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A Mil por Hora
15 noviembre, 2015

El viejo que leí­a en el café

Era un viejo calvo con zapatos negros sin calcetines y una barriga jubilada del ejercicio diario y que durante las dos, tres horas que permaneciera en el café, nunca, jamás, levantó la mirada de un libro como de unas 600 páginas que leí­a y que incluso, absorto, viajando en el tiempo, dejó que el cafecito se enfriara por completo.
Fuerte y musculoso, parecí­a que aquel viejo habí­a vivido buenos tiempos. Con lentes para la lectura, sano, se miraba sin enfermedades, ni siquiera del corazón ni de la próstata, si es que cierta la leyenda médica aquella que luego de los 50 años, de cada diez personas mayores nueve toman un coctel diario de medicinas para tales menesteres.

Luis Velázquez

El estado de salud vigoroso de aquel viejo absorto en las páginas del libro en inglés daba cuenta la insólita capacidad para leer sin distraerse, ajeno, lejano, a su mundo alrededor, por ejemplo, una chica de estatura gigantesca con zapatillas de tacón alto con un vestido de seda entallado resbalando en el cuerpo ideal.

El viejo vestí­a un pantalón de mil rayas y parte de sus brazos, las manos, estaban llenas de las manchas color café que según el geriatra anuncian la muerte de las células. Pero con todo, y las pocas arrugas de su cara nada eran con la mirada juvenil, vivaracha y curiosa, que se sentí­a en sus ojos, parece, azules, parece verdes.

Leí­a su libro sin levantar la mirada, y a veces, escribí­a algunas palabras en una libretita, copiaba una frase textual, acaso, quizá, tomaba pistas para una escritura futura, pues un mesero de “La parroquia 207 años” aseguraba que el viejo aquel era, además de un lector tenaz, un escritor.

Escribí­a en una libreta de taquigrafí­a, de las que muchos años usaron los reporteros del siglo pasado, con una pluma de punto fino, color amarillo, y que en el mercado cuestan unos 4, 5 pesos.

Los años vividos se le habí­an quedado atrapados en la panza y en la ligera papada que colgaba en el cuello. Pero cuando se levantó al baño, dejando el lapicero en medio del libro abierto, y la silla donde estaba sentado recargada en la mesa avisando a los intrusos que la mesa estaba ocupado, caminaba con el vigor de un chico de veinte años, deseoso de tragarse la vida de un bocado.

A veces, dejaba de leer y dejaba de escribir. Desde el rincón donde estaba sentado, la misma mesa que siempre ocupa según dijera el mesero, miraba el escenario sin detenerse en nada ni en nadie. Entonces, sonreí­a. Volví­a a sonreí­r, como si un recuerdo le brincara, un hecho, una lucecita lo electrizara, y de pronto, zas, tomaba otra vez la pluma de 4, 5 pesos, y volví­a a escribir, sin levantar la mirada, de igual manera como aquella ocasión en un café de Parí­s, Gabriel Garcí­a Márquez miró escribir al cronopio Julio Cortázar, sin atreverse a interrumpirlo del viaje literario en que andaba.

A un lado de la mesa, el viejo tení­a un café lechero, casi blanco blanco. Y entre página y página mordisqueaba una canilla que ya llevaba a la mitad. El vaso con agua estaba intocado e intocable. Y en el extremo reposaba un sombrero blanco, tipo Benny Moré, y que cuando se retirara fuera lo primero que tomara para ponerse en la calva, de igual modo como Ernest Hemingway se poní­a su cachucha blanca, luego de su par de daiquirí­es en “La bodeguita de en medio” en Cuba.

Según los meseros, de mañana en mañana, de tarde en tarde, no siempre, el viejo aparecí­a y siempre, de manera invariable, se sentaba en la misma mesa, en el mismo rincón, como si de hecho la tuviera comprada.

Y aparecí­a solo y permanecí­a solo, porque solo así­ habí­a podido leer un montón de libros, y como en el caso del libro que leí­a la mañana del miércoles once de noviembre, ya iba en la página 450 en un libro, además, rayado en muchas páginas, pues como afirmaba Gabriel Garcí­a Márquez, “libro leí­do, libro rayado”.

Tendrí­a, digamos, unos 60, 65 años. Ningún mesero sabí­a su nombre. Amable y cordial, sonriente, pedí­a siempre un lechero y una canilla y un vaso con agua. Y de inmediato, se zambullí­a en la lectura y así­ permanecí­a durante dos, tres horas, sin que nada le interesara, más que la vida que desfilaba como en un carrusel de caballitos en el libro leí­do.

Por fin, pidió la cuenta al mesero con la señal de la firma enmarcada con el dedo í­ndice derecho, donde tení­a la pluma color amarillo. Y siguió leyendo. Al ratito, le llevaron la cuenta, la miró, sacó un billete de cien pesos, siguió leyendo, le llevaron el cambio, dejó la propina y se puso el sombrero Benny Moré para retirarse.

En la puerta giratoria se asomó a la calle, como buscando a una persona trepada, digamos, en una unidad móvil, pues sin duda lo recogerí­an. Pero como a ningún automóvil reconoció, entonces, abrió el libro y leyó una, dos, tres páginas, de pie y de frente a la calle husmeando la llegada, digamos, de su chofer.

Miró el reloj de La Parroquia 207 años, que desde hace una semana, un mes, está detenido en la misma hora. Miró la avenida atrapada en el vaho del sol del mediodí­a que se acentuaba por el anuncio de un nortecito en puerta.

Entonces, reconoció una camioneta con placas de Veracruz, color azul oscuro, y con el paso veloz de quien tiene prisa, el viejo que solo va al café a leer un libro y tomar a medias un lechero y a mordisquear una canilla, se perdió en el mediodí­a en la avenida.


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