Historia de un policía desaparecido
•"Ser madre de un policía secuestrado es vivir en el encierro, con miedo, pues hay quienes dicen que de seguro era de los malos"
“Ser madre de un policía desaparecido significa estar sola. No hablar con nadie. Vivir en el encierro, con miedo. Desconfiar de las autoridades. Es como tener la peste; la familia se aleja por miedo a que los maten. Los rumores son duros con mi hijo, dicen que de seguro era de los malos”.
Crónica de Miguel íngel León Carmona
“Mi hijo era bien aventado para los golpes. Se ejercitaba en el gimnasio, aprendía llaves de la lucha libre en tutoriales de YouTube.
La gente llegó a decir que seguro lo habían jalado “Los de la letra”; pero él amaba su trabajo, era un policía valiente y honesto”.
“Yo además le decía: hijo no vayas a hacerte amigo de gente mala. Nunca es bueno andar entre las patas de los caballos. Él me decía: No te preocupes, jefa". Se fue limpio de culpa y sin un peso. Aquella ocasión se le hacía tarde para el trabajo y tuve que prestarle dinero para su taxi”.
De acuerdo con la investigación ministerial 288/2012, el subcomandante Pedro Iván Ramos Molina, fue levantado el día tres de septiembre de 2012, a la mitad de su jornada laboral, en Ixtaczoquitlán, Veracruz, junto con tres de sus escoltas. A la fecha, el caso sigue abierto.
Despojado de sus prendas de trabajo, se tiene registro que llevaba puesto ropa de civil; tenis color gris marca Charly, pantalón de mezclilla azul claro con cuatro bolsas en cada pierna, camiseta de algodón color blanca, con cuello redondo y manga larga.
Joven de 25 años, robusto, de bíceps pronunciados, manos grandes y espalda ancha. Mide 1. 65 metros de altura. Tez morena, cabello negro rizado, casquete corto, sus patillas las afeita a la altura del tímpano.
El agente municipal, hoy extraviado, tiene un tatuaje en forma de cruz en el antebrazo derecho, la familia relaciona el significado de las tintas acrílicas con su devoción por San Benito. Además en el brazo izquierdo lleva grabada una leyenda en latín cuyo significado se desconoce.
A 39 meses de la desaparición cuádruple, María Eugenia Molina Rivera, madre del subcomandante cobra, como era llamado por los mandos inferiores, decide alzar la voz. El miedo la acecha, pero la pena por no encontrar el paradero de su primogénito es más intensa.
Sentada frente a un altar, custodiado por las llamas de dos veladoras, imágenes religiosas y la fotografía del extraviado colgada en un marco de madera, doña Eugenia se persigna frente a la imagen de su “chino” y comienza a relatar su pesadilla, que inició un lunes a medio día.
El sonido del teléfono inició la tragedia de la familia Ramos Molina, un número conocido avisó que algo cabrón había sucedido en Ixtaczoquitlán. La patrulla de El Cobra había llegado sola a la comandancia. Sin policías abordo y con las armas regadas en la batea.
La madre llamó de inmediato al entonces inspector municipal Luis Felipe Rojas:
“Habla la mamá de Pedro Iván. ¿No se encuentra con usted? Ya son las doce y no ha llegado”.
-Señora, ¿puede venir a mi oficina, por favor?
-¿Por qué, pasó algo? Dígame. No me asuste.
-No, no, no. No le puedo decir por teléfono. Mejor venga.
Doña Eugenia Molina, cogió su monedero y acudió a la comandancia en cuestión de minutos. Al bajar del taxi, se topó con la unidad móvil de su hijo: una camioneta Nissan cabina y media clausurada con llave, sin pasajeros; un vehículo fúnebre con logos de las fuerzas municipales.
A la entrada del edificio, rostros de oficiales cabizbajos, preferían mirar fijamente sus botas lustradas de negro que la cara angustiosa de la madre. Una mano rígida señalaba la dirección de la oficina del inspector Luis Felipe Rojas.
“¿Qué pasó, inspector? ¿Dónde está mi hijo?
“Mire, señora, anoche a las 22:00 horas nos reportaron como abandonada la unidad del subcomandante, la estacionaron junto al auditorio municipal. Los cuatro oficiales iban vestidos de civil y desarmados. Es lo que se sabe.”.
“Pero a dónde fueron. Estaban en horario de trabajo”.
“No se alarme, señora, creemos que se fueron de parranda”.
“Mire, inspector, él no toma. Es diabético. Eso no puede ser”.
“Pues entonces como ve usted, se los han de haber llevado los marinos, ya ve que andan bien perros””“.
“Bueno, pero usted como autoridad, ¿puede reportar que le faltan cuatro de sus hombres?”.
“No señora. Mi deber es comunicarle solamente lo que, al parecer, sucedió. Lo demás les corresponde a ustedes. ¡Búsquenlo!
Fueron las únicas palabras de apoyo del superior inmediato hacia la madre del subcomandante levantado, ¡búsquenlo!”. Acto seguido, como si se tratara de un prisionero, de una muerte o un vil insulto, a doña Eugenia le entregaron el uniforme de trabajo de su hijo:
Prendas ásperas color azul marino con el escudo del municipio de Ixtaczoquitlán; pantalón de corte recto, camiseta tipo polo talla 40, gorra con insignias de la autoridad bordadas en el frente y una chamarra tipo rompimientos.
