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15 octubre, 2017

Circula primer libro de Ignacio Carvajal Garcí­a

El ejercicio periodí­stico en tiempos de violencia

Circula el primer libro escrito por el reportero Ignacio Carvajal Garcí­a. Se llama "Romper el silencio". Lo escribió en coautorí­a con nueve reporteros más del paí­s.
El libro relata el ejercicio periodí­stico en el tiempo

  • Ignacio Carvajal. "Romper el silencio"/Yerania Rolón

Circula el primer libro escrito por el reportero Ignacio Carvajal Garcí­a. Se llama "Romper el silencio". Lo escribió en coautorí­a con nueve reporteros más del paí­s.
El libro relata el ejercicio periodí­stico en el tiempo de la violencia irracional de los carteles y cartelitos en varias entidades federativas.
Ignacio Carvajal escribió la parte correspondiente al estado de Veracruz.
Aquí­, un capí­tulo del libro escrito por el compañero trabajador de la información que nos honra y enaltece en blog.expediente.mx.

Por IGNACIO CARVAJAL GARCíA

””Por ser tú, y los medios que manejas, tenemos un recurso: 15 mil pesos mensuales. ””Ya la otra vez se te habló ””me insiste mientras sigue rodando el viejo coche en el que me llevan”” y se te dijeron cosas en mal tono. Yo vengo a disculparnos por lo de esa vez. Verás que si llevas las cosas bien y te coordinas con los muchachos no vuelve a pasar. Nosotros somos una nueva administración y no queremos problemas con la prensa. Seremos amigos de los periodistas. Poco tiempo habí­a pasado del asesinato de Yolanda Ordaz, de su sobrino Gabriel Huge, y Esteban Hernández; poco más del homicidio contra don Miguel íngel López Velasco ””Milo Vela”” su familia, y del tan querido Gordo, Misael López Solana.
El estado de Veracruz ya era calificado como uno de los sitios más inseguros para la ejercer el periodismo en el planeta. En Veracruz la mafia te mata o te desaparece, pero si eres periodista primero busca tu “amistad” por la buena o por la mala. Conmigo fue al revés y primero me tocó rega- ño. Esa tarde el personero me hizo recordar ese mal rato: “Hijo de tu puta madre, ¿no habí­amos dicho que esa nota no se iba a manejar?”, me escupí­a la voz al otro lado del radio.
No era la primera amenaza, pero esta vez tuvo toda mi atención cuando escuché mi domicilio, las placas de mi coche y la señales de la ropa que usaba esa tarde. “Mira, cabrón, a ver cómo le haces, pero quiero que bajes esa madre, pero ya, si no…”, y se escuchó el sonido de la pistola subiendo el tiro a la recámara. Yo estaba de vacaciones y desconectado. Alguien me avisó de cinco decapitados cuyos restos fueron arrojados en el edificio de un ayuntamiento de la región. Eran elementos de la policí­a municipal y familiares del alcalde, cuyas cabezas rodaron por el suelo de la alcaldí­a como en el boliche, pero no les dediqué mayor interés. Mi editor vio la información en Narcoviolencia, una página que ventilaba temas de narcotráfico en Veracruz, mejoró la redacción y la subió a su plataforma de Internet. Pero los nuevos delincuentes no querí­an escándalos en la prensa.
Enrique Peña Nieto tení­a unos dí­as de haber rendido protesta como presidente de la República y el gobernador Javier Duarte de Ochoa festinaba haber librado a Veracruz del flagelo de los Zetas. A nivel polí­tico comenzaban a tejerse los narcopactos en donde delincuentes y polí­ticos se tomaban de la mano. Los malos no querí­an más violencia aunque ellos la siguieran generando. En su retórica, los Zetas habí­an sido vencidos y no habí­a razón de saber de más matanzas o secuestros. A los ganadores de la guerra ””el Cártel de Jalisco”” les convení­a apaciguar el puerto; a los Zetas, calentar la plaza, y en medio de todo, quedaban los reporteros.

