho, la única carretera que comunicaba ambos asentamientos.
Playa del Muerto; o más bien, de los muertos. Decenas de valientes, chilangos o locales, hallaron la muerte en sus aguas traicioneras. “Prohibido nadar” decí­an los carteles; “Peligro Ay Posas”, podí­a leerse debajo de una burda calavera. La misma resaca que empujaba el caudal de la rí­a hacia la punta de Antón Lizardo removí­a la arena del fondo y sembraba minas, fosas con brazos de espuma y algas que tiraban del cuerpo de los incautos bajo las olas, exprimiéndoles hasta el último aliento.
Yo tení­a nueve años cuando vi las luces, aquel remolino de cocuyos arañando el lienzo fusco de la playa. El otro testigo fue Julio, mi hermano, a quien le faltaban seis meses para cumplir los siete. Destruí­amos el hogar de una jaiba celeste, hurgando en la arena con un palo, cuando un breve resplandor nos hizo mirar hacia el cielo. Cinco bolas de fuego surcaron la noche por encima de nuestras cabezas; flotaron un instante sobre el mar y huyeron, dejando tras de sí­ un reguero de chispas sobre las aguas del estuario.
”” ¿Vistes?”” inquirió Julio, apuntando al horizonte. Tení­a la boca tan abierta que podí­a ver las tachas negras que dejaba la caries en sus molares.
”” Claro que sí­””. Rodé mis ojos bajo los párpados.””¿Crees que estoy ciega?
”” Pero, ¿qué es?
”” Es una nave extraterrestre”” susurré, imitando la voz de la abuela cuando contaba historias de ánimas, de hombres sin cabeza que vagaban por las calles de puerto, o de chaneques.
Julio aulló y corrió hacia el campamento. Yo lo seguí­ de cerca, mirando por detrás de mi espalda. Me temblaban las piernas. ¿Qué tal si las luces aquellas volví­an y disparaban sobre mi uno de esos rayos paralizantes? ¿Qué tal si me raptaban?
Ninguno de los adultos de la fiesta nos creyó. Ni siquiera nuestros padres. Alejados de la fogata y del resto de la gente, discutí­an tan ardientemente que no pudieron ni escucharnos.
El OVNI
Nadie recordaba la guerra del desierto, aquel jueves 11 de julio; mucho menos los escombros del muro de Berlí­n. Muy lejos estaban la lumbre y la metralla que partí­an Europa del Este hasta volverla un racimo de llagas. ¿El Sendero Luminoso atacaba de nuevo? ¿Los campesinos morí­an de tifoidea y dengue al sur del paí­s? Nada de eso resultaba importante: los ojos de México estaban fijos en el firmamento, esperando el milagro que adelgazarí­a la luz hasta convertir al sol en un aro de fuego, oculto detrás de la luna y su mácula. Los noticieros saturaban las pantallas con imágenes del cielo y tomas abiertas de la multitud llenando los patios, sentados sobre el pasto, sobre los camellones y las azoteas, de pie sobre la arena que contiene el Pací­fico o sobre los barcos, mirando el astro a través de telescopios de cartón y papel de cera.
Desde la ventana de un edificio, al sur del Periférico, Guillermo Arreguí­n registraba el crepúsculo forzado con su cámara VHS. No apuntaba la lente hacia el sol sino al horizonte. Habí­a escuchado que, al teñirse de negro, el cielo se llenaba de planetas. Cuando la luna mostró su forma y el firmamento ganó colores y estrellas, las farolas de las calles se encendieron. El astrónomo aficionado giró entonces su cámara hacia la derecha y se topó con un “objeto brillante” flotando en medio del cielo.
Un fragmento del video de Arreguí­n fue transmitido, esa misma noche, durante el noticiero 24 Horas. Para el sábado 13, en un artí­culo de La Prensa, se hablaba ya de “un objeto sólido”, “metálico”, rodeado de “anillos de plata”. Pero la palabra “extraterrestre” no harí­a su triunfante aparición antes del viernes 19, en una emisión del programa Y usted… ¿qué opina? dedicada a debatir la supuesta presencia de aliení­genas en la Tierra (y con una duración récord de 11 horas y diez minutos, en vivo). En ella, un periodista de apellido Maussán afirmó haber recolectado 15 grabaciones adicionales, todas realizadas por personas distintas, el mismo dí­a del eclipse. Aseguraba que los videos habí­an sido sometidos a pruebas que demostraban que el “objeto” en ellos registrado era, en efecto, una “nave”.
Este fue el principio de la oleada. Para entonces, yo era experta en el tema de los OVNIS, las abducciones extraterrestres y los complots gubernamentales. Habí­a extraí­do gran parte de mis conocimientos de dos fuentes: la tele y los kilos de tiras cómicas que devoraba cada semana. Prácticamente pasaba las tardes echada sobre el vientre, mis ojos brincando de la pantalla de la caja idiota a las coloridas páginas de los tebeos.