La madre salió entre llantos de los pasillos gélidos y enmudecidos del edificio policial. Cargaba los únicos restos de su hijo, telas que aún conservaban el olor a esencia de lavanda y sudor de entrenamiento. Fúrica, la madre del subcomandante Ramos careaba a los demás oficiales:
“Tú, hijo, dime qué pasó, preguntaba de manera aleatoria. Te lo ruego, dame noticias. Pero los bultos humanos, escudados en su rol de polizontes, conservaban la posición de firmes y no despegaban la vista del suelo. “Discúlpeme, madre. No sabemos nada”.
“Era evidente que había algo, todos sabían, menos yo. Quería gritar y escuchar la verdad por cruel que fuera, pero nada. Esas personas tienen alma de piedra. No los conmovieron mis chillidos. Tal vez tenían miedo. Quizá los policías vivan así”.
Fue la última vez que doña María Eugenia Molina tuvo noticias de su hijo. El martirio apenas llevaba un día de comenzado. La madre de a poco se enfrentaría a la inoperancia de las autoridades y a la tibia capacidad de asombro por parte de la gente en estos casos.
“Ay, joven ya no se ni en quién confiar. Quisiera salir a declarar en otras instancias, contar mi historia a los medios, desahogarme con familiares y conocidos, pero se han cansado de defraudarme”.
La última experiencia que la madre guarda con rencor es la atención que le brindaron en la Procuraduría General de la justicia en Veracruz. Habían pasado 15 días de la desaparición, la mujer ingresó a las instalaciones entre lágrimas con la fotografía de su muchacho. Preguntó entonces al agente que estaba en turno:
“Oficial, busco a mi hijo, es policía de Ixtaczoquitlán, ayúdeme por favor”.
“No señora, mejor regrésese a su casa. Váyase calladita. Ya ve usted que luego matan a las familias completas. Mejor ni le mueva, ni haga ruido”. Fueron las palabras de la autoridad estatal hacia una madre de esperanzas agonizantes.
Aquella experiencia fue el motivo del divorcio con las autoridades. Doña Eugenia, decepcionada, ha dejado que su milagro de encontrar el cuerpo de su hijo vivo o muerto lo resuelvan las figuras celestiales; cada tercer día de cada mes, asiste a misas en honor a su desaparecido.
Aunado a la indiferencia por parte de la autoridad veracruzana y la crítica social, existe una tercera plaga que por ser menos importante no lo hace menos incómoda. Al desaparecer Iván Ramos Molina dejó deudas con las empresas Coppel y Nextel.
La primera tienda departamental, de origen judío, entendió la situación que atravesaba la madre del deudor y extraviado, y las llamadas se terminaron una vez expuesto el caso.
Sin embargo, Nextel a la fecha, con el respaldo jurídico de hacerlo, continúa llamando al domicilio de Eugenia Molina. Voces bien entonadas de señoritas exigen el pago puntual de su hijo. Exhibiendo la nula calidad moral de una empresa a nivel internacional como Nextel, ahora AT&T.
“Ya mejor no contesto, dejo que siga sonando el teléfono. Pero la última vez me dijo una señorita:
“¿No le da pena encubrir a su hijo y hasta darlo por desaparecido, señora? Yo me solté a llorar y la mandé al diablo”.
Desde hace tres años la familia Ramos Molina ha aprendido a sobrevivir con esta pena de fin incierto y distante. Cada 28 de noviembre recuerdan al ser humano que las críticas han venido desmembrando por el simple hecho de haber fungido como policía municipal.
Doña María Eugenia recuerda, solloza, a su hijo desaparecido: un muchacho que gustaba de cantar música rap en su habitación, un fanático de los videojuegos y las mujeres bellas. El comandante que invitaba a sus escoltas a comer en casa. El buen hijo que gastaba su quincena de cuatro mil pesos con la familia.
“Así era mi muchacho. A toda la gente que dice que seguro andaba en malos pasos, les digo que mi hijo tuvo tres mudas de ropa, cuatro con la que lleva puesta. Todas sus cosas las guardo en cajas de cartón. Ahí están, bien seguras, por si lo vuelvo a ver”.
Antes de finalizar la entrevista, doña Eugenia Molina se talla los ojos hinchados y cuestiona a las autoridades, mientras enciende la veladora del día mil 192 de desaparecido: He escuchado que a los policías abatidos mínimo les rinden un homenaje por su labor en combate.
A mí sólo quisiera que me dijeran: Mire señora, vaya a recoger a su hijo, está enterrado en aquella barranca. Le juro que yo voy, lo encuentro y me lo traigo a rezarle. Por Dios que no digo nada.
11 Dic, 2015 - 05:43
Dios le de mucha fortaleza a la sra Maru y a todas las madres q sufren el mismo dolor Exelente reportaje Miguel Leon
No se vale ...usted se kedos sin su hijo.....yo sin marido...y mis hijos sin padre.....admiro lo k e 11 Dic, 2015 - 00:10
10 Dic, 2015 - 03:21
Exelente reportaje