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A Mil por Hora
21 junio, 2015

Mi familia campesina

Desde los bisabuelos hasta la última generación, todos han trabajado en el campo como jornaleros con salarios miserables
La calidad de vida ha empeorado, pues muchos sexenios han transcurrido y todos siguieron igual
Desencanto social con los polí­ticos

Mi padre fue campesino. Sus hermanos, siete en total, campesinos. Mi madre, campesina. Sus hermanos, 10, campesinos.
Los abuelos, campesinos. Los bisabuelos, campesinos.
Todos, jornaleros. Ninguno propietario de la tierra.
Sobrevivieron, por obra y gracia de Dios. Entonces, hacia las primeras décadas del siglo XX, la migración estaba lejos de llegar al campo en Veracruz.

Luis Velázquez/Foto:elmexicodelosmexicanos.com.mx

  • Toda la vida barbecheando...

Partí­an al otro lado, cierto, los campesinos de la frontera norte, vecinos de Estados Unidos. Pero en el resto del paí­s, si acaso, la migración era el mismo territorio jarocho, al corte de la caña de azúcar, el café y los cí­tricos.

Los jornales, todos, de hambre, de igual manera como cuando hací­a 1910, Ricardo Flores Magón, el periodista y activista social lo denunciaba en su periódico Regeneración. Salarios para morir de y con hambre.

Nunca, como dice el delegado federal de la secretarí­a de Desarrollo Social, el próspero Marcelo Montiel Montiel, tuvieron voluntad para salir de pobres.

Pobres y jodidos todos ellos, pobres y jodidos murieron, de igual forma como millones de indí­genas y campesinos en el paí­s.

Recuerdo a los abuelos y a mi padre y a sus hermanos, sentados al mediodí­a debajo de un árbol, luego de una jornada de espaldas al sol en el surco, abriendo el morralito donde sus mujeres les echaban las tortillas humedecidas unas veces con frijolitos, otras polvoreadas con arroz, tomando agua de una botella, y que era la comida del mediodí­a, media hora que daba el patrón para alimentarse.

Y luego enseguida, a continuar en el surco, iniciado desde antes de que el sol saliera en el horizonte y terminado cuando la luna alumbraba.

Tal cual todos los dí­as de todos los meses de todos los años, sin que nunca, jamás, conocieran el Seguro Social ni el INFONAVIT, ni el reparto de utilidades ni el bono de la navidad, ni tampoco el legí­timo derecho a la pensión.

DESENCANTO SOCIAL

En realidad es la misma historia, casi paralela, de los dos millones de campesinos y los 800 mil indí­genas que habitan las zonas rurales de norte a sur y de este a oeste de Veracruz, con la posibilidad de que hoy, digamos, muchos, muchí­simos migran a la frontera norte a los campos agrí­colas y a Estados Unidos, donde en 19 de los 50 estados norteamericanos hay leyes xenófobas y raciales.

Y si el siglo pasado fue terrible también hoy con otros matices, pero de igual forma el destino.

Por eso un dí­a, el gobierno federal desapareció la secretarí­a de la Reforma Agraria, bajo el argumento de que la tierra se habí­a acabado.

Y aun cuando la mudó con otro nombre, más pomposo por ejemplo, la calidad de vida sigue peor, porque los sexenios han transcurrido y en ningún momento se levanta la expectativa social.

Uno desearí­a conocer, por ejemplo, la calidad de vida de los indí­genas y campesinos enaltecidas por el peñismo y el duartismo, ahora.

Y cuando mira alrededor en un solo hecho y circunstancia se queda perplejo, por ejemplo, las 650 mil personas de Veracruz, de 14 años de edad en adelante, analfabetas, que no saben leer ni escribir y que a la autoridad importa un bledo.

Por ejemplo, el hecho de que en las regiones indí­genas los maestros llegan a trabajar el dí­a martes y se retiran el jueves.

Pero además, solo laboran de 9 a 12 horas los dí­as martes, miércoles y jueves, incluida media hora de recreo, sin que el director de la escuela, el inspector escolar, el funcionario de la SEV responsable del área, enmiende la plana.
Así­, con tal polí­tica educativa, imposible, difí­cil, tarea titánica, soñar con la posibilidad de que un dí­a la vida cambie para todos ellos.
Otro hecho: en cuatro años y medio, nunca, jamás, el secretario de Desarrollo Económico del gobierno de Veracruz ya viajado, ni siquiera, vaya, de fin de semana, en plan turí­stico, a las regiones indí­genas para conocer, de paso, digamos, la desastrosa realidad económica que viven con los jornales de hambre y el desempleo y el subempleo, y la estrujante realidad social a partir de que los jefes de familia se fueron de migrantes y con frecuencia, rompieron con la familia y hasta se unieron con pareja libre en el otro lado.

Es el mismo Veracruz del siglo pasado, donde las familias indí­genas y campesinas ningún futuro tienen, salvo, claro, algunas excepciones, pues los hijos que huyen del pueblo jurando a Dios jamás volver, incluso, hasta abandonando a los padres y a los abuelos, pues muchas, demasiadas cornadas suele dar el hambre como para volver a la misma cárcel social.

Por eso cuando se escucha a los polí­ticos cortarse las venas en nombre de los indí­genas y campesinos dan asco.

Y más cuando el presidente de la república alardea de que el resultado electoral del domingo 7 de junio favoreció al PRI, su partido, gracias al desarrollo económico alentado por su gobierno.

Mi familia campesina tiene muchas, demasiadas razones de peso para el desencanto social.


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