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Crónicas
Viernes 09 octubre, 2015

Los nombres de los pueblos

Hay comunidades con nombres fatí­dicos, por ejemplo, en Chihuahua y Jalisco uno se llama “Pito real” y en Michoacán hay uno con el nombre de “La verija”
•En Veracruz uno se llama “¡Está cabrón!”; pero también otro: Cantarranas


Muchos años después, Héctor Fuentes Valdés recordarí­a su infancia y adolescencia cuando los colegas...

Luis Velázquez

  • Entrada al pueblo de Pito Real, Chihuahua

en la escuela primaria y secundaria se burlaban del nombre del rancho donde habí­a nacido, Cantarranas, como si fuera, digamos, el peor del mundo.

Así­, le preguntaban con sorna, por ejemplo, que si en Cantarranas cantaban mucho las ranas, y/o si era porque los habitantes eran feos, negros y con ojos de espanto y susto, como los tení­a, por ejemplo, Diego Rivera, a quien Frida Kahlo apodaba “El sapo”.

Y como le echaban montón, entonces, el mundo se le vení­a encima, y más cuando hasta el profesor del sexto año de primaria le entraba al sarcasmo, exhibiéndolo en el salón de clases.

Recordarí­a con angustia aquellos años, cuando hacia finales de la secundaria en el pueblo migrante donde habí­a llegado con sus padres leyó un libro de geografí­a con los nombres de otros pueblos de la república, de tal forma que Cantarranas parecí­a un nombre dulce y tierno.

Por ejemplo, descubrió que en Sinaloa, la famoso tierra precursora de narcos en el siglo pasado, existí­a un pueblo con el nombre de ¡Válgame Dios!, como si se tratara del fin del mundo, el dí­a del Apocalipsis, el juicio final, y/o en todo caso, como si en cada nuevo amanecer una sorpresa atónita sembrara la incertidumbre social.

Sonrió, por ejemplo, cuando en aquella búsqueda desenfrenada se topó con el nombre de un pueblo en Guanajuato, La nalga de Ventura, porque bien pudo referirse a la nalga de una persona, pero también tratarse de un error gramatical, aludiendo a la nalga venturosa.

Supo entonces que en Michoacán estarí­a el peor nombre de un pueblo que se llama La verija, que en los pueblos ribereños de Veracruz suele referirse a las partes nobles intermedias en las piernas y pensó en el gentilicio de sus habitantes a quienes llamarí­an, por ejemplo, los verijosos.

Pero si a esas vamos más satisfacción descubrió cuando tuvo conocimiento que tanto en el estado de Chihuahua como en Jalisco hay un pueblo con el siguiente nombre sugestivo: Pito Real, que porque ahí­ descubrieron un monumento con un pene gigantesco y que, bueno, a la fecha, cuando menos a la fecha, en Chihuahua la comunidad sólo está habitada por dos personas, porque todos prefirieron huir torturados y avergonzados con el nombrecito.

En Jáltipan, en el sur de Veracruz, existí­a en el mapa geográfico un pueblo con el nombre subliminal de ¡Está cabrón!, y que, bueno, como en la leyenda bí­blica poco a poco fue quedando deshabitado, quizá, acaso, por el nombrecito que sus fundadores le pusieron, al revés de aquel pueblo en la narrativa de Gabriel Garcí­a Márquez que se fue despoblando hasta quedar en cero, porque todas las madrugadas alguien tiraba volantes con chismes baratos sobre la vida privada.

En Jalisco, por ejemplo, tienen una comunidad que se llama La chingada, que por cierto es el nombre que el tabasqueño (“Vamos a Tabasco… que Tabasco es un edén”) Andrés Manuel López Obrador, autor de libros, escritor, le puso a su rancho en Chiapas, y por eso mismo cuando alguien le preguntaba donde irí­a si perdí­a Los Pinos en automático contestaba con una sonrisa sarcástica: “¡A La chingada!”.

Tal cual descubrió que en Baja California hay un pueblo con el nombre histriónico de ¡Salsipuedes!, donde el gentilicio es salsipudienses de igual manera como a los hijos de Cantarranas los cantarranenses, es decir, algo así­ como decir, por ejemplo, los griegos y los atenienses, los italianos y los romanos.

UN EXORCISMO LO LIBERÓ DEL COMPLEJO INFANTIL

Héctor Fuentes se consoló, seguro y consciente de que la vida era demasiado generosa porque a otras latitudes les habí­a ido, digamos, peor, sin que, porfis, nadie piense que se pitorreaba de los otros nombres sino, por el contrario, significaban un consuelo, una especie de cicatriz en la herida sangrante de una infancia y una adolescencia llena de timidez.

Un dí­a volvió a su rancho para, digamos, exorcizar los demonios que arrastraba desde la escuela primaria.

Nunca, jamás, por ejemplo, en las noches ni en la madrugada, cuando permanecí­a despierto parando oreja, escuchó el canto de las ranas, ni siquiera el de grillitos, quizá, acaso, porque así­ como el rí­o se estaba secando, también las ranas habí­an migrado en desbandada a otro pueblo.

Tampoco miró en sus paisanos a gente fea, pues al contrario, quedó prendado de varias chicas jamás imaginadas.

Entonces, elucubró la posibilidad de un cabildeo para cambiar el nombre al pueblo, digamos, por alguno de sus hijos ilustres como, digamos, en vez de Cantarranas que se llamara “Celso Contreras”, el í­dolo del béisbol que desde el rancho llegó al club íguila de Veracruz y luego siguió la huella de Beto ívila incursionando en un equipo norteamericano.

Pero topó con pared cuando alguien le recordó el triste y dramático final de Celso Contreras, en que arrastrado por la fama se entregó a las mujeres y el alcohol, y dilapidó su fortuna, pero más aún sus capacidades y habilidades, su destreza como gran pitcher, y se perdió en la noche de los tiempos como una estrella efí­mera y fugaz, pero estrellada.

De cualquier manera, y aunque parezca simplista, tení­a un consuelo en los nombres de otros pueblos del paí­s, y fue en verdad un exorcismo que él solo se aplicó para tratar de ser feliz con los recuerdos y reconciliarse consigo mismo, perdonando, incluso, a sus compitas de la escuela primaria y secundaria y volver a Cantarranas cuantas veces fuera posible.


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