Por eso la voz del otro lado del Nextel no dejaba de recordarme la forma en que habí­an matado a tres fotógrafos de nota roja cuyos cuerpos terminaron desmembrados, en bolsas negras, en un canal de desagí¼e. “¿Acaso quieres que te pase lo mismo?”, gritó. “Mira, te habla el jefe de la Plaza, es 23 de diciembre, mañana dí­a 24, ¿a poco quieres que tu familia se pase la fecha bonita velando tu cadáver?” Temblando, dije que estaba de vacaciones, que si sabí­a tanto de mí­, las mismas personas que le habí­an informado a detalle le confirmarí­an que después de cuatro años me tomaba unas vacaciones y que no sabí­a nada de sus decapitados. Colgó y a los 20 minutos volvió a marcar. Se le oí­a más relajado. “Mira, ya me contaron que estás franco. Vale, te creo… pero quiero que me hagas un favor, ¿sí­?, de cuates, ¿puedes? “Adelante, a ver, dime”, respondí­.
“Mira, habla con tu jefe y dile a los cabrones que bajen esa madre; si no, habrá pedos y si no quieren bajarla dame el teléfono del cabrón ése y ahorita le llamo.” Ipso facto le marqué a mi editor y le comenté el problema: que me tení­an vigilado y que muy seguramente a ellos también, le pasé al costo cada una de las mentadas de madre y amenazas de hacernos cachitos para lanzarnos al canal de La Zamorana. En un parpadeo bajó la nota y el tipo me volvió a marcar. Más relajado, incluso, alegre, “gracias, mijo, gracias por el favor, mira, la verdad, que uno no los entiende a ustedes, pinches reporteritos hijos de la chingada, si se les dice que eso no, pues no, hagan caso, cabrones”. Continuó: “Mañana es 24, ¿a poco no crees tú que me gustarí­a estar con mi familia pasando la fecha a todo dar, disfrutando y echando una chela, pero vea, tengo que andar resolviendo estas pendejadas que hacen. De esos que matamos, ni se preocupen, son escoria, no valen la pena tenerlos en la sociedad. Son Zetas mugrosos a los que hay que darles piso porque están haciendo daño. Ando haciendo una buena labor, y ustedes salen con sus mamadas de escribirlo. ¡Cómo les gusta chingar la madre!, ya, cabrón, sácate a chingar tu madre, pásatela chido, no sea pendejo y no ande publicando mamaditas.
Cerca de 10 minutos escuchando la voz de un desconocido que primero me querí­a despedazar y luego me contó lo frustraste que resultaba matar en ví­speras de Noche Buena. Di por canceladas mis vacaciones. Si me iban a matar serí­a por cosas mí­as, no de otros. Las preguntas y cuestionamientos comenzaron a asaltarme. ¿Cómo tení­an mi número de radio?, ¿cómo sabí­an tanto de mí­, de periodistas que habí­a conocido? Sin duda mis compañeros me habí­an puesto. A la distancia me quedó claro. No pude dormir ese dí­a ni el siguiente. Quise apagar la paranoia con sexo y tampoco. No pude durante un mes. Por esos meses, la Red de Periodistas de a Pie me convidó a un curso-taller-experimento con especialistas en trauma y estrés enviados de la Universidad de Columbia. Vino gente de todo el paí­s a contar su dolor. Escuchar a personas con problemas similares o peores me dio un poco de seguridad. Me ayudó a enfrentar