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Crónicas
Viernes 09 enero, 2015

Elogio de Bartolomé Padilla

Sus columnas y crónicas fueron mi manual de periodismo
Él nos enseñó a muchos que en el trabajo reporteril cada dí­a es un nuevo comienzo

Bartolomé Padilla me llevaba unas dos generaciones, quizá una. Nunca supe su edad en su prodigiosa juventud, siempre listo para la batalla periodí­stica cuando se enfrentaba a la máquina de escribir para contar la historia de cada dí­a.


Luis Velázquez

En su changarro del molino de nixtamal en el pueblo, mi padre compraba El Dictamen todos los dí­as. Incluso, el voceador se lo llevaba de entrego. Y andando en aquel oficio de aprendiz de molinero, hacia el mediodí­a cuando la chamba bajaba, entonces leí­a el periódico en las dos, tres columnas que publicaba Bartolomé.

Leyéndolo me empezó a gustar el periodismo y, por supuesto, fui aprendiendo diferentes estilos de escribir.

Para entonces, el presbí­tero don David Constantino me habí­a regalado algunos libros. Uno, claro, la Biblia para que la leyera como un manual de estilo literario mirando los textos religiosos como grandes crónicas y reportajes. También me habí­a obsequiado un libro de Azorí­n, “El escritor”, donde asentaba que el párrafo mejor logrado del mundo era la frase corta, la frase lapidaria, la frase como una bala de una R-15.

Por eso leí­a a Bartolomé, porque sus frases eran relámpagos en la oscuridad. Breves. Catatónicas. Capaces de infartar al polí­tico, pues parecí­an sentencias bí­blicas.

Una crónica me fascinó y que, incluso, recorté, y un dí­a, muchos, muchí­simos años después hallé por milagro en un libro viejo oloroso a humedad y ácaros. Era una crónica de una visita de José Pagés Llergo, el legendario director de la revista Siempre!, al puerto jarocho.

La frase corta. La descripción humana del personaje. La narración de los hechos ocurridos en un dí­a de Pagés Llergo en el puerto jarocho, con los 40 amigos que solí­a trepar en un ADO alquilado para viajar desde la ciudad de México a Villahermosa, su pueblo.

Bartolomé era un virtuoso del periodismo. Lo mismo escribí­a una crónica que un reportaje que una columna. Lograba que las palabras bailaran en su texto. Se bambolearan al ritmo de la frase cachonda y fulminante. Sus textos tocaban el corazón.

Pero al mismo tiempo, las neuronas.

Crecí­ leyendo a Bartolomé. Incluso, y sin lastimar a nadie, sólo leí­a sus textos en el Dictamen y atrás del estilo periodí­stico y literario coleccioné muchos, muchí­simos textos que algún dí­a, en un cambio de casa, ni modo, las perdí­. Toda mi vida lo he lamentado.

Confieso haber imitado a Bartolomé en mi infancia periodí­stica. Sus crónicas y columnas eran mi manual de estilo. Todaví­a hoy lo son, porque su legí­timo orgullo era ser reportero, nunca fue tentado por la pasión polí­tica, y desde el alba hasta la madrugada su vida giraba alrededor del periodismo.

EN PERIODISMO CADA DíA ES UN NUEVO COMIENZO

En la facultad, la profe Bárbara Hebrad nos impartí­a clase de inglés y siempre me reprobó, porque me la pasada alucinado con su atractivo fí­sico. Pero, además, tení­a otro: era secretaria de Bartolomé Padilla en El Dictamen. Y, por tanto, significaba un puente invaluable para conocer a mi héroe. El héroe de mi adolescencia y mi juventud.

Siempre, luego de clase, seguí­a a la maestra, con el mismo pretexto. “Cuénteme cosas de Bartolom锝 le pedí­a.

Era, pues, la natural fijación de un fan para conocer a su héroe que todas las tardes llegaba a su periódico, ubicado a dos cuadras de la facultad, para teclear hasta la medianoche.

Lo conocí­ muchos años después. Preferí­ leerlo para así­ conocerlo. Pero, bueno, un dí­a, se presentó la oportunidad. Quizá fue en algún café, acaso en una cantina, quizá en el prostí­bulo de moda en Veracruz, “La escondida”, donde unas cien chamacas, las mayores de unos 23 años, andaban en ropas interiores en el antro seduciendo a los aventureros de la pasión loca y desenfrenada.

Nunca fuimos amigos. Habí­a llegado a destiempo a su corazón. Lo oí­ platicar con el corazón inflamado de gusto. Y como otros eran sus amigos, entonces, preferí­ seguir leyéndolo, pues como afirmaba Willam Styron, “los escritores son bastante menos considerados unos con otros”.

El dí­a en que salió de El Dictamen, ni modo, la vida de un reportero es así­, andar de un medio a otro, me sentí­ huérfano.

Pero la orfandad, por fortuna, duró poco.

De pronto lanzó su periódico. Una revista. Se llamaba Consenso, el nombre de una de sus tantas columnas.

Y en Consenso reencontré lo mejor de su talento: “el lirismo grave”, la pulcritud de la palabra, el dato duro, escueto y descarnado, el análisis profundo, el bamboleo de la palabra.

Pero más aún, la avasallante creatividad de un reportero que escribí­a toda la revista, unas 42 páginas, de principio a fin, él solito, sin ayuda de nadie, de igual manera como Balzac, por ejemplo, llegó a escribir unos 400 libros.

Como todos los genios del mundo, Bartolomé “tení­a sus deficiencias y cometió sus errores”, como asienta Styron de Truman Capote. Pero en un artista como él todo se perdona porque suman más, mucho más, los atributos y, en su caso, la búsqueda incesante de los hechos, consciente y seguro, como lo estaba, de que en el periodismo cada dí­a es un nuevo comienzo, un nuevo amanecer, soñando siempre con la utopí­a.

Murió en la ciudad de México, en la central camionera del ADO, donde mientras esperaba la hora de salida al puerto de Veracruz, sentado en una butaca, leyendo la revista Siempre!, donde también publicaba, el corazón se infartó.

Nunca ha muerto en mi vida. Vive siempre. Y aun cuando me acuso de indolencia al cruzarme de brazos para cultivar la posibilidad de su amistad, creo que fuimos amigos, más amigos que otros, porque nunca, jamás, ha existido un solo dí­a en que reportee y escriba pensando en la intensidad con que él viví­a el periodismo.


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