Historias Memorables
•El cine del pueblo
•Todo era de madera
•El cinéfilo que dormía
Héctor Fuentes
El cine en el pueblo era un local viejo. Muy viejo. Tenía luneta y galería. Sillas de madera. Bancas de madera largas, largas, en galería. Todo el local, de madera. Uno caminaba y algunas tablas se movían, como si los cinéfilos fueran cirqueros.
Un día exhibieron una película donde un artista mexicano la hacía de malo y sembraba el terror y el horror.
La semana siguiente exhibieron otra película donde el mismo actor la hacía de bueno, casi casi san Martín de Porres.
Y los cinéfilos se indignaron porque para ellos era inverosímil un cambio de papel tan rápido y tan pronto, pero sin ningún respeto a la población.
Se armó la revoltura. En el rejuego casi casi destrozan el local. A punto estuvieron de prenderle fuego. Eran mediados del siglo pasado. Hacia 1950, cuando muchos pensaban que el pueblo estaba habitado por indios yaquis, bragados y violentos.
Había, sin embargo, un espectáculo "en vivo y directo" en aquel cine.
Lo daba un paisano que trabajaba de panadero y todos los días llegaba a la panadería hacia las dos de la mañana para preparar el pan y tenerlo listo con otros compañeros de trabajo hacia las 5 de la mañana y comenzar el reparto en las tiendas del pueblo y ponerlo en venta a las 6 de la mañana.
Calientito. Recién salido del horno. Todavía vaporoso.
Aquel joven panadero solía ir al cine en la película de las 6, 7 de la tarde/noche.
Y por aquí iniciaba el filme, por lo regular, películas mexicanas en blanco y negro, el joven panadero quedaba dormido.
Su sueño era tan profundo que de pronto, ¡zas!, inundaba el cine con unos ronquidos inéditos, espectaculares, y con frecuencia parecía que estaba a punto de ahogarse con sus propios ronquidos.
Algunos compitas lo despertaban, pero seguía en el sueño, sin que nada, ni el tiroteo en el filme cinematográfico lo despertara.
De plano, se le dejaba dormir, únicamente para todos divertirse.
Era panadero y alguien por ahí le había puesto de apodo "El bolillo".
Era chaparrito y gordito, casi casi rotoplas. Fornido, energúmeno.
Cara redonda de doble plato, moreno moreno, parecía que siempre andaba de malas y quizá por eso mismo era un joven de unos 25 años austero con las palabras. Llegaba solo al cine y con nadie hablaba.
Pero como era gordito y la panza había agarrado forma caprichosa, las lonjas le bamboleaban a la hora de caminar, y de igual que los bolillos tenía la piel frágil y era amable y respetuoso, sin nunca meterse con nadie.
Si en el pueblo hubieran organizado un concurso de ronquidos lo habría ganado invicto, sin competidor.
Sus ronquidos se multiplicaban con buena acústica, porque le gustaba sentarse a la mitad de las bancas, en la parte central, y entonces, se difuminaban por todos lados como tiradero de vidrios rotos.
Nunca se casó. Famoso por sus ronquidos, las chicas siempre le rehuyeron, incapaces, decían, de dormir con un hombre que roncaba tanto que parecía moriría en aquel viaje placentero.
"El bolillo", sin embargo, era feliz y en aquella generación de panaderos fue el único a quien gustaba ir al cine pero para echarse un sabroso "coyotito".
Un día, el cine aquel de madera empezó a desmoronarse y en un torrencial se llevó el techo y parte de las gradas y la luneta y el dueño lo cerró.
Y en el pueblo, todos nos quedamos sin el espectáculo maravilloso de "El bolillo".
"Mi bolillito" le decían juguetonas algunas chicas y él sonreía acariciándose la panza voluminosa. Hombre feliz, al fin y al cabo, qué caray.