lo que vení­a. * * * Lo vi afuera de mi oficina. Como en anteriores ocasiones, lo acompañaba otro periodista y, dentro del coche, el personero de las gafas y el afeitado impecable, ataviado en ropa de lino y fragancia fresca, que me abrió la puerta del desvencijado automóvil. Supe de qué se trataba cuando noté una camioneta llena de sujetos que estaban pendientes de los movimientos del cochecito desvencijado de los dos periodistas. ””A los compañeros ya los conoces. Yo creo que ya sabes quiénes somos. Se trata de una nueva administración, una empresa que no viene a pelearse con ustedes ni a darles malos tratos. Queremos dejar eso atrás ””me decí­a el enviado.
””No queremos publicidad, no más de la cuenta. Las cosas van a seguir pasando. Pero algunas creo que no nos gustarí­a verlas en los periódicos. A eso queremos que nos ayuden y por eso los andamos visitando. En la mano portaba un folder, de ella se asomaba una lista con varios nombres tachados, casi todos conocidos. ””Tú no tienes que hacer nada, sólo olví­date de lo que ocurra en Veracruz y Boca del Rí­o. ””Sí­, mire, le doy las gracias por resolver esto personalmente, pues luego hay compas que se toman atribuciones y andan cobrando por uno, y uno sin saber en qué listas anda su nombre. Eso se agradece. Yo le digo, acá, con todo respeto, no me lo tome a mal, gracias por el ofrecimiento. ””Si cree que le puedo generar problemas ””seguí­”” eso no va pasar, ni se va acordar de mí­. Me olvido de Veracruz y Boca del Rí­o, como dice. No me voy a pelear con ustedes por una nota, pero el dinero, por favor, eso si, lo dejamos a un lado. Les saldré barato. El par de periodistas que me invitaron a escuchar al enviado me miraban estupefactos, como si hubiera dejado ir el premio gordo. Me dio la impresión de que al tipo tampoco le gustaba mi postura, pero no dijo nada. Me lanzó del coche no sin antes advertirme hostilmente que si lo volví­a a ver en la calle, que no lo saludara. Se lo juré. Al mensajero nunca lo volví­ a ver; a los dos compa- ñeros, tampoco. Se acabó la confianza. Si los miro de lejos me cambio de banqueta o busco otra calle. Lo último que supe de ellos fue que andaban preocupados por la amenaza del nuevo gobierno panista-perredista que buscaba encarcelar a reporteros que hací­an las funciones de informantes de grupos criminales. 50 Yo dejé de escribir de Veracruz y Boca del Rí­o por algún tiempo, y abrí­ el abanico de temas más allá de la violencia y la sangre en el concreto, y me centré en coberturas de violaciones a derechos humanos.
Todo el estado caminaba al escenario en donde hoy se encuentra: un gran agujero negro en donde abundan abusos ya sea del poder, de la delincuencia o de los dos en conjunto. ¿Colaboré con la delincuencia a aceptar una franja de silencio en Veracruz con mi censura?, no lo sé. Lo que si sé es que sigo igual de pobre y los compañeros que tal vez sí­ le entraron no duermen tan bien como yo ni han redactado crónicas de tantas ví­ctimas de otros municipios ajenos a Veracruz y Boca del Rí­o, como quien escribe esto.

