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8 Columnas
Martes 02 junio, 2020

Historias Memorables


Abuela "de armas tomar"
•Matriarcado pleno
•Rostro impenetrable


Héctor Fuentes

Era la abuela "de armas tomar". Igual que su padre, en su familia, con unos 8 hijos, impuso el matriarcado. Ella mandaba, Y cuidadito que alguien se saliera del huacal. Rostro indí­gena, morena morena, tení­a...

dos dientes de oro en la parte inferior de la dentadura y unas coletas largas largas que le escurrí­an en la espalda casi llegando a la pelvis.
Por ejemplo, el dí­a cuando descubrió al abuelo en una aventura sexual sin destino ni porvenir, solo el deseo atravesado, nada le dijo ni reprochó.
Simple y llanamente esperó la noche y cuando hacia la madrugada todos dormí­an agarró un pedazo de horcón y se le fue encima al abuelo a maderazo limpio y le tupió duro y bonito, implacable, en la cara, al grado de que le tiró un montón de dientes.
Luego, campante, se acostó con uno de los niños en su recámara y le puso candado y quedó dormida en paz consigo mismo por la venganza consumida.
El abuelo, claro, salió en estampida a la Cruz Roja y al dí­a siguiente envió a un amigo a la casa paterna por su ropa y jamás volvió.
Nunca se perdonaron uno al otro y pasaron muchos años para que los hijos solitos, ya grandes y creciditos, buscaran al padre, consciente de que aquella aventura sexual habí­a sido efí­mera cien por ciento.
Una hija salió embarazada y casi la mata.
Un hijo embarazó a la novia y también casi lo mata con el horcón, que era su arma preferida y efectiva.
Nunca iba a la iglesia. Soy católica "a mi manera", decí­a, pues marcó una raya con los ministros de Dios desde que le contaran que uno de ellos tení­a novia en el pueblo.
Jamás rezaba. Ni tení­a santitos ni virgencitas en su recámara ni en la sala de la casa, como su suegra, por ejemplo, que tení­a una estampita gigantesca de Jesús colgando en la pared a un lado de la puerta de la casa.
Se acostaba y levantaba sin dar gracias a Dios por un dí­a más vivido.
Creí­a en un Ser Superior construido a modo y medida, pero sin caer en la práctica católica y apostólica.
Solo le faltó una hacienda porfirista con campesinos esclavizados, "almas" que le llamaban en la Rusia zurista en que cada hacendado valí­a de acuerdo con el número de "almas" que tení­a.

LA VIDA ENCERRADA EN CASA
La vida la fue endureciendo. Por ejemplo, de los 8 hijos le tocó enterrar a cuatro y el dolor de una madre cuando pierde a un hijo es terrible por más matriarcado que se viva.
La muerte de un hijo pega y duro. Más, la muerte de cuatro.
El abuelo murió antes que ella y nunca se asomó al velorio y menos al sepelio, misa de cuerpo presente que siempre quiso.
Pasó la vida encerrada en casa, sin salir a la calle para tomar café con las amigas ni tampoco sin asistir a una fiesta familiar o amical.
Vaya, ni siquiera acompañó a los niños en la entrega de diplomas y certificados cuando terminaron la escuela primaria y secundaria.
Creyó que el matriarcado era el chirrión en la mano, digamos, como las estampitas de Porfirio Dí­az, quien repleto el saco del traje militar de medallas imperiales y faraónicas, tení­a rostro duro. Impenetrable. Casi casi la esfinge como llamaban al presidente Lázaro Cárdenas del Rí­o.
Nunca supimos si la muerte de la abuela causó dolor y sufrimiento familiar. Era demasiado distante de todos. Viví­a para adentro y a nadie permití­a se asomara a su vida interior.


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