Mi revista favorita era el Semanario de lo Insólito, devocionario de la deformidad humana, antologí­a de la obesidad mórbida, las historias de espanto y fotos trucadas. Aún ahora recuerdo con nostalgia algunas imágines entrañables: la mantarraya antropófaga de las islas Fidgi; la mujer serpiente y su lengua silbante; la sombra de Judas colgando de la horca dentro de uno de los ojos de la Virgen de Guadalupe; y, claro, la autopsia de un cadáver extraterrestre realizada en el pueblo gringo de Roswell.
Gracias a estas edificantes lecturas habí­a podido comprender, a la tierna edad de nueve años, que la extraña luz que habí­a visto en Playa del Muerto en compañí­a de mi hermano no podí­a ser otra cosa que una nave interplanetaria, tripulada por pequeños pero sapientí­simos seres que habí­an logrado desafiar las leyes de la materia. Posiblemente vení­an a advertirnos sobre algún próximo cataclismo que destruirí­a la tierra, ahora que el fin del milenio estaba a la vuelta y la gente seguí­a enfrascada en guerras estúpidas que contaminaban el ambiente. Quizás buscaban a una persona que pudiera comprenderlos, alguien a quién legarle su ciencia y sus secretos. Quizás se sentí­an solos, deambulando por el cosmos en sus naves de plasma y de silicio, buscando, siempre buscando un planeta más amable, otros mundos, otros hogares, nuevos amigos en galaxias distantes.
La playa
Después del evento que presenciamos en la playa, Julio y yo tomamos la decisión de vigilar el cielo. Quizás nos tomarí­an más en serio si grabábamos las pruebas.
Lo malo es que papá se negaba a prestarnos su cámara
”” ¿Cómo pueden ser tan pendejos y creer en eso?”” decí­a al vernos con la nariz pegada a la pantalla de la tele, tratando de descifrar los misteriosos signos que dejaban los platos voladores sobre los campos de trigo ingleses.
Papá no soportaba a Maussán. No podí­a verlo ni en pintura; mucho menos escucharlo repetir sus historias por quincuagésima vez consecutiva. Nos amenazaba con esconder la videocasetera.
””¿No ven la cara de mariguano que tiene?
Pobre papá, no podí­a comprender. Lo compadecí­amos. Sólo le interesaba beber cerveza y seguir dibujando los planos aquellos, ayudado de escuadras y tinta. Ni siquiera tení­a tiempo para mirar el cielo. Me daba pena.
Pero mamá era diferente. Ella y una amiga suya nos llevaron de nuevo a Playa del Muerto para que viéramos al OVNI. Mi hermano y yo saltamos de la batea, emocionados, incluso antes de que la camioneta se detuviera.
Habí­a luna llena y el agua, ahí­ donde se bañaba el reflejo argentino del astro, parecí­a un enorme espejo. Pero todo habí­a cambiado desde la última vez que estuvimos allí­, a mediados de julio: la playa estaba llena de coches y de gente. Decenas de cuerpos adolescentes cubrí­an las piedras de las escolleras. Sus autos abarrotaban la plaza de arena, tan cerca de la orilla que el agua salada mojaba las llantas. Los eructos, los bocinazos, los acordes de Soda Estéreo ahogaban el murmullo del viento. Los enamorados, amartelados sobre los toldos de los coches, ocultaban sus rostros a los resplandores de las cámaras. Vi que varios hombres instalaban sus aparatos sobre tripies de acero. Vi mujeres gordas destruyendo las dunas a tropezones. Vi chamacos sangrones señalar el cielo con dedos pringados, preguntando en voz alta: “Mami, ¿a qué horas sale el OVNI?”.
”” Qué chafa””, exclamó Julio y sin ofrecer explicaciones corrió a jugar al stop con otros chicos. ¿Habrí­a manera más cobarde de claudicar a una causa?
A las dos y pico de la madrugada, tres luces atravesaron el cielo. La más brillante era blanca; las otras dos, roja y verde. El OVNI ronroneaba como un felino craso al partir el aire, pero nadie más pudo escucharlo: los niños dormí­an, las señoras parloteaban; los muchachos que quedaban estaban tan ebrios que tendrí­an que pasar la noche a la intemperie. El resto se revolcaba entre la arena, disputándose la posesión de un balón. Era deprimente.
Regresé hasta donde estaba mi madre. Me hice ovillo entre sus rodillas. Su aliento olí­a a vino, sus dedos a tabaco. Tuve ganas de morder la carne de sus pantorrillas, arañar su piel blanca, enterrar mis uñas en sus manos. Pero sólo cerré los ojos y fingí­ dormir.
””Tanto pinche desmadre por una avioneta de narcos”” dijo mamá.
”” Al menos es pretexto pa”™ la pachanga”” brindó su amiga.

