La vida burocrática es así y ni modo…
•Relato sórdido y truculento de la solicitud de audiencia en una dependencia del gobierno de Veracruz
•Las mentiras de la princesa del Palacio de Hierro
•Un telefonema del gobernador se atravesó para que el secretario saliera huyendo al encuentro con la historia
La vida burocrática es así:
El ciudadano Jorge Arias llega a la dependencia del gobierno de Veracruz y en la planta baja mira a un empleado, pagado con el dinero del contribuyente, sentado ante una mesa donde hay un solo letrero.
Recepción de visitas.
Entonces, le entregan una hojita para anotarse.
Luis Velázquez
Nombre. Dirección. Teléfono. Origen.
Asunto.
Pregunta:
--¿Está el secretario?
--Sí.
--¿Ya llegó a trabajar?
--Sí. Ahí está. Pase.
Espera el elevador durante un rato y por más que oprime el botón no llega y/o no se detiene.
“Está descompuesto” dice alguien que pasa por ahí con cara de burócrata aburrido hacia el mediodía.
Y a caminar uno, dos, tres pisos.
En la antesala del secretario hay tres chicas, sus secretarias. Las tres está alucinadas frente a la pantalla mirando, buscando, hurgando, digamos, y en nombre de los 8 millones de habitantes de Veracruz, un documento oficial.
--¿Está el secretario?
--Sí, dice una de ellas, mirando la pantalla.
--Se anuncia, dice, extendiendo la misma hojita que el burócrata de la planta hoja.
LA PRINCESA DEL PALACIO DE HIERRO
Otra vez nombre, dirección, teléfono de casa, celular, procedencia, asunto.
--Saludarlo, escribe Jorge Arias en la hojita.
--¿Saludarlo?
--Sí, saludarlo.
--¿Sólo saludarlo?
--Sólo saludarlo.
--Siéntese, dice la chica flaca y escurrida que parece la princesa del Palacio de Hierro descrita por Gustavo Sainz en su novela célebre.
El solicitante de la audiencia se sienta por ahí en una silla vieja y descolorida, lista para el archivo muerto.
Hay unos cuatro jóvenes a un lado. Un señor de la séptima década leyendo el periódico; pero espiando. Un par de señoras, a lo lejos, de pie, también esperan el elevador que nunca funciona.
Unos 15, 20 minutos después la princesa del Palacio de Hierro se acerca y dice:
--El secretario no está.
--Pero si hace rato usted dije que estaba.
--El gobernador le llamó de urgencia y se fue.
--Pero ¿por dónde salió?
--Por otra puerta que tiene en su despacho.
--Pero, espere, ahorita vendrá su secretaria particular.
IMPREVISTO TELEFONEMA DEL GOBERNADOR
Cinco, diez minutos después aparece la secretaria particular, una señora ya grande, antigua burócrata, que se pasa de amable.
--Pase, pase, pase, dice extendiendo la mano y señalando la puerta de acceso a la otra antesala del secretario.
--Gracias, señora, ya me voy. El secretario no está.
--Sí, sí, no está, se fue, lo llamó el gobernador de improviso; pero si quiere lo comunico con teléfono, ande, ande, ande.
--Gracias, señora, gracias, me retiro.
La señora se desparrama en miel. Casi casi aprisiona del brazo con sus manos que se sienten de fisiculturista.
Jorge Arias hace como que pasa. Y cuando está en la antesala de la antesala del secretario, la señora dice:
--Mejor lo comunico con su jefe de prensa.
--No, gracias, señora, me retiro.
--Oiga, pero lo comunico con el jefe de prensa para que se pongan de acuerdo.
--No, gracias, señora, me retiro, repite Jorge Arias al mismo tiempo que camina hacia la puerta, sin detenerse, diciendo “adiós” a las tres secretarias que ninguna contesta porque siguen alucinadas frente a la pantalla.
Aprisa y de prisa, el solicitante de la audiencia baja las escaleras del tercero, el segundo y el primer piso y se asoma a la planta baja camino a la libertad.
Se mira en otro tiempo, cuando, ni hablar, su chamba lo obligaba a tocar puertas oficiales. Y como un video por su memoria pasan aquellos años reporteriles. La vida burocrática sigue igualita.
Los mismos gestos, las mismas actitudes, el mismo lenguaje, con rostros, claro, diferentes, pero con el mismo hábito y las mismas costumbres.
La secretaria que justifica diciendo que el gobernador llamó de pronto, zas, al secretario. La misma que argumenta una junta de Estado de improviso y ni modo, una disculpita. La misma donde el jefe máximo atiende un problema apocalíptico.
Jorge Arias se pierde en la monotonía de la mañana caliente en medio de los peatones y los automóviles estacionados en fila india y jura que nunca, jamás, habrá de volver a una oficina burocrática.
Tan sencillo que era para el señor de la recepción decir que el secretario no estaba y así ahorrarse tantas mentiras piadosas, digamos, en nombre de la tolerancia.
Pero, bueno, de mentiras también se vive…