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Escenarios
Sábado 29 septiembre, 2018

Cafés que hacen historia

•El café de la Zona Rosa •Leyendas de La Parroquia

UNO. El café de los escritores

Julio Cortázar, el escritor argentino, decí­a que el más fascinante espectáculo es un hombre tecleando frente a una máquina de escribir (en aquel tiempo, mecánica)... pero en un café.
La pose, dice, suele llamar la atención a los cafetómanos porque entiende que el novelista, el cuentista, el poeta, el cronista, están en un trance...

Luis Velázquez

esotérico.
Cortázar, por ejemplo, solí­a llegar todas las tardes a un café en Parí­s y por aquí­ se sentaba en el fondo del restaurante, lejos, apartado, pedí­a un café, abrí­a la libreta escolar, tomaba el lapicero y se poní­a a escribir sin levantar la mirada ni tampoco, a veces, para tomar el cafecito.
Una tarde, Gabriel Garcí­a Márquez, recién desembarcado de Colombia, llegó al cafecito parisino aquel y quedó deslumbrando mirando a Cortázar, sin atreverse a interrumpir su acto creativo.
Cortázar, claro, llamaba más la atención por la cara de niño inocente que tení­a y por eso solí­a dejarse la barba.
Pero también era guapo, atractivo, galán. Y altí­simo. Cada año crecí­a unos milí­metros debido a una enfermedad.
Y como era un escritor de izquierda, cien por ciento comprometido en aquel tiempo de la disputa ideológica (viajó a la Nicaragua de los sandinistas y a la Cuba de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara), entonces, tení­a mucho más fans y seguidores.

DOS. El gran café de La Parroquia

En el siglo pasado, en la tarde/noche, el escritor y cronista, Renato Leduc (telegrafista de Pancho Villa y el amor frustrado de Marí­a Félix, “Sabia virtud la de perder el tiempo”) llegaba al café de La Parroquia, entonces en la avenida Independencia del puerto jarocho, pedí­a un café con una canillita, sacaba su máquina portátil de escribir y le daba a la tecleada sólo mirando su cuaderno de taquigrafí­a.
Entonces, Alfonso Salces Fernández se acercaba con discreción para ofrecerle más café calientito, temeroso de interrumpir la magia creativa de la escritura, quizá las crónicas que Leduc escribí­a de sus viajes en Veracruz.
En La Parroquia, Salces también tuvo el alto privilegio y la honra de convivir con el poeta español, León Felipe, exiliado con tantos otros connacionales en el tiempo de Lázaro Cárdenas.
Incluso, hasta lo acompañaba en su viaje del café al par de librerí­as que el padre de Salces tení­a y atendí­a él mismo.
Luego, León Felipe siguió su camino a la Ciudad de México donde floreció a plenitud su poesí­a y su legado literario académico en la UNAM donde fue maestro, como tantos otros españoles.
A La Parroquia de Independencia también solí­a llegar el escritor y periodista, Roberto Blanco Moheno, pero, primero, a convivir con los amigos, que eran tantos, y segundo, a reportear las historias de vida que tanto documentara en sus novelas, entre ellas, una novela, intitulada “Un son que canta en el rí­o”.
El gran cronista del periódico Excélsior en el siglo pasado, Enrique Loubet junior, era huésped asiduo de La Parroquia y fue dichoso y feliz cuando el presidente municipal, Virgilio Cruz Parra, lo declaró Hijo Predilecto de Veracruz.
En su discurso pronunció frase memorable, vestido de jarocho igual que sus hijos pequeños:
“Antes, cuando llegaba aquí­, decí­an: Ya llegó ese hijo de la chingada. Ahora dirán: ya llegó el Hijo Predilecto" dijo en son de broma.

TRES. El café de la Zona Rosa

Cada cafetómano tiene su lugar preferido. Y en todos los cafés hay la mesa de los jubilados, la mesa de los ingenieros, la mesa de los arquitectos, la mesa de los doctores, la mesa de los reporteros, la mesa de las señoras, la mesa de las barbies, la mesa de los evangélicos, la mesa… que más aplaude.
Pero de todas las mesas, la que suele llamar la atención es la mesa, cierto, como decí­a Cortázar, del escritor que llega con su máquina a escribir y escribir y escribir, sin mirar a los lados para echarse el chegaray.
Y es que mientras unos comensales y adictos al café van, por lo regular, para cohabitar entre sí­ con la chorcha, el chismito, el tijeretazo, también hay quienes van para escribir y otros, claro, para leer libros, aun cuando la mayorí­a también para leer el periódico mientras el cafecito se enfrí­a.
En el siglo pasado, en la Zona Rosa de la Ciudad de México varios escritores se volvieron mediáticos y tení­an su café preferido para lucirse, mostrarse, causar envidias y ligar.
Entre ellos, Carlos Fuentes Mací­as, quien era un galanazo, y competí­a con el pintor José Luis Cuevas por los cromos, de preferencia, artistas de cine necesitadas y urgidas de notoriedad.
Además, Fernando Bení­tez, Luis Guillermo Piazza, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Juan Garcí­a Ponce, y a veces, el escritor jarocho, Juan Vicente Melo, entonces director de la famosa “Casa del Lago”, el centro de la mafia cultural de la fecha.
Aquella mesa producí­a corriente alterna y todo mundo querí­a pertenecer, pero al mismo tiempo, entre ellos se protegí­an tanto que más bien parecí­an unos guardias pretorianos de sí­ mismo.

CUATRO. El café de Marcela Prado

Un tiempo de su historia literaria, la cronista Marcela Prado Revuelta convirtió la segunda casa del Café de La Parroquia, ya en la avenida 16 de septiembre, de cara al Golfo de México, en un centro de recreación literaria para las personas de la séptima edad, “70 y más” dice el feo anuncio oficial.
Y una vez a la semana, parece, el cafecito se convertí­a en el santuario de la senectud, antes, mucho antes de que el gobierno federal inventara los más de 6 mil 500 programas sociales que únicamente han constituido un paliativo para levantar esperanzas, pues siete, ocho de cada 10 ancianos están pobres y en la miseria.
Sólo faltaron a Marcelo Prado tres cositas:
A: convertir La Parroquia en un centro de lectura como cuando José Vasconcelos, secretario de Educación del presidente ílvaro Obregón, imprimió los clásicos en papel revolución y los regalaba a los campesinos en centros de lectura hasta debajo de los árboles.
B: convertir La Parroquia en una especie de taller literario para que los viejitos escribieran sus historias.
Y C: convertir La Parroquia en un salón de clases para aprender a bailar danzón.
Así­, hasta un centro turí­stico por excelencia hubiera creado para proyectar la fama de Veracruz hacia el exterior y más, en un tiempo tan sórdido y siniestro como el ahora padecido.


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