* * *
¿Qué pasó en Veracruz y Boca del Rí­o durante esos años, que coinciden con la llegada de Javier Duarte al gobierno del estado, de Arturo Bermúdez a la Secretarí­a de Seguridad Pública, y de mandos de la Marina a puestos clave en áreas de seguridad? No hay forma de contarlo sin voltear a las secciones de nota roja. Las personas comenzaron a morir por montones en las condiciones más absurdas, la mayorí­a por robos o accidentes. Eso tení­an que decir las notas para no incomodar. No habí­a ejecutados ni ajustes de cuentas, menos levantones, aunque siguieran ocurriendo. De pronto las personas comenzaron a evaporarse. Desaparecí­an por todos lados mujeres, adolescentes, hombres en edad laboral, aunque la mayorí­a de ví­ctimas eran jóvenes de los 18 a los 35 años. Y los que eran llevados por la fuerza posteriormente recibí­an la correspondiente dosis de descrédito atribuyendo fuentes que los vinculaban con hechos ilí­citos o con los Zetas.

En esos dí­as, y buscando tener el menos contacto posible con los voceros de la delincuencia, si uno sabí­a de un hecho de violencia ocurrido en la región durante la noche o madrugada, por las mañanas echaba un ojo a los diarios locales, si lo reportaban era señal de que se podí­a escribir. Si no, ni modo, otra nota más al cajón de la censura. Así­ fue con la primer visita de Enrique Peña Nieto como presidente a Veracruz, el 6 de enero de 2013 con cientos de acarreados de todo el paí­s. Horas antes, en la zona conocida como Casas Fantasmas abandonaron los cadáveres de once personas con un mensaje firmado por los Zetas, donde advertí­an que ellos no iban a entregar la Plaza. “Por favor, te lo ruego por mi vida, si publicas eso en la agencia internacional nos van a reventar las nalgas, te lo pido por mi vida, no lo saques”, me suplicaba uno de los reporteros informantes de la delincuencia, llorando porque me vio cubriendo el hecho. Le dije que no publicarí­a nada. Y sin embargo en la noche ya me estaban amenazando de nuevo desde un número desconocido. El silencio acumulado estalló en agosto del 2016 cuando las madres del colectivo Solecito dieron a conocer la fosa clandestina de Colinas de Santa Fe, asentada a unos diez minutos del puerto de Veracruz, de la que se han recuperado más de 260 cadáveres, en su mayorí­a ví­ctimas de la delincuencia organizada y de corporaciones policiales. Ni el Ejército, ni la Marina y la SSP del estado ni la prensa nos percatamos que se gestaba la fosa clandestina más grande de América Latina en la historia reciente.

* * *
A metros de la entrada a ese rancho de la muerte apareció el cadáver del periodista Juan Mendoza en julio de 2015. 52 Horas antes habí­a sido reportado como desaparecido. El fiscal en ese entonces, Luis íngel Bravo Contreras, salió a decir que habí­a muerto atropellado, pero nunca pudo aclarar por qué una venda le cubrí­a los ojos al momento de ser encontrado en la autopista Veracruz-Xalapa, y que el taxi que manejaba apareció a varios kilómetros. Pienso que tampoco quiso investigar más allá. Quizá se hubiera encontrado detalles desagradables de su vida. Yo por lo menos recuerdo que alguna vez llamó a mi número: “cuñado, ya sé que tienes una página de Internet, y que metistes una nota así­ y así­… mira, está bien, pero tengo unos amigos interesados en mover otra nota, ahí­ te la mando al correo, y si quieres, un apoyo”. Nunca más le volví­ a contestar. Sentimiento de culpa Una alerta del Nextel sonó la madrugada del 26 de julio de 2011. Era un mando del Ejército: “tu compañera apareció decapitada atrás del diario Imagen”. Acompañado del fotoperiodista Félix Márquez, en el sitio sólo encontramos una patrulla custodiando el cadáver. Cumplí­a más de 48 horas reportada como desaparecida. “Por favor, tomen fotos del movimiento de las autoridades, pero no del cadáver de la compañera”, pedí­a uno de los reporteros de la nota roja, quien irónicamente construyó una carrera retratando cientos de cadáveres. La escena era impactante. La mujer fuerte de la nota roja en el puerto jarocho se desangraba en la ví­a pública mientras sus compañeros trataban de salvar un poco de la dignidad de sus restos, y los policí­as espantaban el sueño con Coca Cola. Hicimos las fotos y corrimos a un minisúper a comprar bebidas embriagantes para olvidar la cabeza chorrean- 53 te. Treinta y siete dí­as antes la habí­a visto por última vez. Desfilaban delante de ella los ataúdes de Miguel íngel López Velasco y su familia. Ella parecí­a de plomo pero su mirada no era de tristeza sino de angustia y un gran sufrimiento interno. Al amanecer ya le habí­amos dado fin a varios botes de cerveza. Beber y trabajar es algo habitual en el puerto, más si se cubrí­an hechos sangrientos como una matanza con 35 cadáveres lanzados a la ví­a pública o dos casas llenas de gente asesinada con una segueta.

