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8 Columnas
Miércoles 01 julio, 2015

Dejé de fumar...


•Me hipnotizaron

Alejandro Almazán

  • Alex Almazán. Ciudad chilango

Un dí­a, en el baño de la casa, apareció una señal de humo: un libro motivacional para dejar de fumar. Mi roomie, quien debió comprarlo en un arrebato de culpa, lo habí­a abandonado en la página 49. Tanto optimismo le ha de haber parecido deprimente. El libro estuvo varios meses en el mismo sitio con la esperanza de que alguna de nuestras visitas se lo robara, pero a ninguna le interesó desengancharse del cigarrillo. Para ese entonces yo parecí­a estar empeñado a romper un depresivo récord: dos cajetillas al dí­a. No voy a culpar a nadie de mi adicción: uno comienza a fumar por pendejo, no por una infancia traumática. Yo he olvidado cuándo, dónde y con quién fumé mi primer cigarrillo, pero seguro fue en la prepa porque en ese tiempo uno agarra los vicios y es cuando pensamos que vamos a tener mucho tiempo para dejarlos. A fines de los noventa, recuerdo, intenté sacudirme este hábito que se ha llevado lo mejor de mí­, pero sólo conseguí­ que se me paralizara media cara por culpa de los parches de nicotina. El médico, el carnicero o el fontanero ””no sé quién carajos me atendió esa vez”” me recetó dos Marlboro. Me los fumé como si no hubiera futuro y sólo así­ el rostro se me descongeló. Hace años, P me hací­a prometerle que dejarí­a el cigarro y lo único que sucedió fue que nos dejamos.

A principios de este año desperté con una tos lépera, pero la salud no fue la primera razón por la que me animé a leer, a escondidas de mis amigos y hasta de mí­ mismo, ese librillo motivacional. Lo hice, acá entre nos, para comprobarme, y comprobarle a V, que es verdad que los viejos hábitos nunca mueren pero sí­ podemos amarrarlos y convivir con ellos en santa paz. Por extraño que parezca, después de leer el libro no se me antojó fumar durante tres dí­as. Era como si alguien hubiera apretado el botón de off del control remoto. Llegué a pensar que ese libro debí­an venderlo junto con una Ouija. Mi optimismo terminó yéndose al carajo porque V me echó de su historia y yo debí­ rellenar su vací­o con cientos de cigarrillos. El método de Allen Carr era un pinche fraude. A mi roomie debí­an devolverle su dinero.

Mi vida, o como quieran llamarle a todos estos años, fui a depositarla dí­as después en manos de un hipnotizador con aires de Charles Bronson. Bronson habí­a conseguido que un amigo se mantuviera sobrio y que dejara de llorarle a una mujer. Acabar con mi adicción al cigarro, supuse entonces, iba a ser cosa de niños. Yo, desde que me diagnosticaron una colitis de muerte, pongo mi fe en cualquier curandero, terapeuta, hechicero, brujo, acupunturista y demás locos que me recomienden. Y Bronson era uno de ellos. No volverás a fumar, me prometió Bronson y, sin más, comenzó a hipnotizarme. Me dijo que me imaginara el mar y yo vi el desierto. Me dijo que me imaginara acostado, en mi cama, y yo sentí­ lo incómodo del sillón en el que Bronson me habí­a sentado. Me pidió hurgar en mi infancia pero yo no vi nada. Me ordenó que despertara y yo apenas iba agarrando sueño. No entré en trance, le dije cuando le pagué los 700 pesos de la consulta. No importa, me contestó, El mensaje va al inconsciente. Mi inconsciente debe estar muy inconsciente por que cuatro horas después estaba fumando de nuevo. El amigo que me habí­a recomendado a Bronson también habí­a vuelto a beber.

El libro trae un número telefónico para ir a hipnosisterapia. Debí­ haber llamado desde el principio, pero me pareció una trampa que en la última página le enjareten a uno que el libro es bueno, pero que la hipnosis es lo mejor. Llamé, fui a la zona de Las Lomas, pagué dos mil 900 pesos, firmé la devolución de mi dinero (a los tres intentos regresan la plata) y, durante casi seis horas, un hipnotizador con aires de Ricky Ricón nos habló del bien y del mal (nunca habló del cáncer ni nos enseñó unos pulmones que parecí­an carbón) y nos regaló un mantra a la veintena de adictos: Puedo pero no quiero. De esa veintena recuerdo al viejo que ya usaba tanque de oxí­geno y a la mujer aquella de pechos fulminantes que sólo fumaba de 7 de la noche a 1 de la mañana, todos los dí­as de la semana. ¿Y por qué sólo en esas horas?, le preguntó Ricky Ricón. Porque es cuando estoy en las maquinitas, respondió la señora. Ricky Ricón no le dijo nada, pero era evidente que el problema de esa ludópata no era el tabaquismo.

Cada hora Ricky Ricón nos mandó al salón de al lado para fumar. Hacia las dos de la tarde, nos advirtió que ese serí­a nuestro último cigarro. Todos pusimos cara de desgracia. Era como si nos hubieran dicho que se habí­a muerto nuestra madre. El salón, antes de que lo olvide, es deprimente: no porque tenga un enorme contenedor donde hay que tirar la cajetilla que uno lleva, sino porque uno mira a todos esos que son como uno. Cuando regresamos, Ricky Ricón pidió que nos colocáramos los audí­fonos, puso música Chilli Out y empezó a decir no sé qué tanto. Lo lamento: me quedé dormido. La falta de azúcar, después de seis horas de palabrerí­a, me orilló a un sueño tan pesado como el que da por el mal del puerco.

De aquella sesión han pasado cien dí­as y no he vuelto a fumar. Subí­ pocos kilos, pero lo más duro fue no poder teclear. V, que para entonces habí­a vuelto a quererme, también dejó de fumar y me animaba a teclear. El que piensas eres tú, no el cigarro. En la angustia me dio germen de alfalfa, apio y esperanzas. Un dí­a, arruinado porque no se me ocurrí­a una sola palabra, llamé al número de emergencias que nos dio Ricky Ricón. La sicóloga que me atendió no ayudó en mucho, pero mientras me decí­a no sé qué del mantra tuve una regresión y me acordé que de niño masticaba papel cada vez que estaba ansioso. Hoy ya solo bebo agua, pero de vez en vez voy por mis papelitos. Algunos dí­as también he hecho la mí­mica del acto de sacar un paquete invisible de cigarrillo, encender un cigarrillo invisible con un cerillo invisible, llevarme el cigarrillo invisible a la boca y sacar ese humo invisible.

En estos casi 100 dí­as me habrí­a metido tres mil cigarrillos. No es que lleve la cuenta y ahora quiera evangelizar al fumador. Nada de eso: fumar me hizo creer que durante casi 30 años estuve bien acompañado y a eso uno siempre le va a tener cariño. Traigo frescas las cifras porque a mi celular bajé una de las más absurdas aplicaciones que conozco, una que nos recuerda todo el tiempo la plata que hemos ahorrado, los miligramos de monóxido de carbono que hemos dejado de inhalar y todos esos números que siempre nos parecen inútiles.

No sé si vuelva a fumar (Mayo y V le causaron destrozos a mi corazón y el cigarrillo se alimenta de los pretextos). Por lo pronto, he apagado el cigarro para encender el resto de mi vida.


1 comentario(s)

Yolanda Robles 16 Jul, 2019 - 21:46
Hola Alejandro, podrías pasar el dato de quien te atendió?

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