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8 Columnas
Viernes 23 agosto, 2019

Cartilla Moral de AMLO para llevar todos


Primeros tres capí­tulos

EL HOMBRE: Esta educación y las doctrinas en que ella se inspira constituyen la moral o ética. (La palabra “moral” procede del latí­n; la palabra “ética” procede del griego). Todas las religiones contienen un cuerpo de preceptos morales, que coinciden en lo esencial.

Pero el bien no sólo es obligatorio para el creyente, sino para todos los hombres en general. El bien no sólo se funda en una recompensa esperada. Se funda también en razones que pertenecen a este mundo. La conducta moral, esto es, movida por el bien, nos permite vivir en paz con nosotros mismos y en armoní­a con los demás. Por eso es importante. El bien es una cuestión de amor y de respeto. Es amor y respeto a lo que es bueno para todos y aversión a lo perjudicial. No todo está permitido. Lo excluido es aquello que está mal, que causa mal.
El bien es benéfico, y el mal es maléfico. El bien no debe confundirse con nuestro interés particular en este o en el otro momento de nuestra vida. No debe confundí­rselo con nuestro provecho, nuestro gusto o nuestro deseo. El bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo como una felicidad más amplia o que abarcase a toda la especie humana, ante la cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros. Algunos han pensado que el bien se conoce sólo a través de la razón, y que, en consecuencia, no se puede ser bueno si, al mismo tiempo, no se es sabio. Según ellos, el malo lo es por ignorancia. Necesita educación.
Otros consideran que el bien se conoce por el camino del sentimiento y, como la caridad, es un impulso del buen corazón, compatible aun con la ignorancia. Según ellos, el malo lo es por mala inclinación. Necesita redención. La verdad es que ambos puntos de vista son verdaderos en parte, y uno a otro se completan. Todo depende del acto bueno de que se trate.
Para dar de beber al sediento basta tener buen corazón, ¡y agua! Para ser un buen ciudadano o para sacar adelante una familia hay que tener, además, algunos conocimientos. Aquí­, como en todo, la naturaleza y la educación se completan. Por fortuna, el malo por naturaleza es educable en muchos casos y, por decirlo así­, aprende a ser bueno. Por eso el filósofo griego Aristóteles aconsejaba la “ejercitación en la virtud para hacer virtuosos”.
El hombre tiene algo de común con los animales y algo de exclusivamente humano. Estamos acostumbrados a designar lo uno y lo otro, de cierta manera fácil, con los nombres de cuerpo y alma respectivamente. Al cuerpo pertenece cuanto en el hombre es naturaleza; y al alma, cuanto en el hombre es espí­ritu. Esto nos aparece a todos como evidente, aun cuando se reconozca que hay dificultad en establecer las fronteras entre los dos campos.
Algunos dicen que todo es materia; otros, que todo es espí­ritu. Algunos insisten en que cuerpo y alma son dos manifestaciones de alguna cosa única y anterior. Como quiera que sea, ambas manifestaciones son diferentes. Luego se ve que la obra de la moral consiste en llevarnos desde lo animal hasta lo puramente humano. Pero hay que entenderlo bien. No se trata de negar lo que hay de material y de natural en nosotros, para sacrificarlo de modo completo en aras de lo que tenemos de espí­ritu y de inteligencia. Esto serí­a una horrible mutilación que aniquilarí­a a la especie humana. Si todos ayunáramos hasta la tortura, como los ascetas y los fakires, morirí­amos.
Lo que debe procurarse es una prudente armoní­a entre cuerpo y alma. La tarea de la moral consiste en dar a la naturaleza lo suyo sin exceso, y sin perder de vista los ideales dictados por la conciencia. Si el hombre no cumple debidamente sus necesidades materiales, se encuentra en estado de ineptitud para las tareas del espí­ritu y para realizar los mandamientos del bien. Advertimos, pues, que hay siempre algo de tacto, de buen sentido en el manejo de nuestra conducta; algo de equilibrio y de proporción. Ni hay que dejar que nos domine la parte animal en nosotros, ni tampoco debemos destrozar esta base material del ser humano, porque todo el edificio se vendrí­a abajo. Hay momentos en que necesitamos echar mano de nuestras fuerzas corporales, aun para los actos más espirituales o más orientados por el ideal.