Los muertos
Los primeros reportes de actividad aeronáutica irregular detectada sobre los municipios del sotavento (Veracruz, Boca del Rí­o, Alvarado y Tlalixcoyan, entre otros) datan de 1989. Los habitantes de este paisaje agreste, ganaderos y campesinos, estaban ya habituados a la presencia de las luces nocturnas. Los más viejos las llamaban “brujas”; los otros, avionetas. Incluso conocí­an el nombre de la brecha en donde las naves descendí­an, un nido de matorrales y alimañas: el ejido La Ví­bora.
Era un corredor bordeado de esteros, una pista de aterrizaje natural. Según habitantes de Tlalixcoyan, era común la presencia de soldados en el terreno. Incluso algunos testigos afirmaron haber visto cómo los militares arreglaban la brecha, tusando la maleza baja a golpes de machete, a finales del mes de octubre de 1991. Una semana después, la mañana del 7 de noviembre, el Ejército, la Policí­a Judicial Federal y una avioneta CESSNA de origen colombiano se vieron envueltos en un sangriento escándalo que burló el apretado cerco de censura del gobierno y apareció en las páginas de algunos diarios.
Sólo recuerdo dos fotos, publicadas en el Notiver, el 8 o el 9 de noviembre. En la más grande, siete hombres yací­an sin vida sobre el pasto formando una macabra hilera. Eran los agentes de la Policí­a Judicial acribillados aquel jueves por elementos del ejército, quienes habí­an confundido a los federales con narcotraficantes. Cinco de los muertos vestí­an de oscuro; los otros dos iban de paisano, aunque portaban chamarras negras. Sus caras estaban cubiertas de sangre y de tierra; la mayor parte de ellos habí­an perdido los zapatos.
La segunda fotografí­a mostraba a un sujeto sentado sobre la hierba, con el cañón de un fusil muy cerca de su cara. El hombre, que portaba las siglas de la PGR en el pecho, miraba directo hacia la lente. Su lengua parecí­a hinchada; sus labios, congelados a mitad de un espasmo, titubeando entre un sollozo y una carcajada.
Ya era diciembre cuando vi aquellas fotos, en un periódico viejo extendido sobre el suelo del patio. Lo recuerdo porque estaba barriendo las hojas secas, y usaba las páginas de los diarios para envolverlas. Tendrí­an que pasar más de diez años antes de que pudiera unir las imágenes de los muertos aquellos con el OVNI que vi en la playa, aquella nave que no transportaba seres extraterrestres sino narcotraficantes colombianos; antes incluso de que supiera el nombre del hombre sollozante: Eduardo Salazar Carrillo, comandante de los siete federales que perecieron en un enfrentamiento contra los soldados del 13º Batallón de Infanterí­a.
La versión oficial indica que la muerte de los agentes se debió una confusión: los soldados habí­an tendido una emboscada a la avioneta colombiana (una CESSNA detectada en las costas de Nicaragua por el Servicio de Aduanas estadounidense), sin saber que una segunda aeronave de la PJF (un King Air) perseguí­a los narcotraficantes. La CESSNA aterrizó sobre el llano La Ví­bora a las 6:50 de la mañana, seguida del avión la PJF. Los soldados abrieron fuego sobre los federales, flanquearon a los agentes dispersos en dos columnas sobre el llano y los neutralizaron, después de una hora de tiroteo. Los dos narcotraficantes, una mujer rubia y un sujeto “de raza negra”, huyeron a través del monte, abandonando la avioneta pirata y 355 kilos de cocaí­na en costales.
El gobierno municipal prohibió las visitas nocturnas a las playas durante algunos meses. Así­ que no pude volver a Playa del Muerto sino hasta principios de 1992. El sitio habí­a perdido todo su encanto. ¿Cómo podrí­a volver a creer en algo, después de aquella terrible velada en la que comprendí­ que el asunto de los OVNIS era puro circo? Como el Ratón de los Dientes y el Hombre sin Cabeza. Puros engaño, todo eso de Santa Claus y la Mujer Serpiente, Dios y los Reyes Magos.
Dicen los actuales habitantes de la zona que, cuando la luna está ausente, extrañas luces de colores atraviesan la noche hasta llegar al llano. Pero yo ya no tengo ánimos para buscar extraterrestres. Aquella pequeña y regordeta vigilante intergaláctica ya no existe, como tampoco existe la Playa del Muerto, ni los valientes idiotas que ahí­ se ahogaron.


2 comentario(s)

tbarrera 12 Ene, 2011 - 00:23
Hola Fernanda. Quisiera saber si mas personas vieron este OVNI... Yo y todos los compañeros que hivamos en el autobus vimos uno ahi por Boca de el Rio...
Cuidate.. Buen trabajo...

30 Dic, 2010 - 18:17
Muy bien sobrina.....enhorabuena!.....siguele asi....tienes mucho talento!

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