La sangre y la pólvora siempre eran buen pretexto para embrigarse, drogarse o ambas. A veces no me podí­a parar en un enfrentamiento entre delincuentes sin estar intoxicado. Así­ se lo conté a una corresponsal de The Christian Science Monitor, que viajó desde Estados Unidos para documentar historias sobre reporteros asesinados. Gringa, se le oí­a muy emocionada con la posibilidad de hablar conmigo. Nunca nadie me habí­a entrevistado. No sabí­a qué decir, así­ que me puse sincero y le conté que de pronto debí­a escribir 10 o 12 notas al dí­a para diversos empleos y ganar unos siete mil pesos a la quincena. O que antes de ir a una balacera debí­a tragarme cuatro bebidas alcohólicas para coger valor. Creo que nada de eso me creyó porque constantemente me cuestionaba sobre mis capacidades para hacer mi trabajo, manejar y transportar a otros compañeros mientras se bebe. Además nunca me mandó la liga con mi historia. ¿Corrupción es qué? Los billetes volaron por los aires y no pudieron tapar mi cara de vergí¼enza. Tení­a cinco minutos de haber entrevistado al lí­der ferrocarrilero Ví­ctor Flores, presidente del Congreso del Trabajo, una central obrera adicta al PRI.
Mientras recogí­a sus declaraciones en mi grabadora, me deslumbraba el espesor de las cadenas de oro y los anillos resplandecientes. Parado en una esquinita dentro del café La Parroquia, del malecón, a la distancia miraba el mural de Bruno Ferreira en el cual retrataba al periodista promedio en Veracruz: Polí­ticos lanzando diatribas a los reporteros que toman nota y, ansiosos, por debajo de la mesa, captaban el embute, y en medio, deslumbrante, una periodista que lo rechazaba. La aspiración de todo periodista que busque respeto, con sueldo de cuatro mil 500 pesos a la quincena, y eso sumando tres empleos, siempre te lleva a preguntar qué corrompe más: tomar un fajo de billetes o aceptar un desayuno o un regalito. No esperaba que ese dí­a me lo cuestionara tan de pronto al sentir al personero del lí­der ferroviario tratando de colocarme un rollito de billetes en la camisa. Me siguió a la salida del café. Bajo la mirada de los demás compañeros el impulso a rechazarlo fue natural. No medí­ mi fuerza, los dos perdimos el equilibrio y salieron disparados los billetes. En el aire conté como seis de 500. Casi una quincena completa. Torpe, el personero repetí­a que al “lí­der le gustaron tus preguntas, dice que eres rudo, pero no grosero, te manda esto”. “Jefe, eso no se hace, al rato van a pensar que todos somos como tú y no nos van a querer dar, mejor no vengas a estos eventos, yo te mando las cosas a tu correo”, me dijo un compañero con más de 40 años de trayectoria al notar que no quise el chayo.

