Pobre y ciego en la sierra de Zongolica
•Desde hace ocho meses vive encuevado en la montaña de Mixtla de Altamirano, en una habitación más pequeña que los cuartos INFONAVIT
•El joven, de 17 años de edad, perdió la vista en un accidente
•Sus padres y hermanos se la viven sembrando y cosechando maíz
•Un hermano de 12 años le lee la Biblia
Parte IV
MIXTLA DE ALTAMIRANO, VERACRUZ.- La madrugada de ayer nuevamente fue de llanto para Rubén Xochiquiquisqui Tehuactle; otra vez despertó afligido y buscó el rostro de su madre. De repente le dieron ganas de salir a contemplar las estrellas, pero solo estaba esa pared infinita y de color negro.
Miguel íngel León Carmona/En Misión Especial
Fue que el jovencito recordó su accidente con los explosivos, mientras partía rocas de tonelada y media, al filo de la montaña. Cuando la sangre le brotó de su rostro y se le calcinaron sus pupilas…
¿Por qué, además de ser tan pobre, los médicos le dicen que jamás recuperará la vista? ¿Por qué nadie lo ayuda? ¿Por qué ya no sabe cuando está despierto y cuando se queda dormido? son preguntas que le hace a un crucifijo, a las tres de la mañana, a un Dios que no ve, pero recuerda que está en la cabecera de su cama.
Lamentos de un chiquillo que resuenan como aullidos de coyotes en el monte; en la última choza que se percibe en Axoxohuilco, Mixtla de Altamirano. Se trata de uno de los 19 casos que una organización humanitaria internacional, de nombre reservado, ubica como los más severos, entre los 4 millones 700 mil pobres en el estado, de las 56 comunidades donde combaten la miseria en la población infantil desde el año 2009.
Otra historia sórdida en el municipio más pobre de Veracruz, que de acuerdo con Luisa Tehuactle, la madre del adolescente de 17 años, ha sido ignorada por el gobierno municipal, de la panista María Angélica Méndez Margarito, así como por la diputada del Distrito XVIII en Zongolica, la priista Lillian Zepahua García.
Un tema pendiente también para la presidenta del DIF estatal, Karime Macías de Duarte, en la lista de apoyos que pregona la página institucional http://www.difver.gob.mx/category/indigenes/, en la sección dedicada a los indígenas veracruzanos. “¡Lo que pasa es que al gobierno le valemos madre!”, reprocha en náhuatl la mujer de 85 años.
Hace ocho meses la vida del joven indígena era como la de cualquier otro en la comunidad: por temporadas viajaba a la ciudad de Tierra Blanca a cortar caña y después jugaba fútbol con los jornaleros. Hoy no hace otra cosa que recordar. Aunque Rubén confiesa que va olvidando los colores y las formas de las personas. A veces, hasta el gusto por respirar.
Un hombrecillo robusto que supera el metro con 65 centímetros, de hombros fornidos y espalda ancha; su figura de titán no debería estar abandonada sobre un colchón de resortes reventados. Desde su accidente ha permanecido ocho meses enclavado en la montaña; enclaustrado en un cuarto de 12 metros cuadrados; allá vive y nadie puede asistirlo.
Casi no sonríe; atiende la entrevista cabizbajo, con las manos escondidas en la sudadera. Su rostro cicatrizado y sus ojos perdidos en el más allá, los oculta detrás de un trapiche de algodón. Doña Luisa lo anima tallando sus rodillas, le dice que no tenga miedo. Solo así libera sus recuerdos de aquel infortunio y aprieta los dedos de sus pies para que el sentimiento no lo doblegue.
“FUE UN ACCIDENTE, PERO NADIE ESTUVO AHí PARA AYUDARME”
La historia de Rubén inicia como la de muchos pobres en Veracruz, sin empleo. No tenía ocupaciones y decidió ayudar a su hermano a edificar su casa en Tempa, la zona baja de Axoxohuilco. Para ello era necesario romper rocas de la montaña que sirvieran como cimientos de la construcción.
El ocaso del atardecer anunciaba que el día de labores estaba próximo a terminar; ya sólo faltaba fraccionar una piedra de media tonelada. Los hermanos apilaron explosivos rápidamente, tendieron una mecha de 20 metros a lo largo y la cubrieron con tierra para que las ráfagas del viento no extinguieran el fuego. Luego se echaron a correr hasta un refugio en el monte. Sin embargo, la explosión no sucedió.
Esperaron 30 minutos hasta que les arreció el hambre y fueron a inspeccionar el problema. Caminaron valerosos, sin casco ni careta, a puro huarache y con el pecho firme, sin imaginar que la detonación los dejaría avanzar únicamente 15 metros antes de la polvareda y el bullicio y de los fragmentos ardientes que se incrustaron sobre la humanidad de Rubén.
Fue la última escena que el chico grabó con la vista. Lo que ahora relata en la grabación lo hace apoyado de sus demás sentidos; el olor a sangre que le escurrió de sus mejillas, la irritación sobre sus párpados chamuscados. Rubén ya no logró ver a su hermano ni el camino de regreso. Ahí se apareció la pantalla oscura e interminable.
Su acompañante le pidió que aguantara, que conseguiría un carro con el subagente municipal para llevarlo hasta el hospital rural de Zongolica, a una hora de distancia. Que por favor dejara de llorar. Le ofreció luego su paliacate de jornalero para que contuviera el sangrado.
