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Sábado 03 octubre, 2015

Julio Cortázar, el depredador sexual

“No puedo ser lo que todaví­a ve en esta cara. Y no puedo ser otra cosa en libertad, porque en tu espejo de sonrisa blanda está la imagen que me aplasta, el hijo verdadero y a medida de la madre, el buen pingí¼ino rosa yendo y viniendo y tan valiente hasta el final, la forma que me diste en tu deseo: honrado, cariñoso, jubilable, desplomado”. Lo escribió un Julio Cortázar ya adulto en una carta-poema que nunca se atrevió a enviar a su progenitora, con la que en cambio mantuvo correspondencia ininterrumpida 30 años. El peso de ese matriarcado como punta de iceberg de una asfixia familiar insoportable, una probable relación incestuosa con su hermana, el menor peso en la vida y la obra de su viuda Aurora Bernárdez, un tratamiento hormonal para su gigantismo que en efectos secundarios lo convirtió a sus casi 60 años en un notable depredador sexual y la muerte por leucemia, sí­, pero apuntillado por el SIDA contraí­do por una transfusión de sangre son los aspectos mayormente de regusto freudiano del gran escritor argentino que Miguel Dalmau hace aflorar en Julio Cortázar. El cronopio fugitivo (Edhasa), voluminoso (640 páginas) y a buen seguro polémico retrato del autor de Rayuela.

Buscaba Cortázar en su obra (y, por extensión, en su vida) abandonar una realidad que le parecí­a incompleta, saltarla, cruzar la puerta, lo que explicaba sus desconexiones, su tendencia a mostrarse distraí­do, “estados de pasaje: cuando estoy distraí­do, por ahí­ me escapo”, decí­a. “Yo me he limitado a poner una linterna en el otro lado de esa puerta, siguiendo pistas que los demás biógrafos han abandonado”, apunta Dalmau en Barcelona, donde un Cortázar niño afincado con su familia en junio de 1917 aprendió lo que eran los traumas (un gallo le despertó en medio de la noche y le estrenó en las pesadillas) y donde un trencadí­s

Carles Geli/El Paí­s

(mosaico) del dragón multicolor del Park Gí¼ell gaudiniano marcó, sin saberlo, sus de por vida imágenes inconexas de baldosas de colores y su fascinación por los caleidoscopios reales y literarios.

Para Dalmau (Barcelona, 1957), autor de la controvertida biografí­a de Gil de Biedma (2004) y de la completa Los Goytisolo (1999) y que ha invertido tres años de trabajo y la disección de medio centenar de obras sobre el autor de Historias de cronopios y de famas, el peso del gineceo argentino marcó toda la vida del escritor. “La madre, doña Hermí­nia, era hija ilegí­tima y tanto ella como la hermana de Cortázar, Ofelia, vivirán de él toda su vida porque el padre les abandonó pronto: hasta un mes antes de su muerte les enviará cheques desde Europa, pero resulta que quien ha de ejercer desde bien joven de pater familias era un chico introvertido, con problemas de gigantismo y que tení­an medio escondido en un altillo leyendo todo el dí­a”, fija el biógrafo, que no duda en calificar al escritor de “hombre bloqueado por los tabús y puto esclavo de su madre”.

A todo ello une Dalmau (que no ha podido usar fotos ni citas de los libros del escritor y que vio como Circe renunciaba a publicar la biografí­a) un factor delicado: el 15 de octubre de 1951 Cortázar se instala en Parí­s. Oficialmente, es porque no puede soportar la asfixia de la dictadura, pero Perón estaba en el poder desde 1946 y habí­a acabado de salir ese mismo mes su primer libro de cuentos, Bestiario, del que, eso sí­, sólo vendió 65 ejemplares al principio. En buena parte de los relatos, la figura del incesto aparece como leit motiv: es una de las pesadillas más recurrentes del Cortázar de entonces, vinculadas, según Dalmau, a su hermana Ofelia, de fuerte carácter, esquizofrénica como se sabrá después y poco amante de su obra. A ello atribuye el estudioso el ser el “motor freudiano” de la verdadera causa de la salida precipitada del paí­s del escritor y propiciar su “pulsión centrí­fuga” por el mundo,si bien “no debió ser una relación desaforada”.

Afirma también el biógrafo que el peso vital y literario de Aurora Bernárdez, primera esposa y futura albacea del escritor y con la que Dalmau no habló nunca porque “no querí­a que me secuestrara intelectualmente la biografí­a”, fue siempre menor del que se sostiene. Y, por supuesto, que no fue la fuente de inspiración de La Maga, la entrañable mujer-niña que coprotagoniza la mí­tica Rayuela. “Ni fue ella, que le dio constantes calabazas durante años, ni fue la poetisa Alejandra Pizarnik: fue Edith Aron y la novela refleja la explosiva relación entre el que era un becario argentino hipersensible, racional y apocado con una joven judí­a dependiente de grandes almacenes excéntrica, alegre y bastante liberada”.

