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Sábado 24 junio, 2017

Polí­ticos “ferozmente honestos”

•También eran reporteros
•Un paí­s atrapado en la corrupción

Uno. Polí­ticos “ferozmente honestos”

Hay un generación de polí­ticos (también eran reporteros), honestos. “Ferozmente honestos” les llama Paco Ignacio Taibo II. Eran hombres, decí­a don Daniel Cosí­o Villegas, “pero parecí­an gigantes”.
Taibo los describe con precisión:

Luis Velázquez

Eran “celosos de su independencia y espí­ritu crí­tico. Honestos, hasta la absoluta pobreza. Incorruptibles. Obsesionados por la educación popular, hijos de la iluminación, las luces, el progreso, el conocimiento, la ilustración, la ciencia”. (Patria, Taibo II, editorial Planeta)
Sigue Taibo:
“Poetas que se transmutaban en generales, periodistas que se volví­an ministros”, reporteros que mudaban en legisladores, legisladores que regresaban al periodismo.
Guillermo Prieto describe sus orí­genes:
“Ignacio Zaragoza, sastre y dependiente. Ignacio Comonfort, empleado oscuro de aduanas. Santos Degollado, empleado y contador de la catedral de Morelia”.
Añade Taibo:
“Guillermo Prieto, panadero fracasado y poeta populachero. González Ortega, tinterillo. Melchor Ocampo, heredero agrario, provinciano erudito hasta la saciedad. Santos Degollado, sastre que cosí­a botones y remendaba la ropa de sus oficiales. Ignacio Ramí­rez e Ignacio Manuel Altamirano, indí­genas puros”.
Entre otros.
Varios de ellos fueron ministros con Benito Juárez en la presidencia de la república. Y cuando vieron que Juárez cayó en la tentación de la reelección, le renunciaron. En masa. Firmes. Ferozmente firmes.
Ignacio Ramí­rez muere en la Ciudad de México. En la noche, Juárez enví­a a un ministro de su confianza. Y le lleva dinerito a la viuda. Y le dice que Juárez le regala una casita.
“Gracias”, revira la esposa. “Ignacio Ramí­rez me dijo que tal pasarí­a. Y que rechazara el apoyo de Juárez”.
Y eso que viví­an en la pobreza en una casita en las goteras de la ciudad.
Ellos lucharon en la tribuna y en el cabildeo legislativo y desde la prensa por la Reforma, aquella que separa al Estado de la Iglesia, con la que Juárez entra a la historia.
Por desgracia, ha sido la única generación polí­tica honesta, í­ntegra, en el paí­s.
Luego, Porfirio Dí­az, el soldado ejemplar que luchara en Puebla contra la invasión francesa, llega al poder. Y se vuelve un tirano. Y se corrompe y corrompe. Y desde entonces, la patria está gobernada por polí­ticos insaciable y asquerosamente corruptos, pillos y ladrones.
Hoy, por ejemplo, hay diecisiete ex gobernadores en la mira. Unos, presos. Otros prófugos. Otros indiciados.
Y si hay excepciones, polí­ticos honestos, sabrá el Señor Todopoderoso el lugar del paí­s dónde se encuentren.

Dos. Polí­ticos y escritores

Aquellos “hombres que parecí­an gigantes” por su honestidad “a prueba de bomba”, también eran cultos y escribí­an. Escribí­an en los periódicos y escribí­an libros, novelas, cuentos, poemas, ensayos.
Francisco Zarco, por ejemplo, escribió y publicó veinte libros.
Guillermo Prieto, 32.
Ignacio Ramí­rez, El nigromante, ocho.
Ignacio Manuel Altamirano, veinticuatro.
Riva Palacio, once.
Manuel Payno, diecisiete.
Melchor Ocampo, cinco.
Más aún:
Ignacio Ramí­rez trabajó en veintiún periódicos, siempre atrás de su legí­timo y fervoroso sueño, el más importante en la vida de un ser humano, como es el ejercicio de la libertad.
Guillermo Prieto fundó media docena de periódicos.
Francisco Zarco escribí­a editoriales todos los dí­as y hasta de veinticinco cuartillas.
Todaví­a más, según Taibo II:
A todos ellos, “los salvaba el sentido del humor, punzante, maligno, como el del general González Ortega, poeta comecuras en la adolescencia, la broma amarga de Ignacio Ramí­rez, la permanente y desvergonzada sátira de Guillermo Prieto.
Y los mejoraba su ingenio, su capacidad de resistir las crí­ticas, que se expresaban en una defensa a ultranza de la libertad de expresión”.
A los diez años de edad, un sacerdote del pueblo le muestra a Melchor Ocampo una botella que estaba en el altar de la parroquia y le dice:
“Esta es lechita de la Virgen Marí­a”.
Y Melchor Ocampo le contesta con la siguiente pregunta:
“¿Y quién ordeñó a la Virgen Marí­a?”.
A los diecinueve años de edad, Ignacio Ramí­rez entra a la Academia de Letras en la Ciudad de México.
Y su discurso lo inicia con tres palabras que retumban y estremecen a la iglesia y a los polí­ticos:
“¡Dios no existe!”.

Tres. Un momento efí­mero

Eran honestos y eran humildes.
Un dí­a, Antonio López de Santa Anna llega a Oaxaca y le organizan una recepción estruendosa.
Un niño de diez años de edad, indí­gena, vestido de indí­gena, descalzo, le sirve el café.
Ese niño se llama Benito Juárez Garcí­a.
Muchos años después, cuando aquellos “hombres que parecí­an gigantes” lo cuestionan, Santa Anna refunde en su cárcel privada, el castillo de San Juan de Ulúa, a Benito Juárez y Melchor Ocampo, y meses después, los exilia.
Un tiempo en el exilio, Juárez, como Ocampo, regresa a México. Se van a Guerrero con el general Juan ílvarez, que se ha levantado en armas en contra de Santa Anna.
Juárez llega al campamento de aquel general vestido como indito, omitiendo su nombre.
“Quiero unirme a su causa” le dice.
Semanas después, le llega a Juárez una correspondencia en aquel campamento. Y en la carta dice:
“Benito Juárez Garcí­a”.
Y cuando el general es informado busca a Juárez en medio de la tropa.
“¿Por qué no me dijo usted quién era?”
“Porque soy un simple soldado a sus órdenes”.
Ellos eran “ferozmente honestos”. Lamentable, doloroso, triste incluso, que sólo fueron un relámpago, un instante, un momento demasiado efí­mero en la larga y extensa noche de la corrupción polí­tica.


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