Llegaron hasta el centro de la comunidad, luego de 15 minutos, sin embargo, ya los aguardaban las carencias del cuarto municipio más pobre en todo México, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, (CONEVAL):
De inicio, no hubo vehículos municipales disponibles, que de acuerdo con la alcaldesa, María Angélica Méndez Margarito, son dos ambulancias y seis camionetas tipo Pick Up al servicio de 14 200 habitantes. Ante las circunstancias, alguien de la comunidad llamó a una camioneta de las que rentan sus servicios.
El vehículo los llevó hasta Zongolica a cambio de 600 pesos. Al llegar a la unidad médica, los responsables advirtieron que lo único que podían hacer por el paciente era transportarlo hasta el Hospital Regional de Río Blanco, a otros 40 kilómetros de distancia. Ya eran las 11 de la noche para entonces y el ardor detrás de los ojos le picaba como avispas, describe Rubén.
“Cuando llegamos a Río Blanco nada más me lavaron la cara y me pusieron suero”. Aparentemente, la gravedad en su vista, superaba la instrumentaría y la capacidad de los especialistas, así que lo canalizaron, esta vez, hasta la capital del estado, diligencia que también sería inútil.
Los doctores en Xalapa se disculparon, pues el paciente debía ser atendido por especialistas hasta la Ciudad de México, en el instituto de oftalmología Fundación Conde de Valenciana (Institución de Asistencia Privada); esa fue la recomendación.
Si la consulta en sala de emergencias y la intervención quirúrgica, con un monto cercano a los 40 mil pesos, pudieron cubrirse, fue gracias a la intervención de la ONG humanitaria. Mediante su gestión lograron la condonación de los servicios, apelando que se trataba de una de las familias más pobres, del municipio más pobre, de los estados más pobres en el país.
Se trata de una agrupación internacional cimentada con valores cristianos que atiende nueve entidades federativas y 370 comunidades en México. Particularmente en Veracruz, da cobertura a los municipios de Mixtla de Altamirano, Tehuipango y Atlahuilco.
Aquella noche, el veredicto de los médicos, después de la operación, fue lapidario: “Estallamiento ocular en el ojo derecho, herida de córnea en el ojo izquierdo. Perforación intraocular doble y endoftalmitis secundaria”. Que de acuerdo con especialistas, se trata de una ceguera irremediable.
“QUISIERA ENCONTRAR AL MEJOR DOCTOR DE MÉXICO Y QUE ME CURE”
Es el deseo de Rubén Xochiquiquisqui, un chiquillo con fisonomía de hombre, que recuerda sus días antes del accidente dedicados a trabajar en el campo, visitar a sus amigos, carcajearse con las caricaturas o ver a su madre echando tortillas en el comal de leña. Escenas ya difusas que le entrecortan su voz grave.
Lleva ocho meses siendo prisionero en un cuarto de concreto, donde lo único que hay es una cama con el colchón sumido. No tiene estéreo ni celular, ni internet. Es un refugio lúgubre, donde el único ruido lo hace el viento cuando mese las ramas de los árboles. Un sitio que pudiera ser paradisiaco para un escritor o novelista, pero que para Rubén y su ceguera es lo más parecido a un manicomio.
Si camina más de tres metros su frente azota contra el marco de la puerta, si se distrae, sus chanclas de plástico se pierden y difícilmente las encuentra. Tiene prohibido salir al patio por su cuenta, un voladero de al menos 25 metros podría ser mortal. Quisiera bajar al pueblo y saludar a sus amigos, asistir a misa, comulgar… Sin embargo, nadie acude a ayudarlo.
Las fuerzas de su madre apenas se dan abasto con ella. Su padre y dos de sus cinco hermanos se la viven en el campo cosechando maíz, uno más se gana la vida hasta la Cuidad de México. El más chico, el de 12 años, Mauricio, es quien se sienta junto a él y lee algunos capítulos de la biblia, es el que lo abraza y le dice que se aguante como los machos.
Una vida a la que Rubén no quisiera tener que adaptarse: dormir al medio día, llorar en las madrugadas, comer dos veces cada 24 horas, soportar el ardor de ojos que le viene de a ratos, en palabras del jovencito: “Quisiera tener dinero, encontrar al mejor doctor de México y que me cure”.
En un momento repentino, los labios y la nariz le comienzan a vibrar, hay una nueva pausa en sus respuestas y el trapo que le cubre el rostro comienza a humedecerse. Rubén suelta quejidos de impotencia, vuelve a endurecer los dedos de sus pies y de sus manos. Un momento gélido que silencia incluso al viento.
Un campesino que solo terminó la secundaria, y ante las carencias económicas buscó contrato en las temporadas de zafra. Llegó a percibir hasta mil pesos a la semana, no lo detenían ni los ahuates ni la temperatura de la ciudad más calurosa de México, Tierra Blanca, Veracruz. En tres años logró juntar 20 mil pesos.
Su meta era construir un cuarto con muros de piedra y techo de lámina. Ese era su sueño, hasta que perdió la vista y el trabajo. En menos de seis meses sus ahorros se han evaporado en medicamentos y limpias con curanderas; paga donde le vendan esperanzas de recuperar la vista.
Al terminar la entrevista, Rubén pide al forastero que lo retrate junto a su madre, una mujer diminuta que por su hijo muestra las encías con sus escasos tres dientes, que está dispuesta a acompañarle en el siniestro mundo en el que está cautivo. El indígena implora que algún día la fotografía le sea entregada, “Quiero que mi madre me cuente cómo soy, porque a veces ya hasta eso se me olvida”, sentencia el hombrecillo y regresa a su camastro.







