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Crónicas
Miércoles 08 enero, 2014

El hospital de lentes que me salvó la vida


•Desnivelados y roto el resorte, llevas tus anteojos a dos ópticas de plaza comercial: necesita cambiarles, te dicen
•En el mercado popular los súper arreglan en diez minutos y te cobran 30 pesos

I

Vas en el coche en las goteras de la ciudad y de pronto, zas, frenas de trancazo, pero cuando ya estás arriba de un tope que parece muro de pescadores. Y ni modo, te estrellas en el volante con los lentes puestos.
Y los lentes chocan con el volante. Y se friegan, pues. Los anteojos quedan desnivelados. Descuadrados. El resorte de la varilla izquierda parece haberse roto.
De cualquier manera te los pones. Y miras de lado. Y por más que inclines la cabeza para el lado izquierdo o el derecho, de cualquier manera, ves mal.

Luis Velázquez

Así­, en vez de ir a casa te vas derecho, derechito a la plaza comercial, donde, recuerdas, hay tres ópticas.

Primera óptica:

Dice una señora alta, madura, de unos 55 años de edad, cabellera entrecana, ojos grandes, negros:

--El resorte está a punto de romperse. Y así­, resulta difí­cil arreglarlos. Si quiere los compongo, pero bajo su responsabilidad.

--Oiga, pero, ¿y si se rompe más el resorte?

--Entonces, deberá cambiar de lentes. Así­ ya no sirven.

--Entonces, gracias, señora, muchas gracias.

Segunda óptica:

--Aquí­ no arreglamos lentes. Solo vendemos nuevos.

--Gracias, señita.

Tercera óptica:

--¿Fue muy duro su golpe?, dice una señora delgada, con labios carnosos y húmedos, sensuales.

--Sí­, Claudia (le llamas cuando miras su nombre en la bata blanca).

--Será difí­cil arreglarlos. Mire, todo quedó casi deshecho.

--¿Estarí­an hoy?

--No, en dos dí­as.

--¿Tantos?

--Sí­.

--Gracias, Clau.


II

Desde plaza comercial hablo por teléfono a la flaquita:

--Flaquita, que nadie puede arreglar los lentes. Que necesito unos nuevos.

--Mira, dice, en el mercado Hidalgo hay un hospital de lentes. Ahí­ los arreglan.

--¿Seguro?

--Seguro.

III

Te vas al mercado Hidalgo, donde constituye un ritual, una obligación religiosa, echarse unos tacos en el mejor puesto de tacos del mundo, “La michoacana”, que pertenece a la Federación Internacional de Tacos, afiliada al partido Republicado de Estados Unidos.

Y en el camino se te hace agua la boca.

Pero llegas al mercado y lo primero es lo primero: buscas el hospital de lentes.

Luego de caminar uno, dos, tres pasillos, a la vuelta, a la izquierda, a la derecha, ahí­ está el hospital. Un letrero cuelga en la puerta: “Tráigalos como estén”.

Y te animas y reanimas.

Delante de ti hay un trí­o de señoras. Cada una con sus lentes en la mano, esperando a que el médico quirúrgico termine de operar los lentes de un señor que espera sentado en una silla con respaldo frágil.

Una chica, de estatura bajita, morena, morenaza, ojos grandes, seria, seriecita, como si fuera la enfermera auxiliar del doctor, pregunta por tus lentes.

Dices:

--Me estrellé con ellos.

Y te los pide. Y le explicas del resorte roto de la varilla izquierda. Los revisa. Toma una lupa y los mira de cerca.

--Ahorita los arreglan, promete.

--¿Tienen compostura?

--Sí­, creo que sí­, dice otra vez con la promesa por delante.

--¿De veras?, preguntas tú recordando el par de ópticas anteriores en la plaza comercial.
Ella contesta con una sonrisa.

--Siéntese. Lea el libro que trae en la mano. Hay tres señoras por delante.

IV

Me siento en una sillita de madera en el pasillo del mercado. Leo un cuento de Julio Cortázar. Aquel de la autopista del sur, donde se da un embotellamiento que dura ene número de dí­as. Y me acuerdo de Carlos Fuentes, cuando decí­a que amaba las horas pico de la circulación y la vialidad en la ciudad de México, porque atrapado en medio de tantos automóviles habí­a leí­do muchos libros.

Leo una página y dos y tres, y la primera señora se va contenta con sus lentes viejos que han quedado como nuevos en el hospital de lentes.

Entonces, enfrente pasa una chica de unos 19, 20 años, con unas piernas que parecen palmeras gigantes, en una faldita que recuerda a Gaga y que nada deja a la loca imaginación, y la baba se me cae. Y ahora Juan José Tablada vuelve a ti con su poema escrito en Nueva York: “”™Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida/ tan cerca de mis ojos tan lejos de mi vida”.

Así­, la segunda y la tercera señora se retiran del hospital de lentes con una sonrisa gigantesca, las dos amigas, felices, contentas de sus lentes viejitos, pero nuevecitos.

Miro a la enfermera del hospital de lentes que ya tiene los lentes en las manos y los limpia con la habilidad de una doctora con la cuchilla en la mano. Y dice:

--Listos, señor. En 10 minutos los arregló el médico.

Y los extiende.

Tomo los lentes. Los coloco en el vidrio del mostrador acostados pa”™arriba y pa”™abajo. Y de ambos lados niveladitos. Miro el resorte y como si nunca se hubiera roto. Palmo la varilla izquierda y está igual de firme que la derecha.

--Póngaselos, dice la enfermera, seria, seriecita.

Y obedezco. Y la enfermera ofrece un espejo y dice véase.

--¿Quedaron bien?

--Sí­, muy bien, súper, gracias. ¿Cuánto es?

--30 pesos.

--¿30 pesos?

--30 pesos.

--¿Se habrá equivocado?

--No, 30 pesos.

Le dejo 50 pesos, 20 de propina para ella, y por supuesto, miento madre una y otra vez a las ópticas de plaza comercial.

V

Terminas en “La michoacana”, con tres tacos de surtido y una horchata que te tragas de pie.

Es el dí­a de la promulgación de la ley agraria. Y una indí­gena se acerca a los clientes pidiendo una ayudita. Pa”™comer, dice. Le pides cinco tacos de surtido con una coca y la señora te bendice.

A lo lejos una señora de la segunda década te mira y sonrí­e con fuego y mientras se arregla el mechón de unas canas que le caen sobre la frente tú te acercas para platicar con ella y le invitas un cafecito.


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