Así­ en ciertos instantes de bravura, arrojo y heroicidad. Hay otros momentos en que necesitamos de toda nuestra inteligencia para poder atender a las necesidades materiales. Así­ cuando, por ejemplo, nos encontráramos sin recursos, en medio de una población extranjera que no entendiese nuestro lenguaje, y a la que no supiésemos qué servicio ofrecer a cambio del alimento que pedimos. De modo que estos dos gemelos que llevamos con nosotros, cuerpo y alma, deben aprender a entenderse bien. Y qué mejor si se realiza el adagio clásico: “Alma sana en cuerpo sano”. Añádase que todo acto de nuestra conducta se nos presenta como “disyuntiva”, es decir: hacer esto o hacer lo otro, y ahora entenderemos lo que quiso decir Platón, el filósofo griego, cuando comparaba al hombre con un cochero obligado a poner de acuerdo el trote de dos caballos.
La voluntad moral trabaja por humanizar más y más al hombre, levantándolo sobre la bestia, como un escultor que, tallando el bloque de piedra, va poco a poco sacando de él una estatua. No todos tenemos fuerzas para corregirnos a nosotros mismos y procurar mejorarnos incesantemente a lo largo de nuestra existencia; pero esto serí­a lo deseable. Si ello fuera siempre posible, el progreso humano no sufrirí­a esos estancamientos y retrocesos que hallamos en la historia, esos olvidos o destrozos de las conquistas ya obtenidas.
En la realidad, el progreso humano no siempre se logra, o sólo se consigue de modo aproximado. Pero ese progreso humano es el ideal a que todos debemos aspirar, como individuos y como pueblos. Las palabras “civilización” y “cultura” se usan de muchos modos. Algunos entienden por “civilización” el conjunto de conquistas materiales, descubrimientos prácticos y adelantos técnicos de la humanidad. Y entienden por “cultura” las conquistas semejantes de carácter teórico o en el puro campo del saber y del conocimiento así­ como las creaciones artí­sticas.
Otros lo entienden al revés. La verdad es que ambas cosas van siempre mezcladas. No hubiera sido posible, por ejemplo, descubrir las útiles aplicaciones de la electricidad o la radiodifusión sin un caudal de conocimientos previos; y a su vez, esas aplicaciones han permitido adquirir otras nociones teóricas. En todo caso, cultura y civilización, creaciones artí­sticas y conocimientos teóricos y aplicaciones prácticas nacen del desarrollo del espí­ritu; pero las inspira la voluntad moral o de perfeccionamiento humano.
Cuando pierden de vista la moral, cultura y civilización degeneran y se destruyen a sí­ mismas. Las muchas maravillas mecánicas y quí­micas que aplica la guerra, por ejemplo, en vez de mejorar a la especie, la destruyen. Nobel, sabio sueco inventor de la dinamita, hubiera deseado que ésta sólo se usara para la ingenierí­a y las industrias productivas, en vez de usarse para matar hombres. Por eso, como en prenda de sus intenciones, instituyó un importante premio anual, que se adjudica a los sabios o escritores que hayan contribuido al mejoramiento humano o a quienes hayan hecho más por la paz del mundo. Se puede haber adelantado en muchas cosas y, sin embargo, no haber alcanzado la verdadera cultura. Así­ sucede siempre que se olvida la moral. En los individuos y en los pueblos, el no perder de vista la moral significa el dar a todas las cosas su verdadero valor, dentro del conjunto de los fines humanos y el fin de los fines es el bien, el blanco definitivo a que todas nuestras acciones apuntan.
De este modo se explica la observación hecha por un filósofo que viajaba por China a fines del siglo XIX. “El chino -decí­a- es más atrasado que el europeo; pero es más culto, dentro del nivel y el cuadro de su vida”. La educación moral, base de la cultura, consiste en saber dar sitio a todas las nociones: en saber qué es lo principal, en lo que se debe exigir el extremo rigor; qué es lo secundario, en lo que se puede ser tolerante; y qué es lo inútil, en lo que se puede ser indiferente. Poseer este saber es haber adquirido el sentimiento de las categorí­as.


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