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Crónicas
Viernes 25 abril, 2025

El filo de la pluma


El precio por ser de Latinoamérica
Por Victoria Elizabeth López Valdés


Los conciertos solían ser una experiencia recreativa y accesible para muchos: un momento para disfrutar a solas, con amigos o en familia, escuchando a tu artista favorito cantar en vivo y conectar más con su música, sin importar si estabas en las primeras o últimas filas del recinto. El estar ahí valía cada peso. Sin embargo, eso quedó en el pasado.
Hoy en día, ir a un concierto implica hacer una gran inversión –sobre todo con artistas internacionales– que no todos pueden costear. Prácticamente, vivir esa experiencia se ha convertido en un lujo, que a veces no vale cada centavo que pagas.
El caso más reciente fue el de Olivia Rodrigo en su paso por la Ciudad de México los días 2 y 3 de abril de 2025.
Desde que anunció sus conciertos, la recepción de su público mexicano no pudo ser mejor. Los boletos oscilaron entre los mil 500 y 8 mil pesos.
Sí, ocho mil, siendo la cifra más alta de toda su gira GUTS World Tour, superando incluso el costo de las entradas...

en Norteamérica y Europa. Pero claro, los precios estaban justificados porque se vendió como una nueva etapa de la gira, ya que ahora en el título llevaba la palabra Spilled, en referencia a la versión deluxe de su álbum. La lógica indicaba que no sería la misma presentación. Eso fue suficiente para alimentar las ideas de que incluiría escenografía nueva, un repertorio más largo, visuales espectaculares…con ello, hasta cierto punto, los exorbitantes costos parecían tener sentido ¿no?

Pero lo que se vivió en el Estadio GNP Seguros, el recinto más grande en el que se ha presentado hasta ahora, con más de 65 mil personas por noche, no fue lo esperado: su presentación fue la misma que llevó a festivales semanas antes, es decir, un repertorio más corto, sin los cambios de vestuario que acostumbraba a hacer entre canciones y sin la producción que normalmente llevaba, pero con la excepción de que los boletos fueron mucho más caros y no incluían la opción de ver a otros artistas. Para muchos fanáticos, la presentación de la cantante estadounidense pudo y debió ser mucho mejor, principalmente porque las fechas en el territorio mexicano no las vendió como festivales, sino como conciertos en solitario.

Los argumentos de sus propios seguidores no tardaron en llegar: que si los costos de transporte, que si los aranceles, que si la complejidad técnica de mover la escenografía. Y uno podría darles el beneficio de la duda, pero en el caso de los vestuarios ¿era imposible trasladarlos en una maleta? ¿También había aranceles para el repertorio? Porque esto no importó en lo más mínimo durante la primera etapa de sus presentaciones por países del Primer Mundo, cuando movió su producción entera a más de siete mil 800 kilómetros.

No se trata de poner en duda el talento de la joven de apenas 22 años; la manera en la que su carrera artística ha crecido exponencialmente, en tan poco tiempo, deja claro lo lejos que va a llegar. Pero sí se trata de evidenciar que detrás de las luces, muchas veces pesa más el negocio –entre la promotora, el artista y su equipo– que el respeto por el público. Lo ocurrido con Olivia Rodrigo en México dejó un sabor amargo y una realidad incómoda que pocos se atreven a aceptar.


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