* *
Lo vi llegar a la sala de prensa en el ayuntamiento de Veracruz. Se me hizo raro, apenas dos dí­as antes habí­a salido de vacaciones por un accidente automovilí­stico. Se habí­a lastimado la mano derecha, con la que tomaba notas y escribí­a. Zapatos de mil 200 pesos, pantalón de mil y camisa de 900. Recordé las máximas de Manuel Buendí­a sobre la apariencia de un reportero corrupto. “Oye, fulano, ¿qué haces acá?, traes la mano lastimada, no puedes escribir ni tomar notas, estás imposibilitado para trabajar”, le dijo otro compañero. ””Mira, tal vez no puedo escribir con esta mano, pero con esta otra puedo hacer así­ ””e inmediatamente puso la mano buena con la palma extendida, como habitualmente se recibe una untada de billetes. Las risas de los presentes disiparon el sopor de media mañana. Amigos en el aire Le decí­an el Pollo hache. Se llamaba Juan Francisco Alvarado Martagón y trabajaba para los Zetas en Acayucan. La Marina lo detuvo en febrero de 2012, y lo llevó al rancho La Sota de Oro, donde exhumaron 14 cuerpos. Hombres y mujeres reportados como desaparecidos fueron encontrados hechos puré y con los huesos descalcificados. Se trataba de uno de los primeros hallazgos de fosas clandestinas en el sureste mexicano, lo que atrajo la atención de los periodistas. Viajamos 300 kilómetros desde el puerto jarocho para conocer el rancho y presenciar las fosas. La Marina no dejaba pasar. Durante varias horas esperamos pacientes la partida de las autoridades y las camionetas del forense para poder meternos al rancho.
Un marino que notó nuestra persistencia le dijo a Félix Márquez y a mí­:
””Las fosas no están allá a donde se están dirigiendo tus compañeros, ve a lo alto de los árboles, ahí­ están señalando ””dijo antes de marcharse. En la copa de unos mangos los zopilotes aguardaban para saltar sobre los restos de carroña que aún yací­an en los agujeros. Ahí­ encontramos las huellas de la muerte, la brutalidad y la impunidad que ocupó las primeras planas de diarios y revistas. En junio de 2012 lo volvimos a hacer, con 11 cuerpos exhumados de unas fosas en Lerdo de Tejada, ciudad ubicada a una hora y media de Catemaco, la tierra de los brujos. Esta vez no encontramos autoridades, ni caminos, sólo el inmenso mar, arena y al otro lado docenas, tal vez cientos, de hectáreas de matorrales y chaparrales en los que se supone estaban los agujeros ya liberados por las autoridades. Solos, Márquez y yo enfilamos el coche a donde esas aves merodeaban y poco apoco nos fueron guiando hasta la exhumación y el olor inmundo. En el camino de regreso reflexionamos sobre quiénes eran más miserables, las aves de rapiña por buscar su alimento o nosotros, por buscar documentar lo que otros no quieren que se vea y comercializarlo. No llegamos a ninguna conclusión, sólo que en el aire volaban nuestros aliados. La hora de morir Quedé saturado de pensamientos sobre la vida y la muerte durante una balacera el 21 de mayo de 2011, en las inmediaciones del bulevar Adolfo Ruiz Cortines de Boca del Rí­o. Los soldados habí­an dado con el paradero de un jefe de sicarios de los Zetas, a quien intentaron detener cuando comí­a tranquilamente en el mejor restaurante de carnes de la zona. Sus escoltas pensaron que no era momento de dejar solo al patrón y abrieron fuego.
De nada sirvió, pues resultó abatido. Iniciaba el Festival de la Salsa, un invento de Javier Duarte para derrochar millones de pesos y quedar bien con el electorado de Boca del Rí­o, feudo de sus rivales polí­ticos, la familia Yunes. Los reporteros estaban concentrados ahí­. Como no me gustaba el baile tuve que ir a hacer el trabajo de reconocimiento para cerciorarme de que ya era adecuado ir a cubrir el incidente y dar el aviso a los colegas. A simple vista ya habí­a acabado el enfrentamiento. Docenas de personas se arremolinaban a ver cómo soldados rodeaban el perí­metro, pero yo noté la presencia de tres camionetas de gente armada que merodeaban el área buscando un punto dónde ingresar, tal vez a rescatar el cadáver o quizá iban por la revancha. Busqué un sitio donde guarecerme. Lo vi en una casa abierta de par en par frente a la estatua de los Niños Héroes. Salí­ disparado del coche, ni siquiera lo apagué. “Eh, debemos meternos a la casa, ahí­ vienen los refuerzos”, le dije a una pareja que aparentemente eran dueños de la vivienda y que presenciaban las diligencias de los soldados. Yo entré corriendo y ellos detrás de mí­ con las balas zumbando por la cabeza.
“Ora sí­, putos, ahí­ les va la…”, gritaban los sicarios embravecidos desde las tres camionetas. Tirados en la sala, la pareja joven y yo buscamos refugio en la cocina, cerca de un muro donde rebotaban las balas. Aunque no veí­amos la acción, se notaba que los soldados iban perdiendo el segundo enfrentamiento, y sólo resistí­an. Gritaban y se daban ánimos mientras las descargas del lado de los sicarios cada vez eran más intensas. El sonido de esos rifles de asalto hací­an imaginar que el infierno se abrí­a bajo los pies. Yo tomé mi radio y avisé a los compañeros que se regresaran, que se habí­a encendido de nuevo. “¿Dónde estás?, salte de ahí­, me gritaban cuando oí­an el estruendo de las balas por mi lí­nea. “Ni modo compas, fue un gusto trabajar con ustedes, yo creo que de esta no salgo”, les decí­a.
La pareja de desconocidos se puso mucho más nerviosa, y comenzaron a rezar. Ella me pidió mi teléfono para informar a su familia y avisar que no se acercaran. Desde la cocina, donde me guarecí­a, se oí­an los gritos desesperados de mujeres y niños que habí­an quedado atrapados en un restaurante aledaño. Se rompí­an botellas y explosiones de granadas. “Ni modo, hasta aquí­ llegué, a estos pobres soldados seguro les van a ganar y luego vendrán por nosotros”, pensaba. Los compañeros no dejaban de mandarme mensajes de paciencia. A los 15 minutos de enfrentamiento irrumpió un ruido más intenso. El batir de las hélices y los cañonazos de una barret calibre .50 del helicóptero de la Marina sobrevolaba con refuerzos a los soldados. En menos de un minuto se oyeron los gritos “fuga-fuga-fuga” y el rechinar de llantas.