La vida afectiva y sexual de Cortázar va aflorando --intercalado con interpretaciones de su vida partir de su obra, también diseccionada-- a lo largo del libro, alcanzando un protagonismo notable a partir de un tratamiento hormonal al que se somete Cortázar a finales de los años 60 para abordar una tumoración fruto del crecimiento desordenado de su cuerpo. Esa es la excusa, según Dalmau, del cambio radical en lo fí­sico y en lo sexual del autor argentino, que pasa de ser un hombre de 1,92 de altura pero barbilampiño y con cara de bebé a un personaje barbudo, de pelo largo, muy acorde con la estética beatnik del momento. “Ahí­ se acaba el intelectual retraí­do y monógamo”, escribe el estudioso. La cura, con testosterona, le estimulará el apetito sexual, ya suficientemente excitado por su relación con la lituana Ugné Karvelis, de fuerte carácter, culta, vital y alcohólica, que trabajaba como editora en Gallimard.

La imagen de atractivo Robinson de Cortázar la fijará en unas instantáneas muy conocidas la fotógrafo holandesa Manja Offerhaus, que también fue amante del escritor. Las mujeres como objeto de deseo entran en su vida, aunque ni así­ se arreglarí­an las cosas con Aurora en ese campo: al parecer, Cortázar no podí­a tener hijos y habrí­a pasado un matrimonio en blanco desde lo sexual, tesis que Dalmau sostiene veladamente. “Aurora no hizo más que perpetuar el matriarcado argentino en el que vivió siempre el escritor, que por ello casi nunca se comportó como macho alfa sino que mostró una sensibilidad muy desarrollada, lo que explica que fuera un escritor de tanto éxito entre las féminas”, ratifica el biógrafo.

En una vuelta de tuerca más, Dalmau atribuye a Cortázar un safari sexual durante una estancia en Kenia con motivo de una conferencia de la Unesco. Allí­, amén de perseguir a algunas nativas, habrí­a tenido un accidentado romance con C.C., a la que habrí­a forzado, algo que dejó veladamente fijado en unos poemas publicados póstumamente; la violación, como en su momento el incesto, rezuma obsesivamente en la producción cortaziana de mediados de los 70, según Dalmau. “El tratamiento le cambia la actitud y su comportamiento sexual: le pasa a los 60 años lo que suele ocurrir en los 20 pero con la ventaja de que él tiene un coto de carne fresca muy grande porque es un conocido y, en todos los aspectos, atractivo escritor”. Es ese Cortázar que deja anonadado a su amigo Mario Vargas Llosa cuando le va a visitar a Londres porque no hace más que hablar distendidamente de sexo, drogas y no se reprime a la hora de comprar revistas eróticas…

Pero algo no funcionará en Cortázar: no se siente cómodo con esa especial poligamia. Quedará reflejado por escrito en dos niveles: en su obra, como en novelas como el Libro de Manuel, o en cartas destinadas a sus más í­ntimos: “Vivo solo en una multitud de amores”, les confesará más de una vez, en especial tras la ruptura con Karvelis por los celos inevitables en toda pareja abierta.

De ese frenesí­ sexual le sosegará Carol Dunlop, cuya muerte en 1982 deja ya a un Cortázar muy enfermo del cóctel leucemia-SIDA por una transfusión sanguí­nea en 1981 con sangre contaminada de ífrica en un ser totalmente melancólico y hundido. “Carol le habí­a devuelto al terreno lúdico, al niño grande que siempre fue Cortázar”, cree su biógrafo. El escritor va solo, muy a menudo, al cementerio de Montparnasse a la tumba de su compañera y hace, incluso, poner vaso y plato para ella como si estuviera viva cuando va a comer a casa de antiguos amigos comunes. Aflora ternura y hasta cierta lástima, incluso, la figura del escritor a pesar de que Cortázar no fue nunca desvalido ni ingenuo, especialmente en lo polí­tico, como apunta Dalmau. “No tiene nada de miope polí­tico: no se vendió a Moscú porque siempre estuvo por la libertad individual y por la vida, sólo hay que leer relatos como Apocalipsis de Solentiname”.

Juan Carlos Onetti, tras leer el relato cortaziano El perseguidor, parece que se encerró en el cuarto de baño y rompió el espejo de un puñetazo. Por las mismas razones, y quizá por otras totalmente opuestas, algunos lectores de la desmitificadora Julio Cortázar. El cronopio fugitivo hagan lo propio.


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