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Sábado 16 mayo, 2020

El difí­cil arte de vivir

•La vida, una apuesta
•El hijo pródigo

UNO. El difí­cil arte de vivir

Una es la vida “cuando los hijos se van”. Y otra, “cuando los hijos regresan”. Y en ambos casos, y más allá de la filosofí­a familiar y de las ideologí­as y religiones, los padres nunca terminan con los hijos. Los hijos, así­ tengan hijos, siempre lo serán.

Luis Velázquez

Siempre existirá en casa un pecho donde llorar, una cama para ellos, unos centavitos en caso de necesitarlos.
Son la sangre. Y ni modo de abandonarlos a la deriva. Albert Camus lo decí­a así­: “El difí­cil arte de vivir”.

DOS. La búsqueda del padre
Camus perdió a su padre cuando tení­a 6 meses. El padre habí­a sido reclutado para la guerra y allá murió.
Y muchos años después, director del periódico de la izquierda, Combat, regresó a Argelia para buscar huellas de su padre.
Y platicando con los ancianos del tiempo de su padre integró una biografí­a aproximada. Incluso, recopiló fotos.
El hijo que buscara al padre, tan necesitado que andaba de tener una veladora en el largo y extenso túnel de la vida.

TRES. La vida, una apuesta
“Los hijos se van”, claro, cuando, y por ejemplo, se casan y forman hogar. Pero la aventura de la vida es una apuesta. Todos los dí­as y noches. Y a veces, así­ como hay tiempo de vacas gordas, y que son las menos, y tiempo de vacas flacas, las más, los padres han de salir al rescate, posible que ha de ser.
Nunca los padres terminan con los hijos. Un minuto antes de morir la madre o el padre, los hijos serán los hijos, con todo.

CUATRO. El hijo pródigo
Allí­ está la parábola del hijo pródigo en el relato bí­blico.
El hijo, muy fifí­, exige al padre la herencia. Y luego de la terquedad, el padre lo hereda. Y el hijo agarra camino. Años después, le va mal. Y regresa a casa.
Y el padre le abre los brazos y le ofrece el pan, la sal, la recámara.
Y aun cuando los otros hijos se oponen, el padre se impone.
La vida es así­.

CINCO. Historia de unos palomos
Enfrente de casa, sobre un nudo gordiano de los cables eléctricos, un par de palomas hicieron el nido. Procrearon dos palomitas.
El otro dí­a llovió duro y feo. Los calores, espantosos. Y mientras la paloma quedaba a cuidar a sus hijos y los protegí­a con sus alitas, el palomo buscaba comidita para los tres.
Luego, en el reposo, el par de palomitas se paraba a un lado del nido y allí­ permanecí­an, vigilantes, por si las dudas algún zopilote se atravesaba o, en todo caso, un empleado de la CFE o de Megacable.
Durante varios dí­as los cuidaron hasta que una mañana de sol los cuatro emprendieron el vuelo. Y se perdieron en el cielo en lo que significaba el primer viaje de los hijos.
En ocasiones, de vez en vez, el cuarteto de palomitas regresa al nido quizá para recordar la casa donde nacieron.

SEIS. Amor eterno
Pancho Villa tuvo veintiocho hijos, uno con cada una de las mujeres, a excepción de la veintinueve con la que nunca procrearon.
Hacia el final de los dí­as quiso juntar los hijos en la hacienda “Canutillo”. La primera esposa, Luz Corral, aceptó al primero y al segundo. Pero cuando amenazaba con el tercero, el encanto terminó y la señora Corral, la primera, asestó el manotazo.
Era, sin embargo, el amor que nunca termina, el más profundo, el más grande, el más limpio.


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