Se escucharon aplausos y gritos de júbilo del lado de los militares. Agradecido con el Ser Supremo me salí­ de la casa. Habí­a cuerpos regados, soldados heridos, armas tiradas y cientos de cartuchos percutidos. Los militares me vieron y no me dijeron nada cuando me marché inmediatamente sin tomar una sola foto. Ellos seguí­an excitados y humeantes por el fragor de la batalla. La libré y sólo pensaba en irme por ahí­ a pensar en lo que acababa de ocurrir. Al dí­a siguiente regresé a registrar los estragos de la batalla. Casas baleadas, neumáticos alcanzados por las balas. De nuevo me encontré a la pareja de la noche anterior, de quienes ni siquiera me despedí­.
“Oigan, gracias por dejarme entrar a su casa, me salvaron la vida”, les lancé. “No te preocupes, no era nuestra casa, pasábamos por el lugar y nos quedamos a mirar, nosotros nos metimos porque nos gritaste y salimos corriendo atrás de ti pensando que era tuya.” Para el mediodí­a, se sabí­a la identidad del mando mafioso asesinado en la balacera del Hotel Lois. “¿Ya sabes a quién mataron?”, se contaban los reporteros de nota roja por esos dí­as entre sorpresa y alegrí­a. “Mataron a Rolando Beytia, El Manitas. Habí­a sido elemento de la Procuradurí­a General de Justicia, pero se salió y se fue con el otro bando.” Los reporteros de esos años ””quienes lo sufrieron”” relatan que despreciaba a los periodistas y a la menor oportunidad los castigaba con tablazos en las nalgas cuando no le hací­an caso. Me topé con la muerte A la primera oportunidad de salir del puerto jarocho, la tomé.
Llegó un momento que se tení­a que esperar autorización de parte de los voceros del mundo sórdido para escribir sobre un indigente fallecido por hipotermia. Todo lo que tuviera que ver con cadáveres, muerte, sangre, balas o desapariciones era sometido a la censura. En el nuevo empleo, como jefe de información en el diario Liberal del Sur, tení­a que conocer a mis compañeros y colaboradores. Ese 5 de febrero me iba a entrevistar con quien era el corresponsal en Villa de Allende, Gregorio Jiménez de la Cruz. Cuando llegué a su casa, avisado de que un comando armado lo habí­a secuestrado, noté la miseria en la que viví­a y a unos elementos de la policí­a haciendo preguntas tontas en vez de salir a buscarle. Su esposa intentaba llamar al secretario de Gobierno para pedirle ayu- 60 da. Seis dí­as después su cuerpo decapitado apareció en una fosa clandestina. Una vez más la violencia me alcanzaba, mucho más impactante, y causaba un sentimiento de abandono que desde entonces me lleva a preguntarme: ¿Cuándo llegará mi turno? Más aún en este Veracruz donde no está claro por qué son asesinados los periodistas: si por escribir de la violencia que incomoda al gobernante y a los cárteles, por tener relaciones peligrosas, por ceder al dinero prohibido… un sentimiento que ha hecho que me aprenda de memoria la oración del Justo Juez, en la versión de la pelí­cula colombiana Rosario Tijeras:
Si ojos tienen que no me vean,
si manos tienen que no me agarren,
si pies tienen que no me alcancen,
no permitas que me sorprendan por la espalda,
no permitas que mi muerte sea violenta,
no permitas que mi sangre se derrame,
Tú que todo lo conoces, sabes de mis pecados,
pero también sabes de mi fe,
no me desampares,
Amén.


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