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Miércoles 16 agosto, 2017

Profesor imborrable

•Indiferencia de la UV •Diódoro Cobo Peña

Uno. El maestro admirado

El doctor Diódoro Cobo Peña fue una leyenda como médico, como maestro y como escritor.
Durante muchos años impartió clases en el Ilustre Instituto Veracruzano y en las facultades de Medicina y Periodismo, ahora, de Comunicación de la UV.

Luis Velázquez

Impartí­a materias disí­mbolas. Por ejemplo, Lógica, Historia del arte, Filosofí­a, Pedagogí­a y Literatura.
Y en todas era un experto. Además, de cada materia habí­a escrito un libro, además de sus libros sobre la historia literaria de varios paí­ses del mundo.
En su consultorio médico, especialista en el corazón de niños, se caminaba de puntillas en medio de los libros que por todos lados estaban acomodados.
Una biblioteca que fácil rebasaba los veinte mil libros, todos leí­dos decí­a con humildad.
Dueño de una memoria impresionante, se sabí­a hasta la página donde habí­a escrito un tema.
Fue amigo del filósofo, escritor y polí­tico, José Vasconcelos, secretario de Educación con el presidente ílvaro Obregón, y que le escribiera el prólogo a su libro de poesí­as, “Perfil de humo”, y cuyos poemas se sabí­a de memoria.
Por alguna razón poderosa siempre vestí­a igual. Un pantalón café y una camisa blanca, a veces, con una bata.
Su despacho estaba en el primer piso del edificio que es de la “Pastelerí­a Colón” en la avenida Independencia, de tal forma que cuando un alumno lo visitaba, invitaba un pancito con un cafecito de olla que elaboraba una de sus hermanas que trabajaba con él.
Generoso, si algún libro le interesaba al discí­pulo se lo prestaba.
Y si el alumno tení­a inclinaciones literarias, siempre apartaba espacio para leer y releer el texto y dar orientaciones para mejorar el estilo y el arte narrativo.
Decí­a, por ejemplo:
“Escribe y vuelve a escribir. Pule y vuelve a pulir. Y rompe cuartillas y vuelve a romperlas. Así­, llegarás muy lejos”.

Dos. Era un cinéfilo

Todas las noches, luego de su faena diaria de médico, profesor y escritor, que así­ dividí­a las horas, iba al cine.
Siempre iba solo. Decí­a:
“Sólo puede andarse solo en la vida cuando hay fortaleza interior”.
En el salón de clases solí­a reservar unos quince minutos para hablar de la pelí­cula que habí­a visto la noche anterior.
Lo hací­a como si fuera un crí­tico de cine, con tanta claridad y lucidez que muchas generaciones se volvieron cinéfilas gracias a él.
A veces solí­a quedarse más tiempo de su hora de clase platicando con los alumnos de los temas del momento.
Y si el maestro en turno faltaba a clase, entonces, seguí­a en su plaza pública, y con su palabra y conocimiento y dominio del asunto mantení­a alucinados a los discí­pulos.
Era un hombre de pocos amigos, pues nunca, por ejemplo, asistí­a a los eventos sociales del dí­a del profesor o las cenas de navidad y fin de año o el dí­a del trabajo.
Siempre andaba con un libro que leí­a en la primera oportunidad.
Incluso, en aquel Veracruz donde los únicos embotellamientos que se daban eran a las llamadas “hora-pico” con los autobuses urbanos, cuando quedaba atrapado en su automóvil, muy quitado de la pena se poní­a a leer esperando que la circulación fluyera.
Y, bueno, hombre de ideas y con ideas, jamás soñó con la riqueza material, pues viví­a para leer y escribir, y en todo caso, dejar un testimonio de su paso por la vida a través de sus libros.
Lástima que ni la secretarí­a de Educación ni tampoco la editorial de la Universidad Veracruzana, UV, volteó a mirarlo para editar sus libros, digamos, los libros de texto.

Tres. Dejó huella perpetua

Pocos, excepcionales maestros fueron decisivos en la formación humana y académica como Diódoro Cobo Peña.
Nunca, jamás, llevaba sus problemas personales ni sus furias ni sus irritaciones sociales al salón de clases.
Generoso, solí­a explicar las preguntas hasta que él mismo estaba convencido de que habí­a sido claro.
Recurrí­a al método socrático en la plaza pública de Grecia. El diálogo, el intercambio de puntos de vista, el análisis al derecho y al revés de los temas, el debate, la argumentación entre y con los alumnos, y luego, su palabra pontificia, ayudando a mirar la realidad.
Siempre con la paciencia absoluta. Nunca con prisa ni de prisa.
Su inteligencia era incandescente, sólo a la altura, digamos, de su prudencia y mesura.
Cardiólogo, murió de un sí­ncope cardiaco, quizá por algún descuido en el tratamiento médico que debí­a. Acaso se confió demasiado.
Se le recuerda en su gran vocación magisterial que volvió un apostolado, casi casi una religión laica.
En la facultad de Comunicación de la UV, por ejemplo, bautizaron con el nombre de uno que otro maestro un laboratorio de fotografí­a o un auditorio, quizá un salón de clases.
Nunca su nombre mereció el acto mí­nimo de justicia. Tampoco quizá en la vieja Preparatoria.
La vida es así­ y ni modo, ¡qué le vamos a hacer!


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