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A Mil por Hora
Viernes 08 mayo, 2015

Todos de niños conocemos la muerte

La muerte de los abuelos
La extensa agoní­a de la abuela
La mascota que falleció de un sí­ncope y fue el dolor más agudo

Todos, desde niños, quizá adolescentes, conocemos la muerte a través de la familia. Un padre. Un abuelo. Un tí­o. Quizá un amigo en la escuela que padezca una enfermedad incurable.
Hay casos, claro, que de niños conocieron el dolor de la muerte porque una compañerita, una noviecita platónica, habrí­a fallecido, digamos, con su familia en un accidente automovilí­stico.

Luis Velázquez

Jorge Arias, por ejemplo, conoció la muerte hacia los 10 años de edad cuando muriera su abuelo materno.

Don Abraham era un campesino alto y fornido, que parecí­a un gigante y gustaba de disfrazarse de Godzila en las noches decembrinas para asustar a los nietos.

Murió de un sí­ncope cardiaco. Un ataque al corazón cuando estaba con su nieto en el parque del pueblo un fin de semana que fuera de visita con la familia.

Por fortuna, murió saboreando un barquillo de nieve de limón a la sombra de una araucaria que daba mucha sobra a una banca de fierro colocada en el centro de aquel zocalito del pueblo donde al salir de misa donde todos se sentaban a tomar el fresco del verano.

El niño de 10 años salió corriendo cuando el abuelo se fue de lado sobre la banca hasta llegar a su casa a unas cuadras, informar a su madre, y todos salir corriendo en estampida.

LA TRíGICA MUERTE DEL OTRO ABUELO

La segunda vez que conoció la muerte fue con el abuelo paterno. También, campesino.

Ocurrió en la temporada de lluvias. El abuelo, don José, fue sorprendido en su parcela a orilla del rí­o Jamapa por una tormenta que luego enseguida se tradujo en huracán.

Pero el golpe del agua en el rí­o fue tan insólito y tremendo que luego enseguida el rí­o se desbordó.

Y cuando el abuelo cruzaba el rí­o montado en su caballo, el agua lo fue arrastrando aguas abajo.

El caballo pudo sobrevivir, con pataleos desesperados salió a la otra orilla, pero el abuelo se chispó del caballo y el rí­o Jamapa, desbordado, un tsunami, se lo llevó.

Fue un viernes a las 7, 8 de la noche, ya de noche, y por más que sus hijos y los amigos lo buscaron alumbrándose con lámparas, nunca encontraron el cuerpo, sin ninguna esperanza de hallarlo con vida.

Hasta el otro dí­a cuando en el amanecer la búsqueda se reanudó, el cadáver fue descubierto en una orilla donde el rí­o hací­a curva y unas piedras gigantescas lo detuvieran.

Jorge Arias vio a su padre llorar en silencio, quizá, acaso, escondiendo las lágrimas para mostrarse lo más firme posible ante la familia, tan acostumbrado como habí­a sido educado a nunca mostrar sus sentimientos.

LA MUERTA QUE SONREíA

La abuelita Susana murió cuando también era niño. Quizá cuando estaba egresando de la escuela primaria.

Un paro cardiaco la fulminó en su cama donde llevaba una, dos semanas, convaleciente de una neumoní­a.

Pero su frágil cuerpo a los 80 años de edad, delgadita y flaquita, cada vez más encorvada, reducida a casi nada, una figurita de trapo, una muñequita de la séptima década, fue incapaz de resistir los estragos de la enfermedad.

Le faltó tiempo para despedirse. El ataque cardiaco la sorprendió. Le dieron de comer una sopita de fideos bien triturada y apenas y probó el caldito y dijo que tení­a mucho sueño. Murió a los 15, 20 minutos, sin decir adiós, lúcida como estaba.

En sus labios quedó la mitad de una sonrisa, como si en el momento soñara con una dulce y agradable visión oní­rica, ella que todas las noches solí­a tener muchos sueños apenas poní­a la cabeza en la almohada.

LE DOLIÓ MíS LA MUERTE DE SU MASCOTA

En la infancia, Jorge Arias también conoció la muerte. Fue con un perrito, su mascota, que papá le habí­a regalado porque estaba ansioso de una hermana y como la economí­a familiar andaba tan mal y sus padres evitaban la procreación, le llevaron el animalito.

Todos los dí­as lo sacaba a pasear cuando la tarde era fresca, luego de hacer la tarea escolar.

Unas veces hasta se lo llevaba al parque para lucirlo y presentarlo a los amiguitos.

Se llamaba Michael, como el cantante de color que de color negro era el perrito.

Dormí­a a su lado, en su cama. Y antes que el despertador sonara para arreglarse, desayunar y partir a la escuela, el perrito lo despertaba lamiéndole las manos y a veces hasta la cara.

Un dí­a, Michael también murió, oh paradoja, de un sí­ncope cardiaco. Estaba enfermo. Y en el pueblo, hacia mitad del siglo pasado, ni siquiera se conocí­an los veterinarios ni menos la práctica de que también los animalitos necesitan un médico.

Desde entonces, y por el resto de su vida, Jorge Arias siempre ha rehusado volver a tener un perrito ni tampoco encariñarse con otros porque el dolor de entonces jamás lo ha olvidado y resultó peor, y por desgracia, que la muerte de sus abuelos.

La vida es así­ de misteriosa…


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